Capítulo II

A mí me convenció; pero no pudo convencer a Brent, por lo menos con la misma facilidad. Refunfuñó y se negó rotundamente a ser internado en un hospital, o a hacer cualquier otra cosa que no fuese tomar pastillas para curarse la úlcera. Ella habló conmigo por teléfono tres o cuatro veces sobre este asunto, y cada noche parecían prolongarse más las conversaciones. Pero un día él se desmayó en la ventanilla, y tuve que mandarle a su casa en una ambulancia; estaba claro que ya no le quedaba mucho que decir. Se lo llevaron al hospital, y ella fue a ocupar su puesto al día siguiente; las cosas marcharon exactamente como ella aseguró que marcharían: hacía su trabajo perfectamente y los clientes traían el dinero igual que hasta entonces.

La primera noche que él estuvo en el hospital le llevé un canasto de frutas, regalo oficial del banco más que mío; allí estaba ella y, por supuesto, después que le dejamos, me ofrecí para acompañarla hasta su casa. La acompañé. Me enteré de que había dispuesto que la doncella pasara las noches en la casa, para cuidar a las niñas, mientras él estaba en el hospital, y en vista de eso dimos un paseo. A la noche siguiente la llevé al hospital, la esperé afuera, y volvimos a pasear. Una vez que terminaron con las radiografías, le sometieron a una operación de la cual salió bien; y por aquel entonces nuestros encuentros se habían convertido en una costumbre. Descubrí una sala que pasaba documentales, cerca del hospital, y mientras ella estaba con él, yo entraba en el cine para ver películas de deportes, y nos encontrábamos después para dar un pequeño paseo.

No me insinué, ni ella me dijo que me encontraba diferente a otros hombres que había conocido; de modo que en este sentido no había nada. Hablábamos de sus hijas y de los libros que leíamos; a veces rememoraba mis viejos días de jugador y algunas de las cosas que me había visto hacer en el terreno de juego. Pero casi siempre nos limitábamos a pasear sin decir nada, y no pude menos que alegrarme cuando me dijo que los médicos deseaban que Brent siguiera internado hasta curarse del todo. Hubiera podido quedarse allí hasta Navidad, y yo no lo hubiese lamentado en absoluto.

La sucursal de Anita Avenue, como creo haberlo dicho ya, es la más pequeña que tenemos, apenas un reducido edificio bancario en la esquina con un callejón lateral y una farmacia enfrente. El banco tiene seis empleados; el cajero, dos empleados para atender las ventanillas, y el jefe de éstos, una muchacha que lleva los libros de contabilidad y un ordenanza. George Mason ocupó el cargo de cajero; pero le cambiaron cuando me encomendaron a mí el puesto, por lo que pasó a ser cajero interino. Sheila suplía a Brent como jefa de los empleados de ventanilla. Snelling y Helm atendían al público, la señorita Church era la contable, y Adler el ordenanza. La señorita Church se esmeró en adularme o al menos eso me pareció. Teníamos que turnarnos para el almuerzo, y ella siempre insistía en que yo podía tomarme la hora entera, pues ella atendería sucesivamente las ventanillas, en que no me apresurara en regresar y cosas por el estilo. Pero yo quise llevar mi carga como todos los demás, de modo que me tomé la media hora igual que ellos, atendía las ventanillas en que hacía falta y, durante un par de horas no me sentaba en mi escritorio.

Un día, Sheila estaba fuera y los otros habían regresado algo temprano, en vista de lo cual salí. Todos comían en un pequeño café, en la misma calle, y adopté la costumbre de comer también allí; cuando llegué aquella vez, ella estaba sola en la mesa. Me hubiera sentado a su lado, pero no levantó la mirada; entonces me situé a un par de mesas de distancia. Ella estaba mirando por la ventana, y fumaba, pero muy pronto apagó el cigarrillo y se acercó.

—La noto muy reservada hoy, señora Brent.

—Alcancé a oír ciertas cosas.

—¿De los dos que estaban en la esquina?

