Capítulo III

Amigo, si quiere saber cuánto le preocupa una mujer, basta con que se meta en la cabeza que ella le ha tomado por un tonto. Temblaba al llegar a casa, y temblaba cuando subí a mi habitación y me acosté. Estaba metido en un lío gordo y sabía que estaba obligado a hacer algo. Pero sólo pensaba en la forma en que ella me había alborotado el pelo, o en la forma que yo creía que lo había hecho; cómo me había dejado engañar y lo imbécil que era. Me sonrojaba al recordar los paseos en coche y toda la caballerosidad a que había recurrido para no cortejarla. Luego pensé cómo se habría reído de mí, y hundí la cabeza en la almohada. Al cabo de un rato reflexioné sobre lo que debía hacer esa noche. Estaba citado con ella para acompañarla al hospital, al igual que durante la semana anterior, y me pregunté qué me convendría hacer. Mi deseo era dejarla plantada y no volver a verla; pero no podía hacerlo. Después de lo que me había dicho en el banco cuando notó que la estaba mirando, si yo no acudía a la cita podría adivinar que estaba enterado de algo. Hiciese lo que hiciese, necesitaba disponer de toda libertad para poder sacar deducciones.

Esperé en su calle, en el mismo sitio donde solíamos reunimos, por miedo a lo que pudieran recelar los vecinos si me veían llegar hasta su puerta, y a los pocos minutos apareció. Hice sonar suavemente la bocina, y entró en el coche. No volvió a hablar de que yo la había mirado ni de lo que dijimos entonces. Habló únicamente de Kaiser, y de la forma en que había logrado para nosotros un excelente negocio, al cual podrían seguir muchos otros similares, con sólo autorizarla. Le seguí la corriente, y por primera vez desde que la conocía se puso apenas un poco zalamera conmigo. No quiero decir que esto significara gran cosa, pues se limitó a decir que podíamos formar una pareja excelente si nos lo proponíamos. Pero me acordé de mi rubor de la tarde y, cuando entró en el hospital, temblé de miedo.

No fui al cine aquella noche. Permanecí sentado en el coche durante la hora que ella estuvo en el hospital, y cuanto más tiempo pasaba mayor era mi indignación. Llegué a sentir odio hacia aquella mujer cuando regresó, y luego, mientras se acomodaba en el coche a mi lado, cierta idea cruzó por mi cerebro con la vertiginosidad del rayo. Si aquél era su juego, ¿hasta dónde llegaría? La observé cuando encendía un cigarrillo, y sentí la boca seca y ardiente. Pronto averiguaría lo que deseaba. En vez de enfilar hacia las colinas, al océano o a cualquier otro de nuestros habituales lugares de paseo, me encaminé directamente hacia mi casa.

Entramos; encendí la estufa, pero no la luz del salón. Musité algunas palabras acerca de tomar unas copas y me alejé en dirección a la cocina. En realidad, lo que deseaba era ver si Sam estaba en casa. No estaba, y seguramente no volvería hasta la una o las dos, de manera que todo se presentaba bien. Preparé una bandeja con bebidas y volví con ellas al salón. Sheila se había quitado el sombrero y estaba sentada frente al fuego, a uno de los lados, en uno de los dos sofás, ambos medio girados hacia la estufa, y movía los pies junto a la llama. Preparé dos copas, las puse en la mesita que está entre ambos sofás, y me senté a su lado. Levantó la mirada, cogió el vaso, y empezó a beber. Le hice una broma acerca de lo negros que parecían sus ojos a la luz del fuego, y me replicó que eran azules; pero daba la impresión de que no le molestaría seguir escuchando esas cosas. Le puse un brazo en torno al cuello.

