Se quedó mirándome. Le había dicho todo cuanto necesitaba saber, aun acerca de Lola. Parecía extraño que hubieran bastado diez minutos. Se levantó. Lo tomé de la ropa.
—Keyes.
—Tengo que irme, Huff.
—Procure que no la maltraten.
—Tengo que irme. Volveré dentro de un rato.
—Keyes, si permite que la maltraten, lo mato. Ahora lo sabe todo. Se lo he dicho yo; pero se lo he dicho por una razón, una sola y única razón. Para que no le peguen. Tiene que prometérmelo. Usted me debe eso, Keyes.
Me soltó la mano y se fue.
Mientras le contaba las cosas confiaba en lograr un poco de paz después de concluir. Tenía la conciencia atormentada desde tiempo atrás. Dormía con mi pesadilla, soñaba con ella, respiraba con ella. No conseguí ninguna paz. Lo único en quien pensaba era en Lola, y en cómo un día u otro iba a descubrir la verdad y saber quién era yo.
A eso de las tres de la tarde vino el ordenanza con los diarios vespertinos. No publicaban nada de lo que había dicho a Keyes. Pero habían buceado en sus propios archivos, después de la noticia de la mañana, descubriendo lo concerniente a la muerte de la primera esposa de Nirdlinger y a la muerte de Nirdlinger, a lo que seguía ahora el atentado contra mí. Una cronista había logrado entonces entrevistarse con Phyllis. Fue ella quien bautizó la casa con el nombre de «Casa de la Muerte», destacando el color rojo sanguíneo de las colgaduras. Cuando leí aquello comprendí que el secreto no podía permanecer oculto largo tiempo. Equivalía a decir que hasta una imbécil escritora podía advertir que había algo raro.
Era más de las ocho y media de la noche cuando Keyes volvió. Ahuyentó a la enfermera apenas entró en la habitación, y entonces salió un minuto. Al volver, trajo consigo a Norton, un abogado llamado Keswick, a quien encomiendan los asuntos grandes, y Shapiro, el jefe de la sección legal. Todos se colocaron a mi alrededor, y fue Norton quien habló.
—Huff.
—Sí, señor.
—¿Ha hablado de esto con alguien antes?
—Sólo con Keyes.
—¿Con nadie más?
—Con nadie. ¡Oh, diablos, no!
—¿No ha venido ningún policía?
—Han venido. Los vi afuera, en el vestíbulo. Supongo que era de mí de quien hablaban en voz baja. La enfermera no los dejó entrar.
Todos se miraron.
—Entonces, creo que podemos empezar. Keyes, convendría que usted se lo explicase.
Keyes abrió la boca para decir algo; pero Keswick lo hizo callar, y llevó a Norton a un rincón. Luego llamaron a Keyes, y después a Shapiro. Hasta mí llegaban palabras aisladas. Era una especie de proposición que querían hacerme, y se trataba de decidir si todos serían testigos. Keswick estaba a favor de la proposición, pero no deseaba que nadie pudiera decir que había entrado en el asunto. Finalmente, convinieron que Keyes tomaría sobre sí toda la responsabilidad, quedando a salvo todos los demás. Entonces los otros se retiraron de puntillas. Ni siquiera dijeron adiós. Era extraño. No se comportaron como si yo les hubiera jugado a ellos o a la compañía una mala pasada. Se comportaron como si yo fuera algún animal con una gangrena horrible en la cara, y ellos ni quisieran mirarla.
Después de que salieron, Keyes se sentó.
—Es terrible lo que usted ha hecho, Huff.
—Lo sé.
—Creo que no hace falta hablar más sobre este aspecto.
—No, no hace falta.
—Me aflijo mucho. Le… le tuve afecto, Huff.
—Ya lo sé. Lo mismo digo.
—Pocas veces le tomo afecto a alguien. En mi oficio, no siempre es posible. Todo el género humano parece… un poco retorcido.
—Lo entiendo. Usted tuvo confianza en mí, y yo le fallé.
—Sí…; pero no hablemos de eso.
—No queda nada por decir… ¿La vio?
—Los he visto a todos. A él, a ella, y a la esposa.
—¿Y qué dijo?
—Nada… No se lo conté, por supuesto. Dejé que fuera ella quien hablase. Cree que Sachetti le disparó el tiro.
—¿Por qué motivos?
—Celos.
—¡Oh!
—Está preocupada por usted. Pero cuando se enteró de que su herida no era grave, ella… Bueno, ella…
—¿Se alegró?
—En cierto modo, sí. Procuró no demostrarlo. Pero comprendió que con eso quedaba probado que Sachetti la amaba. No pudo evitarlo.