—¿Sabe usted quién es el más gordo?

—No, no lo sé.

—Bunny Kaiser, el principal comerciante de muebles de Glendale. Su lema comercial es: «Ella compra todas sus cosas en Kaiser».

—¿No está edificando o algo así? Creo recordar que tuvimos negocios con él… haciéndonos cargo de sus títulos de propiedad.

—No vende acciones. Lo que le importa es el edificio, con su nombre grabado en la puerta; quiere dirigirlo todo. Pero no puede hacerlo. La construcción va por el primer piso, y tiene que pagar al contratista. Necesita cien mil dólares. Supongo que si una mujer inteligente consiguiera al banco ese negocio, tendría derecho a un aumento de sueldo.

—¿Cómo lo haría ella para conseguirlo?

—Con su atractivo femenino. ¿Cree que yo no lo tengo?

—No he dicho que no.

—Le aconsejo que no lo diga.

—Entonces estamos de acuerdo.

—¿Y…?

—¿Cuándo vence el pago sobre el primer piso?

—Mañana.

—¡Demonios! No nos da mucho margen para preparar el terreno.

—Deje que me ocupe del asunto, y yo venceré los obstáculos.

—Muy bien; si consigue el préstamo, su aumento será de dos dólares.

—Dos dólares y medio.

—Perfectamente. Dos y medio.

—Llegaré tarde. Es decir, al banco.

—Yo ocuparé su ventanilla.

Volví y me hice cargo de la ventanilla. A eso de las dos de la tarde entró un conductor de camión, cobró un cheque en la ventanilla de Helm, y vino luego a la mía para depositar diez dólares en la libreta de ahorros. Cogí su libreta, di entrada a la cantidad, y dejé los diez dólares a un lado para que ella los juntara con su dinero cuando volviese. Supongo que me entienden; todos tienen cajones para el dinero, y los cierran cuando salen, y el efectivo se verifica una vez por mes. Pero cuando saqué la tarjeta de nuestro fichero, el total que arrojaba era de ciento cincuenta dólares menos de lo que figuraba en la libreta del cliente.

En los bancos, se intenta que el cliente no advierta nada. Jamás debe faltarnos la sonrisa; al parecer todo marcha estupendamente, el banco mantiene su responsabilidad, y lo que está asentado en la libreta es lo que posee el depositante; el cliente no puede perder, sea cual sea la forma en que se hagan las cosas. De todas maneras, bajo aquella sonrisa forzada, noté mis labios un poco fríos. Volví a coger la libreta, como si aún tuviera que hacer algo con ella, y le planté encima una mancha enorme de tinta.

—Bueno, en realidad queda bastante bonito, ¿verdad?

—Sí, la ha adornado muy bien.

—Lo peor del caso es que ahora estoy un poco ocupado; ¿puede dejármela? La próxima vez que venga tendré preparada una nueva.

—Como usted quiera, amigo.

—De todos modos, ésta es un poco vieja.

—Sí, se ha ensuciado un poco.

Ya tenía preparado el recibo por el importe anotado en la libreta, había copiado la cantidad en su presencia, y se lo entregué. Salió, y puse la libreta a un lado. Me había retrasado un poco, y otros tres clientes hacían fila. Las primeras dos libretas correspondían con las tarjetas; pero no la última, que arrojaba una diferencia de doscientos dólares. No podía repetir lo que seguramente este cliente me había visto hacer con el otro; sin embargo, necesitaba retener la libreta. Al anotar el depósito, otra vez cayó una mancha de tinta en la página.

—Oiga, lo que necesita es una pluma nueva.

—Lo que necesitamos es un nuevo empleado. Para ser sincero, soy demasiado novato en estas cosas; sustituyo a la señora Brent, y me he precipitado un poco. Si quiere hacer el favor de dejarme la libreta…

—Sí, claro; está bien.