Bueno, puede escribirse un libro entero sobre la forma en que una mujer obstaculiza las caricias cuando no está en su ánimo seguir el juego. Si nos da una bofetada, quiere decir que es una estúpida, y lo mejor que podemos hacer es retirarnos. Si entra en explicaciones que nos obligan a sentirnos tontos, no conoce las cosas de este mundo, y lo más acertado es dejarla en paz. Pero si responde con otro juego que nos traba y, sin embargo, poco es lo que ha ocurrido y no nos vemos convertidos en idiotas, ella pisa terreno firme, y todo va bien; se puede seguir a su lado y continuar las bromas sin necesidad de despertarse a la mañana siguiente lamentando no haber sido más audaz. Esto es lo que ella hizo. No se retiró, ni se fingió sorprendida, ni dijo ninguna tontería. Pero tampoco se me acercó, y unos minutos después se agachó para coger su vaso, y cuando se recostó de nuevo yo ya había retirado mi brazo.

Sin embargo, me sentía confuso, y demasiado bien sabía que era una mujer ligera de cascos, por lo que no le presté mayor atención, ni traté de averiguar qué se proponía. Pensé que, si algo tenía que hacer con el banco, yo estaba colocándome en una situación comprometida, enredándome entre los pliegues de su falda, y lanzándome por una pendiente en la cual no podría detenerme. Pero esto sólo sirvió para dar a mi boca mayor sequedad y ardor.

Volví a rodearle el cuello con un brazo y la atraje hacia mí. No reaccionó en ningún sentido. Coloqué mi mejilla contra la suya y fui buscando su boca. Tampoco reaccionó, pero su boca parecía difícil de alcanzar. Le puse una mano en la mejilla, y luego, con toda premeditación, fui deslizándola hasta el cuello y le desabroché el primer botón del vestido. Me apartó la mano, se abotonó, se incorporó para coger el vaso, y cuando volvió a sentarse ya no la tenía en mis brazos.

Tardó un buen rato en beber, y yo me quedé sentado, mirándola. Cuando volvió a dejar el vaso, la rodeé con un brazo antes de que pudiera echarse hacia atrás. Con la otra mano hice un movimiento rápido y le corrí el vestido hasta el lugar donde sus ligas se unían a la faja. No sé lo que hizo ella entonces, porque sucedió una cosa que yo no esperaba. Las piernas eran tan hermosas y tan suaves, que sentí algo en la garganta y durante un segundo más o menos no tuve idea de lo que pasaba. Cuando me di cuenta, estaba erguida delante de la estufa y me contemplaba con el rostro crispado.

—¿Quiere hacerme el favor de decirme qué le pasa esta noche?

—Nada en particular.

—Se lo ruego. Deseo saberlo.

—En fin… Que la encuentro muy atractiva, eso es todo.

—¿No será algo que yo he hecho?

—No he notado que haya hecho nada.

—Le ocurre algo, aunque ignoro de qué se trata. Desde que hoy he llegado al banco con Bunny Kaiser, no hace más que mirarme, y sus miradas me resultan frías, duras y desagradables. ¿Qué sucede? ¿Será lo que he dicho durante el almuerzo, cuando he asegurado que tenía atractivo femenino?

—Ya sé que lo tiene. Estamos de acuerdo.

—¿Sabe qué estoy pensando?

—No; pero me gustaría saberlo.

—Creo adivinar que esa afirmación mía, o alguna otra cosa, le ha despertado de pronto a la realidad de que soy una mujer casada, que salgo mucho con usted, y que ya es hora de que usted haga honor a la antigua tradición masculina y trate de conquistarme.

—Como quiera que sea, eso es lo que estoy tratando de hacer.