—Entiendo.
—Está preocupada por usted, sin embargo. Lo aprecia.
—Sí, ya lo sé. Me… aprecia.
—Estuvo siguiéndolo. Lo confundió con él. Pero nada más que eso.
—Me lo imaginaba.
—He hablado con él.
—Sí, ya me lo dijo. ¿Qué estaba haciendo allí?
Volvió a dar pasos nerviosos, igual que antes. La pequeña luz colocada sobre mi cabeza era la única que había en la habitación. No podía verlo más que a medias, pero sentía cómo se sacudía la cama cuando él se movía.
—Huff, hay una explicación.
—¿Sí? ¿Qué quiere decir?
—Lo único que ha sucedido es que usted ha sido víctima de una serpiente venenosa. Esa mujer… Sólo de pensar en ella se me hiela la sangre. Esa mujer es simplemente un caso patológico. El peor que conozco.
—¿Un qué?
—Tienen un nombre. Debería usted leer más psicología moderna, Huff. Yo la leo pero no se lo digo a Norton porque pensaría que estoy volviéndome un intelectual, o algo por el estilo. Sin embargo, esas lecturas me ayudan. En mi esfera de acción, hay muchas cosas cuyos efectos no se explican de otro modo. Es deprimente; pero la visión se aclara.
—Sigo sin entenderlo.
—Ya me entenderá… Sachetti no estaba enamorado de Phyllis.
—¿No?
—La conocía desde hace cinco o seis años. Es hijo de un médico, que tenía un sanatorio allá en el Monte Verdugo, a medio kilómetro del sitio en que ella era jefa de enfermeras.
—¡Ah, sí! Lo recuerdo.
—Allí la conoció. Después, en una época, el anciano tuvo un poco de mala suerte. Se le murieron tres niños de entre sus pacientes.
La misma sensación anterior de cosquilleo empezó a recorrerme la espina dorsal. Prosiguió:
—Murieron de…
—¿Pulmonía?
—¿Tenía noticias?
—No. Siga.
—¿Ha oído hablar del caso de Arrowhead?
—Sí.
—Se le murieron los enfermos, y para el médico fue una experiencia terrible, pues lo inculparon por la desgracia. La policía no. No descubrieron nada que les interesara directamente. Pero fue distinto ante la clientela y el Departamento de Salud. Quedó desacreditado. Tuvo que vender el sanatorio. Poco después murió.
—¿De pulmonía?
—No. Era muy viejo. Pero a Sachetti le pareció que había en ello algo raro, y no pudo quitarse de la mente el recuerdo de esta mujer. Aparecía con mucha frecuencia, y siempre demasiado interesada en los niños enfermos. El hombre no tuvo nada en qué basarse, salvo una especie de corazonada. ¿Me interpreta?
—Continúe.
—No dio ningún paso en ese sentido, hasta que falleció la primera señora Nirdlinger. Daba la coincidencia de que uno de aquellos niños estaba vinculado a ella, de tal modo que al fallecer el chico, la señora Nirdlinger quedaba convertida en albacea, a cargo de cuantiosas propiedades que el niño debía heredar. Más aún; apenas se ventiló el aspecto legal, la señora Nirdlinger tomó posesión de esos bienes. Présteme atención, Huff. Esta es la parte más horrible. Sólo uno de los niños tenía algo que ver con las propiedades.
—¿Y los otros dos?
—Nada. Los otros dos niños murieron únicamente para confundir los rastros. ¿Qué le parece, Huff? Esa mujer fue capaz de matar a dos niños más, tan sólo para matar al que le convenía, enredando las cosas de tal modo que pareciera uno de esos ejemplos de negligencia que a veces hay en los hospitales. Ya le he dicho que es un caso patológico.
—Continúe.
—Cuando murió la primera señora Nirdlinger, Sachetti se constituyó en agencia policial de un solo detective, decidido a averiguar lo que había de por medio. Quería, en primer lugar, limpiar de mancha el nombre de su padre; y, en segundo lugar, la mujer había llegado a ser para él una obsesión. No quiero decir que se hubiese interesado en ella. Sólo quería averiguar la verdad.
—Sí, ya veo.
