Lo que ustedes acaban de leer, si lo han leído, es la confesión. Tardé cinco días en escribirla, pero por fin estuvo lista el jueves. Es decir, ayer. La mandé con un ordenanza, para que la certificara, y a eso de las cinco vino Keyes a buscar el recibo. Tiene más de lo que él quería; pero yo he deseado dejar constancia de todo. Es posible que ella la vea alguna vez, y que no piense tan mal de mí, después que conozca la forma en que todo pasó. A eso de las siete me vestí. Estaba débil, pero podía andar. Después de picar un poco de comida, mandé buscar un taxi y me encaminé al muelle. Me acosté inmediatamente, quedándome allí hasta las primeras horas de la tarde de hoy. No podía soportar más la soledad del camarote, y subí a cubierta. Encontré mi silla, y me senté en ella. Y miré la costa de México, frente a la que pasábamos. Pero tenía la extraña sensación de que no iba a ningún lugar. No hacía más que pensar en Keyes, en el fulgor que advertí en sus ojos, y en lo que habría querido decir. Luego, repentinamente, lo descubrí. Advertí detrás de mí un pequeño sollozo jadeante. Antes de mirar, supe quién era. Me volví hacia la silla contigua. Era Phyllis.
—¿Tú?
—Hola, Phyllis.
—Tu amigo Keyes… es todo un casamentero.
—Sí, muy romántico.
La miré de arriba abajo. Tenía el rostro más ajado que la última vez que la vi, y se le notaban pequeñas arrugas en torno a los ojos. Me entregó algo.
—¿Lo has visto?
—¿Qué es?
—El diario del barco.
—No, no lo vi. Dudo que me interese.
—Mira aquí.
—¿De qué se trata?
—De la boda de Lola y Nino. Recibieron la noticia por radio, poco después de mediodía.
—¡Oh! ¿Se han casado?
—Sí. Ha sido muy emocionante. El señor Keyes fue padrino. Han salido con destino a San Francisco para pasar la luna de miel. Tu compañía le ha dado una bonificación a Nino.
—¡Oh! Entonces debe haber trascendido lo nuestro.
—Sí. Todo se sabe. Es una buena precaución que figuremos aquí con nombres supuestos. Vi que todos los pasajeros lo leían a la hora del almuerzo. Ha causado sensación.
—No pareces preocupada.
—Estoy pensando en otra cosa.
Sonrió entonces, con la sonrisa más dulce y más triste que es posible imaginar. Me acordé de los cinco pacientes, de los tres niños, de la señora Nirdlinger, de Nirdlinger y de mí. Parecía imposible que una mujer que podía ser tan agradable hubiese hecho aquellas cosas.
—¿En qué estabas pensando?
—En que podríamos casarnos, Walter.
—Podríamos. ¿Y luego qué?
No sé cuánto tiempo habremos estado después mirando el mar. Habló ella de nuevo.
—El futuro no nos reserva nada, ¿verdad, Walter?
—No. Nada.
—Ni siquiera sé adónde vamos. ¿Y tú?
—No.
—Walter, el momento ha llegado.
—¿Qué quieres decir, Phyllis?
—Ha llegado la hora de que yo me reúna con mi amor. El único a quien he querido en mi vida. Una noche me arrojaré desde la popa del barco. Quiero sentir el contacto de sus dedos fríos, apretándome el corazón.
—Yo te depositaré en sus brazos.
—¿Qué?
—Quiero decir que yo te acompañaré.
—No nos queda nada más por hacer, ¿no es verdad?
Keyes tenía razón. No tenía nada por qué darle las gracias. Lo único que había hecho era ahorrarle al Estado el gasto de buscarme.
Recorrimos paseando todo el barco. Un marinero fregaba el canal que corre contiguo a la borda. Estaba nervioso, y se dio cuenta de que yo lo miraba.
—Hay un tiburón. Viene siguiendo el barco.
Procuré no mirar, pero no pude evitarlo. Vi una masa blancuzca que brillaba debajo, entre el verde. Volvimos a las sillas de cubierta.
—Walter, tenemos que esperar. Hasta que salga la luna.
—Creo que será mejor que haya luna.
—Quiero ver esa aleta. Esa aleta negra. Cortando el agua a la luz de la luna.
El capitán nos conoce. He podido advertirlo en la expresión de su rostro hace un rato, cuando salió de la cabina radiotelefónica. Tendrá que ser esta noche. No hay duda de que nos pondrá bajo vigilancia antes de que entremos en Mazatlán.
La hemorragia vuelve. Me refiero a la hemorragia interna en la parte en que la bala rozó el pulmón. No es mucho, pero tosí sangre. Sigo pensando en ese tiburón.
Esto lo escribo en mi camarote. Son más o menos las nueve y media. Ella está en el suyo, preparándose. Se ha puesto la cara completamente blanca, como recubierta de tiza, con círculos negros en torno a los ojos y rojo vivo en los labios y en las mejillas. Se ha vestido con aquella prenda roja. Tiene un aspecto horroroso. No es más que un gran rectángulo de seda roja, con el cual se envuelve; pero no tiene agujeros para pasar los brazos, y las manos, debajo, parecen muñones cuando las mueve. Se diría que es la misma siniestra figura que vino a echar los dados para apoderarse de las almas, en la rima del antiguo marinero.
No he oído abrirse la puerta del camarote; pero está aquí a mi lado, mientras escribo. La siento.
La luna.