Hice el recibo, lo firmé, se retiró, y puse la libreta a un lado. En ese momento tuve un pequeño intervalo de tranquilidad, pues no había nadie en la ventanilla; cotejé las libretas con sus respectivas tarjetas. En ambas cuentas, según nuestros registros, figuraban retiros de fondos que oscilaban entre veinticinco y cincuenta dólares, los cuales no estaban consignados en las libretas de los clientes. Pero esto tenía que constar en esas libretas. Si un cliente quiere retirar dinero, no puede hacerlo sin la libreta, porque la libreta es como una escritura de contrato que nos obliga; y no se pueden sacar fondos sin que lo anotemos allí en el acto, indicando la suma. Empecé a sentir un pequeño malestar. Recordé la manera escurridiza en que Brent me explicó que se ocupaba de la sección en forma personal. Volví a pensar en su negativa a ser internado en un hospital, cuando cualquier hombre sensato hubiera pedido por favor que se lo permitieran. Recordé la visita nocturna que me había hecho Sheila y todo cuanto había dicho sobre la seriedad con que Brent se tomaba las cosas, así como el ruego formulado por ella de hacerse cargo de la sección mientras él estaba ausente.

Todo aquello cruzaba por mi mente, pero, entretanto no dejé de revisar las tarjetas. Era posible que la cabeza me bailara un poco cuando las miré al principio; pero la segunda vez advertí que dos de esas tarjetas tenían pequeñas marcas de lápiz en el lado de los pagos. Se me ocurrió en el acto que podrían ser una clave. Y debía tener una clave, si quería ocultar algo. Si un cliente no tenía en su poder la libreta y quería conocer el saldo, Brent debía estar en condiciones de dárselo. Inspeccioné todas las tarjetas. Por lo menos la mitad habían sido marcadas con lápiz, siempre frente a una suma retirada, jamás en un depósito. Pensé en pasar esas cantidades marcadas por la máquina de sumar, pero no lo hice. Tuve miedo de que la señorita Church volviera a acosarme, proponiéndome hacerlo ella. Fui pasando las tarjetas una a una con lentitud entre mis dedos, sumándolas mentalmente. Si hacía bien la suma, lo ignoraba. Mi cabeza trabajaba como una máquina de sumar y sé hacer, como si tal cosa, esos ejercicios sensacionalistas de circo; pero estaba demasiado emocionado para trabajar con precisión. Aquella vez, sin embargo, no importaba. No podría equivocarme en mucho, Y la suma de las cantidades marcadas, cuando hube repasado todas las fichas, ascendía a un poco más de ocho mil quinientos dólares.

Poco antes de cerrar, más o menos a las tres de la tarde, apareció Sheila con el gordo Bunny Kaiser. Comprendí por qué la atracción femenina surtía efecto en un asunto en el que todos nuestros agentes habían fracasado unos meses antes, en sus intentos de negociar los títulos de aquel individuo. Era la primera vez en su vida que pedía prestado un dólar, y no sólo le desagradaba hacerlo, sino que estaba tan avergonzado que ni siquiera se atrevió a mirarme. El sistema empleado por ella para obligarle a sentirse cómodo no consistía únicamente en no discutir con él; además, le daba palmaditas en la mano; y era emocionante la forma en que él aceptaba el mimo. Al cabo de un rato ella me hizo señas de que me apartara; me encaminé hacia el interior, hice cerrar la caja fuerte y despedí al resto del personal con toda la rapidez que pude. Luego tratamos el negocio; llamé por teléfono a la central para requerir su aprobación, y a eso de las cuatro y media él se marchó, Sheila me alargó una mano, muy emocionada, y yo se la cogí. Empezó a describir algunos pasos de danza, castañeteando los dedos y entonando una canción. Bruscamente se detuvo e hizo ademán de cepillarse la ropa.

—¿Me encuentra algo raro?

—No. ¿Por qué?

—Porque me está mirando fijamente desde hace una hora.

—Miraba el vestido.

—¿Tiene algo?

—No es lo que suelen llevar las empleadas de un banco. No… no parece un vestido de oficina.

—Lo he hecho yo misma.

—Entonces se explica.