—Siguió yendo a la universidad, y luego buscó la manera de entrar en la casa y hablar con ella. Ya la conocía, de modo que cuando fue a la casa con cierta proposición de que ingresara en una asociación de médicos y enfermeras que estaba formándose, pensó que ella no sospecharía nada. Pero entonces ocurrió algo. Conoció a la muchacha, y surgió el flechazo; y entonces su hermoso proyecto de sondear la verdad acerca de la esposa fracasó. No quiso ser causante del infortunio de la muchacha, y como en realidad no tenía nada concreto en qué apoyarse, olvidó el asunto. En vista de lo que sospechaba acerca de la mujer, prefirió no volver a la casa, y se encontró con la joven fuera. Entonces ocurrió una cosa insignificante, que, sin embargo, le hizo pensar que había estado en lo cierto. La esposa, apenas averiguó lo que pasaba, empezó a contarle a Lola mentiras acerca de él, y consiguió que el padre le prohibiera verlo. No había motivo para esto, salvo que tal vez esa mujer no quería que nadie que llevara el nombre de Sachetti, después de lo sucedido, pudiera estar ni a un kilómetro de distancia de ella. ¿Me entiende?
—Lo entiendo.
—Vino luego la muerte de Nirdlinger. Repentinamente, Sachetti comprendió que tenía que seguirle los pasos en serio a la mujer. Dejó de ver a Lola. Ni siquiera le explicó la razón. Se aproximó a la mujer y le hizo el amor, todo lo mejor que pudo. Es decir, empleando casi al máximo sus artes de seducción. Calculaba que si era a ella a quien visitaba, no le impediría entrar en la casa. Tenga en cuenta que Phyllis era la tutora de Lola. Pero si Lola se casaba, el tutor sería el marido, y con eso se crearía un enredo en torno a los bienes. Puede comprender…
—Que Lola era la víctima siguiente.
—En efecto. Una vez que se desembarazara de usted, por miedo a lo que usted sabía de ella, le tocaba el turno a Lola. Por supuesto, en ese momento Sachetti no sabía nada de usted, pero conocía bastante respecto de Lola, o estaba convencido de que así era.
—Prosiga.
—Llegamos ahora a esta última noche. Lola lo siguió. Es decir, siguió el coche de Sachetti, cuando usted se apoderó de él. Estaba entrando en el aparcamiento cuando usted arrancó.
—Vi el coche.
—Sachetti volvió a su casa temprano. La mujer lo había echado. Fue a su habitación y estuvo por acostarse; pero no podía quitarse de la imaginación la idea de que esa noche iba a pasar algo. En primer lugar, la forma en que fue despedido le resultó extraña. En segundo lugar, temprano, aquel mismo día, la mujer le había hecho un par de preguntas sobre el Parque Griffith: cuándo cerraban los caminos de noche, y qué caminos cerraban; preguntas cuya única explicación era que en aquel parque se preparaba algo, en horas muy avanzadas en la noche. Por ese motivo, en vez de acostarse, resolvió ir a la casa de Phyllis y vigilarla. Fue a buscar su automóvil. Cuando advirtió la falta, estuvo por desmayarse, porque Lola tenía una llave. No olvide que sabía que Lola era la víctima siguiente.
—Prosiga.
—Alquiló un coche y se dirigió al Parque Griffith. Se puso a recorrerlo a ciegas, pues no tenía ni idea de lo que se tramaba, ni sabía a dónde mirar. Empezó por donde no debía; el extremo más alejado del pequeño claro. Luego oyó el tiro. Corrió, y él y Lola llegaron a su lado, más o menos al mismo tiempo. Sachetti pensaba que el tiro lo habían disparado contra Lola; Lola creía que lo habían disparado contra Sachetti. Cuando Lola vio quién era el herido, creyó que Sachetti había hecho fuego, y estaba increpándole su proceder cuando los sorprendió la policía.
—Voy entendiendo ahora.
—Aquella mujer, la esposa, es una maniática consumada. Sachetti me contó que ha descubierto cinco casos, todos anteriores a los de los tres chicos, en que los pacientes murieron estando ella de enfermera, y en dos de ellos consiguió sus bienes.
—¿Todos de pulmonía?
—Tres. Los otros dos fueron operaciones.
—¿Cómo lo hizo?
—Sachetti no ha podido averiguarlo. Cree que ella descubrió alguna forma de provocar las muertes con el suero, en combinación con cierta droga. Su mayor deseo sería sonsacarle el secreto, pues considera que podría ser importante.
—¿Y…?
—Usted está perdido, Huff.
—Ya lo sé.
—Hemos deliberado esta tarde en la compañía Yo presidí la discusión. No tenía ninguna alternativa. Lo había resuelto mucho antes, cuando Norton hablaba todavía de suicidio.
—Hizo usted muy bien.
—Los he persuadido de que este asunto nunca debe ventilarse en los tribunales.
—No pueden silenciarlo.
