La conocí una noche que vino a casa, después de llamar por teléfono y preguntar si podíamos vernos por una cuestión de negocios. Yo no tenía la más remota idea de lo que deseaba; supuse que tendría algo que ver con el banco. A la sazón yo ocupaba interinamente el puesto de cajero de nuestra sucursal de Anita Avenue, la más pequeña de las tres que tenemos en Glendale y, a decir verdad, la menos importante de todas nuestras sucursales. En la casa central, en Los Ángeles, figuro como vicepresidente; pero me mandaron a verificar el estado de la sucursal no por temor a que hubiera algo mal, sino por lo que estuviera bien. Los depósitos en libretas de ahorros, comparados con las cuentas corrientes, eran el doble de las de cualquier otra sucursal, y el jefe pensó que valía la pena mandar a una persona que investigara si habían inventado algo desconocido en el mundo bancario.
Muy poco tardé en descubrir el juego. Su marido, un individuo llamado Brent, era el primero de los empleados de caja y tenía a su cargo la sección de libretas de ahorro. Se había erigido en padre misionero de todos los obreros que tenían cuenta en la sucursal, dedicándose a perseguirles y a hacerles ahorrar; ya la mitad de ellos estaban comprándose casas, y no había uno solo que no tuviera una buena cantidad de dinero en el banco. A nosotros nos convenía, y también a los obreros; pero a pesar de todo no me gustó Brent, ni su manera de trabajar. Le invité a comer cierto día, pero estaba muy ocupado y no pudo venir. Tuve que esperar hasta la hora de cierre; entonces fuimos a una lechería, y mientras bebía un vaso de leche traté de averiguar cómo conseguía aquellos depósitos semanales, y si, a su juicio, algunos de sus métodos podrían emplearse en las demás sucursales de la institución. Pero por lo visto me equivoqué de táctica, porque creyó que en realidad quería censurar su proceder y tardé media hora en serenarle. Era un hombre raro, tan quisquilloso que apenas si se le podía hablar, y tenía una mirada de vendedor de libros religiosos que hacía fácil comprender por qué consideraba su trabajo como una especie de misión entre la gente que le confiaba el dinero. Tendría unos treinta años, aunque parecía mayor. Era alto y delgado y se le notaba una prematura calvicie; caminaba un poco inclinado y su rostro tenía un tinte gris, que no es corriente ver en hombres sanos. Después de tomar la leche y los dos bizcochos, sacó una pequeña tableta de un sobre que llevaba en el bolsillo, la disolvió en agua y se la tomó.
Sin embargo, aunque al final se convenció de que yo no estaba afilando las armas para atacarle, tampoco me ayudó mucho. Insistió en decir que los ahorros tenían que conseguirse con acción personal, que el empleado de caja tiene que dar al cliente la impresión de que se interesa por el aumento de su crédito, y otras cosas por el estilo. Sus ojos parecían los de un sacerdote cuando dijo que no es posible infundir esa confianza al cliente si uno mismo no la siente. Y durante irnos segundos experimentó cierta emoción, que gradualmente fue desapareciendo. Así escrito parece bien; pero visto, no era lo mismo. Por supuesto, a una compañía grande no le gustan los personalismos en sus agentes, si pueden evitarse. La institución es el banco y no el hombre; al hombre con personalidad probada puede llegarle otra oferta de otro lugar, y puede, al irse, llevar consigo toda la clientela. Pero no es esto lo que no me convencía. Algo en el individuo no me agradaba, aunque ignoraba qué era, pero mi interés no fue tan grande como para averiguarlo.
Por eso cuando su esposa me llamó unas semanas después, y me preguntó si podíamos vernos aquella noche en mi casa, y no en el banco, creo que no fui suficientemente cortés con ella. En primer lugar, me parecía raro que eligiera mi casa en vez del banco; en segundo lugar, no parecía anticipar buenas noticias, y en tercer lugar, si se quedaba mucho yo no podría ir a ver los combates del Legion Stadium, que me atraían bastante. De todos modos, no me quedaba otro remedio que recibirla, y así lo hice. Sam, mi criado filipino, tenía que salir, de modo que arreglé yo mismo una mesa para las bebidas, presintiendo que si ella era tan beata como él, se sorprendería tanto que no dejaría de marcharse temprano.