Alargó la mano en busca del vaso y cambió de idea. Encendió un cigarrillo. Quedó inmóvil un minuto, mirando el fuego y aspirando humo. Luego dijo:

—No diré que sea imposible. Después de todo, desde hace un año poco más o menos mi vida de casada no es un jardín florido. No es muy grato estar junto al marido cuando vuelve en sí después de la anestesia y oírle musitar el nombre de otra mujer. Creo que por eso he salido con usted todas estas noches. Nuestros paseos han sido algo más que agradables: han sido románticos, y si fingiera que nada han significado para mí, mentiría. Han sido… raptos fugaces a la luz de la luna, y luego hoy, cuando he convencido a Kaiser y le he traído al banco, estaba entusiasmadísima, no tanto por el negocio que el banco realiza ni por el aumento de dos dólares y medio, ya que ninguna de las dos cosas me importa un bledo, sino porque era algo que usted y yo habíamos hecho juntos, algo de lo cual tendríamos que hablar esta noche, y que significaría… otro momento fugaz a la luz de la luna, a la luz de una luna muy brillante. Pero en el banco me bastaron pocos minutos para advertir su mirada. Esta noche… se ha comportado usted de una forma absolutamente horrible. No diré que sea imposible. En el fondo, soy demasiado humana. Pero no de este modo. Y basta ya. ¿Me permite utilizar su teléfono?

Pensé que quizá quisiera ir al cuarto de baño, y conecté el aparato en mi dormitorio. Me senté junto a la estufa un rato bastante largo, y esperé. Seguía con las ideas confusas, pues las cosas no ocurrían como esperaba. Muy en el fondo de mi ser empecé a sentir la necesidad de decirle, de contarle todo de una vez, cuando de pronto sonó el timbre. Abrí la puerta, y me encontré con un taxista.

—¿Ha pedido un taxi?

—No, aquí no ha sido.

El hombre extrajo un papel, y estaba mirándolo cuando ella bajó la escalera.

—Supongo que es mi taxi.

—¡Oh! ¿Lo ha pedido usted?

—Sí. Muchísimas gracias, ha sido usted muy amable.

Tenía la misma frialdad de los muertos y estaba a mitad de la acera, fuera de mi alcance, sin que a mí se me ocurriese decir algo. La vi entrar en el taxi, vi cómo arrancaba y luego cerré la puerta y volví al salón. Cuando me senté en el sofá, seguí aspirando su perfume y noté que su vaso sólo había sido vaciado hasta la mitad. Experimenté en la garganta la misma sensación de antes, y empecé a maldecirme en voz alta, al tiempo que me servía una copa.

Había decidido descubrir qué se proponía y lo único que había descubierto era que yo estaba trastornado. Recapacité una y otra vez hasta sentirme atontado; y nada de lo dicho y hecho por ella demostraba algo. Quizá fuera honesta, y quizá estuviera tomándome por un tonto mayor de lo que yo creía, un tonto capaz de verse envuelto en sus redes sin conseguir nada a cambio. En el banco me trataba igual que a los demás, en forma agradable, cortés y simpática. No volví a llevarla al hospital, y así transcurrieron tres o cuatro días.

Llegó luego el momento de realizar el balance mensual y traté de engañarme pensando que aquello era lo que yo esperaba antes de tomar medida alguna sobre las faltas de fondo. Hice la revisión con Helm y repasamos todas las cantidades. Cada uno abrió su caja; Helm contó el dinero en existencia, y yo lo verifiqué. Ella permaneció a mi lado mientras revisé su dinero, con una mirada estólida que nada podía significar, y, por supuesto, la comprobación salió exacta hasta el último centavo. No abrigaba la menor duda de que así sería. Las entradas falsas tenían por único objeto hacer que coincidieran las fichas con las existencias de fondos, y como databan de dos años atrás, no había la menor posibilidad de que la falta apareciese justamente en ese mes.

Aquella tarde, cuando llegué a casa, pensé detenidamente en el asunto y saqué la conclusión de que no podía hacer nada, por lo menos hasta haber hablado con ella, comportándome como un verdadero caballero.