—No podemos silenciarlo, ya lo sé. Pero una cosa es que se sepa que un agente de esta compañía ha cometido un crimen, y otra muy distinta que todos los diarios del país se ocupen preferentemente del asunto durante los quince días del juicio.
—Ya lo veo.
—Tiene usted que darme una declaración firmada, en la cual exprese todo cuanto hizo, y que la refrende un notario. Me la tiene que enviar por correo certificado. Esto debe hacerlo el jueves de la próxima semana, para que yo la reciba el viernes.
—El próximo jueves.
—Eso es. Mientras tanto, detenemos todo lo concerniente a este último crimen, porque usted no está en condiciones de comparecer como testigo en un juicio. Fíjese bien ahora. Habrá un pasaje reservado, bajo nombre que ya le indicaré, en un vapor que sale de San Pedro, rumbo a Balboa y otros puntos más al Sur. Tomará usted ese barco. El viernes recibiré su declaración, y en el acto la entregaré a la policía. Será mi primera noticia. Esa es la razón por la cual acaban de irse Norton y sus amigos. En esta conversación no hay testigos. Es un trato concertado entre usted y yo, y si alguna vez quiere usted delatarme, lo negaré, alegando que no ha existido tal convenio. También he previsto esto.
—No haré la prueba.
—Apenas lo hayamos notificado a la policía, haremos circular una oferta de recompensa por su captura. Atiéndame bien, Huff; si lo detienen en algún momento, pagaremos la recompensa y usted será enjuiciado, y, como haya manera de conseguirlo, haremos que lo ahorquen. No queremos que el asunto vaya a los tribunales; pero si tiene que ir, no tendremos compasión. ¿Entiende bien?
—Entiendo perfectamente.
—Antes de subir al buque, tendrá que entregarme el recibo que le den en el correo por la declaración certificada. Necesito estar seguro de que la tengo.
—¿Y la mujer?
—¿Quién?
—Phyllis.
—Me he ocupado de ella.
—Queda sólo una cosa, Keyes.
—¿Qué cosa?
—Todavía no sé nada de la muchacha, de Lola. Dice usted que todo está en sus manos. Supongo que con eso significa que los retiene a ella y a Sachetti, a la espera de la audiencia. La audiencia no va a producirse. Escúcheme bien. Necesito saber que ella no sufrirá daño alguno. A este respecto, exijo su promesa solemne, o de lo contrario, no hay confesión, y el asunto se ventilará en los tribunales, con todo lo demás. Estoy decidido a quemar mis naves. ¿Comprende, Keyes? ¿Qué le pasa a ella?
—Retenemos a Sachetti. Él está conforme.
—¿No me ha oído? Pregunté por ella.
—Está en libertad.
—¿Cómo ha dicho?
—La hemos sacado bajo fianza. Su caso lo permite, por cuanto usted no ha muerto.
—¿Qué sabe acerca de mí?
—Nada. No se lo he dicho.
Se levantó, miró el reloj, y salió de puntillas al vestíbulo. Cerré los ojos. Luego noté que alguien estaba junto a mí. Los abrí de nuevo. Era Lola.
—Walter.
—Sí, Lola.
—Estoy muy afligida.
—Me siento bien.
—Ignoraba que Nino supiera acerca de nosotros. Debe haberlo descubierto. No quiso causarle daño. Pero… ¡Tiene tan mal carácter!
—¿Usted lo quiere?
—Sí.
—Quería saberlo.
—Me apena lo que usted debe pensar.
—Está perfectamente bien.
—¿Puedo pedirle una cosa? ¿Una cosa que no tengo derecho a pedir?
—¿De qué se trata?
—Que no lo acuse judicialmente. Que no se presente a los tribunales contra él. No está obligado. ¿Verdad?
—No lo haré.
—A veces casi lo quiero, Walter.
Se quedó sentada, mirándome, y de pronto se agachó. Yo volví la cabeza rápidamente. Pareció ofendida, y permaneció en silencio un rato largo. No la miré. Una especie de paz se apoderó de mí, finalmente. Sabía que no podía ser mía, ni lo sería jamás. No podía besar a la muchacha cuyo padre yo había matado.
Cuando estuvo en la puerta, le dije adiós y le deseé buena suerte, y entonces volvió Keyes.
—Estamos perfectamente de acuerdo en lo tocante a la confesión, Keyes.
—Es la mejor manera.
—De acuerdo en todo. Gracias.
—No me dé las gracias.
—Yo lo siento así.
—No tiene nada que agradecerme —un fulgor extraño brilló en sus ojos—. No creo que lleguen a dar con usted, Huff. Me parece… bueno, me parece que en el fondo tal vez le haga un favor. Quizá sea mejor para usted de este modo.