No la sorprendió. Era mucho más joven que su marido; a mi juicio andaría por los veinticinco años; tenía los ojos azules, el cabello castaño, y unas formas de las cuales no era fácil apartar la mirada. De estatura normal, considerada en conjunto resultaba tan bonita que parecía pequeña. Si era hermosa, no lo sé; pero tenía una manera de mirar que la embellecía. Sus dientes eran grandes y blancos, y los labios un poco gruesos. Le daban un aspecto pesado y huraño; una de las cejas tenía cierto tic nervioso, que, cuando decía algo, era la única parte del rostro que se movía. Sin embargo, con ese gesto expresaba más que las otras mujeres con todos sus ademanes.
Todos estos detalles me llamaron la atención, porque eran inesperados. Recogí su abrigo y la seguí al salón. Se sentó delante de la estufa, cogió un cigarrillo, lo golpeó con la uña y miró a su alrededor. Cuando vio las bebidas sobre una bandeja ya estaba encendiendo el cigarrillo; hizo una seña afirmativa con la cabeza, mientras las volutas de humo se le metían en un ojo.
—Sí, creo que sí.
Me reí y le serví una copa. Era todo lo que habíamos dicho, y, sin embargo, nos hizo intimar más de lo que habríamos conseguido en una hora de conversación. Me hizo algunas preguntas acerca de mí, en especial si yo era el mismo Dave Bennett que solía jugar de defensa medio con los universitarios de la USC, y cuando le respondí afirmativamente, calculó mi edad. Se equivocó en un año. Dijo treinta y dos, y yo tengo treinta y tres. Agregó que tenía doce años cuando me vio hacer un quite en un paso interceptado, con lo que resultaba tener ella los veinticinco años que yo había calculado. Probó la bebida. Puse otro tronco en el fuego. Mi entusiasmo por las peleas del Stadium empezaba a disminuir.
Cuando terminó, dejó la copa sobre la mesa, haciéndome señas de que no le sirviera más, y dijo:
—Bueno…
—Sí, esa terrible palabra.
—Lamento traer malas noticias.
—¿De qué se trata?
—Charles está enfermo.
—No parecía estar muy bien.
—Necesita una operación.
—¿Qué le ocurre… si puede saberse?
—Sí, puede saberse, aunque es bastante engorroso. Tiene una úlcera de duodeno; ha abusado tanto, por lo menos del estómago, dada la intensidad con que hace su trabajo, sin querer salir a comer y tantas otras cosas que no debió hacer, que hasta ese punto ha llegado el mal. Quiero decir que es grave. Si se hubiera cuidado más, no lo sería tanto. Pero se descuidó, y ahora temo que si no se hace algo… sí, será grave. Haría mal en no decirlo. He recibido hoy el informe de la revisión médica a que fue sometido. Dice que si no se opera en seguida, morirá dentro de un mes. La úlcera… está a punto de provocar una perforación.
—¿…?
—Esa parte no es tan fácil.
—¿Cuánto hace falta?
—¡Oh! No es cuestión de dinero. Eso está arreglado. Tiene un seguro, uno de esos seguros de vida que lo cubren todo. Se trata de Charles.
—No la comprendo bien.
—Dudo que yo pueda convencerle de que tiene que operarse. Tal vez pudiera, si le enseñase lo que acabo de recibir de los médicos; pero no deseo asustarle, si lo puedo evitar. Está tan enfrascado en su trabajo y lo hace con tanto fanatismo, que se niega rotundamente a abandonarlo. Parece creer que toda esa gente, todos esos obreros, se arruinarán si no está él ahí, gobernándoles, haciéndoles ahorrar dinero, obligándoles a pagar los plazos de sus casas, y no sé cuántas cosas más. A usted le parecerá estúpido. A mí también. Pero… no quiere abandonar.
—¿Desea que yo hable con él?
—Sí, pero no es eso todo. Creo que si Charles supiera que su trabajo se ha de hacer como él quiere, y que el empleo le va a esperar hasta que salga del hospital, se sometería sin mayor oposición. Esto es lo que he querido decirle. ¿Me permitirá ocupar el puesto y hacer de Charles mientras él está ausente?
—Bueno… Es un trabajo bastante complicado.
—¡Oh, no!, no lo es; por lo menos para mí. Debo advertirle que conozco tan bien como él todos los detalles. No sólo conozco a la gente, de tanto acompañarle cuando la induce a economizar, sino que en un tiempo trabajé en el banco. Allí es donde le conocí. Y… lo haré perfectamente, puede estar seguro. Es decir, siempre que usted no se oponga a que lo convirtamos en un asunto de familia.