Por la noche fui a Glendale, y aparqué el coche en Mountain Drive, en el mismo lugar de siempre. Llegué temprano, por si ella salía antes para tomar el autobús, y esperé un largo rato, tanto que estuve a punto de abandonar la espera, pero a eso de las siete y media la vi salir de la casa con paso presuroso. Cuando estuvo a unos veinte metros más o menos, hice sonar la bocina levemente, como otras veces. Se puso a correr, y como me acometió la sensación angustiosa de que pasaría a mi lado sin hablarme siquiera, no la miré. Estaba decidido a no permitirle esa satisfacción. Pero antes de que pudiera darme cuenta de nada, se abrió y cerró con fuerza la portezuela, y la vi sentada a mi lado; me estrechó la mano y me dijo en voz baja:

—Me alegro mucho de que haya venido; muchísimo.

No nos dijimos nada durante el trayecto. Fui al cine, pero no podría contar lo que proyectaron en la pantalla. Mi mente no hacía más que repasar lo que tendría que decirle, o por lo menos procuraba repasarlo. Pero cada vez que intenté imaginarme el diálogo, me encontré hablando de su vida doméstica, y tratando de averiguar si realmente estaba liado Brent con otra mujer, y otras cosas por el estilo, que sólo tenían una explicación: significaban que la quería para mí. Y significaban que estaba tratando de convencerme de que ella desconocía por completo la falta de dinero, de que en todo momento había sido sincera, y de que yo le gustaba de verdad. Regresé al coche, me metí en él; muy pronto salió del hospital, y bajó la escalinata. Luego se detuvo, permaneció quieta un rato, como si estuviera pensando. Después se encaminó hacia el automóvil, pero esta vez no corrió; andaba despacio. Cuando estuvo en el asiento, se echó hacia atrás y cerró los ojos.

—¿Dave?

Era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila. Mi corazón trepidó.

—¿Sí, Sheila?

—¿Podríamos sentarnos junto a la estufa esta noche?

—Me encantaría.

—Tengo… tengo necesidad de hablar con usted.

Me dirigí a casa. Nos abrió Sam, pero le dije que se retirara. Entramos en la sala y, al igual que la vez anterior, no encendí la luz. Me ayudó a encender el fuego, y me encaminé hacia la cocina para preparar algo de beber, pero me detuvo.

—No quiero beber nada. A menos que usted lo desee.

—No, yo soy poco bebedor.

—Sentémonos.

Se sentó en el sofá, en el mismo lugar de antes, y yo me acomodé a su lado. No intenté ninguna insinuación. Quedó mirando el fuego largo rato, y luego me cogió del brazo y se lo puso en torno al cuello.

—¿Soy muy mala?

—No.

—Quedémonos así.

Hice un intento de besarla, pero levantó la mano, cubrió mis labios con sus dedos y me apartó la boca. Apoyó la cabeza en mis hombros, cerró los ojos, y durante un rato no me habló. Luego dijo:

—Dave, tengo que contarle algo.

—¿De qué se trata?

—Es bastante trágico y tiene que ver con el banco; en consecuencia, si no quiere escucharme, dígalo sin rodeos y regresaré a casa.

—Está bien. Hable.

—A Charles le falta dinero en sus cuentas.

—¿Cuánto?

—Un poco más de nueve mil dólares. Nueve mil ciento trece con veintiséis centavos, si desea saber la cifra exacta. Hacía tiempo que lo sospechaba. Advertí ciertas cosas. Insistía mucho en que yo había cometido errores en mis anotaciones, pero esta noche le he obligado a confesar.

—Bueno. Es grave.

—¿Muy grave?

—Bastante.

—Dave, dígame la verdad. Necesito saberlo. ¿Qué le harán? ¿Irá a la cárcel?

—Temo que sí.

—¿Qué ocurre en esos casos?

—Mucho depende de la compañía de seguros. Si lo toman mal, no puede esperar mucha misericordia. No tiene vuelta de hoja. Le hacen detener, presentan la acusación, y lo demás depende de las pruebas que acumulen, y la forma en que las tome el juzgado. A veces, por supuesto, hay atenuantes…

—En este caso no hay ninguno. No invirtió el dinero en mí, ni en las niñas, ni en la casa. Yo me he atenido al presupuesto, y hasta me he ingeniado para ahorrar un poco todas las semanas.