Recapacité unos minutos, o procuré hacerlo. Repasé mentalmente todas las razones en contra, sin encontrar ninguna que tuviera mayor peso. En el fondo, me era completamente igual que ella trabajase, si en realidad Brent tenía que ser internado en un hospital, ya que el puesto quedaría atendido durante su ausencia, y yo no estaría expuesto a pasar malos ratos; pero lo más fácil era que los otros tres empleados me acosaran, intentando conseguir un ascenso que de todos modos no podría durar mucho. Sin embargo, no haría mal en decir la verdad. Todo aquello cruzó por mi imaginación; pero también pensé en ella. No sería desagradable tenerla en torno a mí durante aquellas próximas semanas. La mujer me había gustado desde el principio y, a mi juicio por lo menos, era bastante guapa.
—Bien, me parece que no hay inconvenientes.
—¿Quiere decir que cuento con el puesto?
—Sí, claro.
—Es un gran alivio. Detesto pedir un empleo.
—¿Quiere tomar otra copa?
—No, gracias. Bueno, tan sólo un poquito.
Le serví otra copa y hablamos un poco más de su marido; le conté la forma en que su trabajo había llamado la atención en la casa central, lo cual pareció complacerla. Pero luego, en un exabrupto, le pregunté:
—¿Quién es usted, a todo esto?
—Creo que ya se lo he dicho.
—Sí; pero quiero saber más.
—¡Oh!, lamento decir que no soy nadie. O veamos, ¿quién soy yo? Nací en Princeton, Nueva Jersey. No me bautizaron en seguida por una discusión que se suscitó entre mis padres; creyeron que iba a ser pelirroja, y me pusieron de nombre Sheila, porque suena a irlandés. Luego, a la edad de diez años, me llevaron a California. A mi padre le dieron un puesto en el departamento de historia de la Universidad de Los Ángeles.
—¿Quién es su padre?
—Henry W. Rollinson…
—¡Ah, sí!, he oído hablar de él.
—Doctor en filosofía para usted, Hank a secas para mí. Y… veamos. Estudios superiores, niña prodigio de la clase, futura universitaria; no me convencía. Abandoné la escuela y conseguí un empleo en nuestro pequeño banco. Contesté a un anuncio del periódico. Dije que tenía dieciocho años, a pesar de tener sólo dieciséis, y allí trabajé tres años, logrando anualmente un aumento de un dólar. Después… Charles se interesó por mí, y nos casamos.
—¿Quiere ser tan amable de explicar eso?
—Son cosas que ocurren, ¿no le parece?
—Bueno, de todos modos, no es de mi incumbencia. Dejémoslo.
—¿Quiere decir que somos distintos uno del otro?
—Más o menos.
—Me parece que ha pasado tanto tiempo desde entonces. ¿He mencionado ya que yo tenía diecinueve años? A esa edad se es muy susceptible a…, ¿cómo lo llaman?, al idealismo.
—¿Lo es todavía?
Dije esto impensadamente, y la voz me tembló. Ella vació el vaso y se puso de pie.
—Veamos ahora. ¿Qué otra cosa puede haber en mi pequeña biografía? Tengo dos hijas, una de cinco años y la otra de tres, ambas hermosas. Y… canto como soprano en el Coro Femenino de Eurídice. Eso es todo, y ahora tengo que irme.
—¿Dónde ha dejado su coche?
—No sé. He venido en autobús.
—En ese caso, ¿me permitirá que la lleve a su casa?
—Le quedaría muy agradecida si lo hiciera… Por cierto. Charles sería capaz de matarme si supiera que he venido a verle; es decir, que he venido a verle para hablar de él. Cree que he ido al cine. No vaya ocurrir que mañana usted, sin querer, me delate.
—Queda entre nosotros.
—Puede parecer raro, pero él es muy quisquilloso.
Yo vivo en Hollywood, en la avenida Franklin, y ella vivía en el camino denominado Mountain Drive, de Glendale. La distancia se recorre en unos veinte minutos; pero cuando llegamos delante de su casa, en vez de detenerme, seguí.
—Se me acaba de ocurrir algo. Es excesivamente temprano para haber salido de una sesión de cine.
—Tiene usted mucha razón.
Subimos por las colinas. Hasta aquel momento habíamos sido muy locuaces; pero durante el resto del paseo sentimos cierto embarazo y no encontramos mucho que decir. Cuando atravesé de nuevo Glendale, salía gente del cine Alexander. La dejé en la esquina, un poco lejos de su casa. Me tendió la mano.
—Muchísimas gracias.
—Sólo le resta convencerle, y queda concedido el empleo.
—Me da vergüenza decirlo, pero…
—¿Qué?
—Lo he pasado muy bien.