—Sí, me fijé en su cuenta.

—Lo ha gastado con otra mujer.

—Ya comprendo.

—¿Cambiarían las cosas si se devolviera el dinero?

—Cambiarían completamente.

—En ese caso, ¿quedaría en libertad?

—También esto depende de la compañía de seguros, y del pacto que pueda establecer con ella. Podría calcularse que transigirían de cualquier manera para conseguir el dinero; pero por lo general no son clementes. No pueden serlo. Desde el punto de vista de ellos, por cada individuo que se exonera de culpa y cargo, serán diez individuos más que el próximo año querrán quedar libres de igual modo.

—¿Y si nunca se enteran?

—No entiendo.

—Suponga que yo encuentro la forma de reponer el dinero, es decir, siempre que pueda conseguirlo, y que luego pueda hacer coincidir las anotaciones, de modo que nadie se entere.

—No sería posible.

—Yo creo que sí.

—Las libretas de caja de ahorros lo demostrarían tarde o temprano.

—En la forma en que yo lo haría, no.

—Eso… tendría que pensarlo.

—Sabe usted lo que esto significa para mí, ¿no es verdad?

—Creo que sí.

—No se trata de mí ni de Charles. No deseo mal a nadie; pero si tiene que pagar por lo que ha hecho, tal vez sea lo que se merece. He pensado en mis dos hijas. Dave, no puedo permitir que sepan que su padre es un delincuente, que ha estado en la cárcel. ¿Me entiende, Dave? ¿Puede entenderme?

Por primera vez desde que había empezado a hablar, la miré. Seguía en mis brazos; pero estaba vuelta hacia mí en cierta actitud de tensión enternecida, y sus ojos parecían aterrados. Le acaricié la cabeza y traté de pensar. Sabía que tenía algo que hacer: aclarar mi situación. Se había sincerado conmigo y, por lo menos durante un rato, la creí. Necesitaba sincerarme con ella.

—¿Sheila?

—Sí.

—Tengo que decirle algo.

—¿De qué se trata, Dave?

—Hace tiempo que lo sé. Por lo menos una semana.

—¿Por eso me miraba de aquella manera?

—Sí. Por eso me comporté de aquel modo por la noche. Pensé que usted lo sabía. Pensé que estaba enterada cuando vino a visitarme para pedirme el empleo. Creí que me tomaba por imbécil, y quise averiguar hasta dónde estaba dispuesta a llegar para llevarme al terreno deseado. Bueno, con eso explico mi situación.

Se había incorporado y me observaba con una mirada penetrante.

—Dave, yo no lo sabía.

—Comprendo que lo ignoraba. Ahora me doy cuenta.

—Sabía lo de la otra, de la mujer con quien salía mi marido. Más de una vez me pregunté de dónde sacaba el dinero; no tenía la menor idea. Sólo hace dos o tres días, cuando empecé a notar discrepancias en las libretas.

—Sí, eso mismo advertí yo.

—¿Y por eso quiso seducirme?

—Sí. Tengo que decirle que no suelo obrar así. Me doy cuenta de que no la engañé. Quiero decir que no es eso lo que deseo de usted. La quiero como es posible querer a alguien; pero… en serio. ¿Comprende adónde quiero llegar, si es posible?

Asintió, y al instante nos abrazamos; la besé, ella me besó, y sus labios eran cálidos y suaves, y de nuevo experimenté en la garganta aquella sensación, como si quisiera llorar. Permanecimos así largo rato, sin decir nada, tan sólo abrazándonos con fuerza. Ya estábamos a mitad de camino hacia su casa cuando nos acordamos nuevamente de la falta de dinero y de lo que haríamos al respecto. Me imploró una vez más que le permitiera salvar a sus hijos de la deshonra. Le contesté que lo pensaría; pero en el fondo de mi corazón sabía que estaba dispuesto a hacer todo lo que me pidiera.