Ignoro si ustedes han estado alguna vez bajo los efectos del éter. Se vuelve en sí muy lentamente. Al principio se advierte en una parte del cerebro una especie de tenue luz gris, que luego va agrandándose, pero muy poco a poco. Mientras se agranda, uno procura librarse del éter que todavía queda en los pulmones. Suena como un estertor, como si uno estuviera penando o cosa parecida; pero no es así. Es uno mismo, al esforzarse por hacer salir el éter de los pulmones, quien provoca esos ruidos, con el esfuerzo. Pero muy en el fondo, la cabeza sigue trabajando. Uno sabe dónde se encuentra, y a pesar de que en la luz gris floten ideas disparatadas, lo esencial de uno está ahí, y uno puede pensar, aunque no muy bien, pero algo.
Me pareció que había estado pensando, antes de recobrar el conocimiento. Sabía que había alguien conmigo; pero ignoraba quién era. Oía voces, pero no percibía lo que decían. Luego pude oír. Era una mujer, diciendo que abriera la boca un poco para introducirme en ella un pedazo de hielo que me haría sentir mejor. Abrí la boca. Mordí el hielo. Supuse que la mujer sería una enfermera. Sin embargo, sabía que había otra persona. Pensé un rato largo, y luego comprendí que tendría que abrir los ojos un poco, ver quién estaba y cerrarlos rápidamente. Lo hice. Al principio no vi nada. Era una salita de hospital y había una mesa corrediza cerca de la cama con muchas cosas encima. Era de día. Sobre mi pecho, las mantas abultaban; esto significaba que yo estaba muy vendado. Abrí los ojos un poco más y atisbé alrededor. La enfermera estaba sentada junto a la mesa, observándome. Pero detrás de ella había alguien. Tuve que esperar hasta que se movió, para ver quién era, aunque de todos modos lo adiviné sin ver.
Era Keyes.
Debí pasar una hora acostado, sin abrir para nada los ojos. Mentalmente, tuve conciencia de haber estado allí todo ese tiempo. Procuré pensar. No pude. Cada vez que intentaba expeler más éter, sentía esa punzada en el pecho. Era a causa de la bala. Dejé de hacer esfuerzos y la enfermera se puso a hablarme. Sabía. Muy pronto tuve que contestarle. Keyes se acercó.
—Bueno, ese programa del cine lo salvó.
—¿De veras?
—El papel doblado no hizo mucho, pero bastó. Seguirá sangrando un tiempo por el sitio en que la bala le rozó el pulmón izquierdo; pero tuvo suerte de que no fuera el corazón. Un octavo de pulgada más, y habríamos tenido que mandarle flores.
—¿Sacaron la bala?
—Sí.
—¿Atraparon a la mujer?
—Sí.
No dije nada. Me pareció que de todos modos estaba liquidado, y me concentré para estar inmóvil.
—La han aprehendido, y tengo mucho que contarle, amiguito. Este asunto es jauja. Pero deme media hora. Quiero salir a desayunar un poco. Quizá también usted se sentirá mejor entonces.
Salió. Su actitud no denotaba que yo estuviera comprometido, ni que él se hallara enfadado conmigo o cosa por el estilo. No podía entenderlo. Dos minutos después vino un ordenanza.
—¿Tienen algún periódico en este hospital?
—Sí, señor; creo que le puedo conseguir uno.
Volvió con el diario y me señaló el lugar. Sabía lo que yo quería ver. No estaba en primera plana, sino en la segunda sección, donde ponen las noticias locales, sin mayor importancia. Decía así:
UN MISTERIO ENVUELVE EL CRIMEN
DEL PARQUE GRIFFITH
DOS PERSONAS DETENIDAS DESPUÉS DE QUE WALTER HUFF, AGENTE DE SEGUROS, APAREZCA HERIDO JUNTO AL VOLANTE DE UN AUTOMÓVIL, EN EL CAMINO DE RIVERSIDE, DESPUÉS DE MEDIANOCHE.
La policía investiga las circunstancias de la agresión de que fue víctima Walter Huff, agente de seguros, domiciliado en la colina «Los Feliz» y que fue hallado inconsciente junto al volante de su coche, en el Parque Griffith, ayer poco después de medianoche, con una bala en el pecho. Se han practicado dos detenciones, esperando conocer hoy el informe médico acerca del estado de Huff. Son:
Lola Nirdlinger, de 19 años.
Beniamino Sachetti, de 26 años.
La señorita Nirdlinger dio como dirección los apartamentos Lycee Arms, de la calle Yucca, y el señor Sachetti, los apartamentos Lilac Court, Avenida La Brea.
Al parecer, Huff fue herido mientras recorría Riverside, viniendo de Burbank. La policía, que llego poco después al lugar del hecho, encontró a la señorita Nirdlinger y a Sachetti junto al coche, tratando de sacarlo. A poca distancia fue hallada una pistola, con la cual no se había hecho más que un disparo. Ambos negaron conocimiento del hecho; pero han rehusado formular otra declaración.
Me trajeron una naranjada, y quedé un rato procurando pensar cómo habían sucedido las cosas. ¿Suponen ustedes que me engañé? ¿Que creí que el tiro había sido disparado por Lola, o tal vez por Sachetti, en un arrebato de celos, o cosa parecida? No. Sabía quién me había disparado. Sabía con quién me había citado, quién estaba en antecedentes de que yo me encontraría ahí, y a quién convenía eliminarme. De esta idea nada me apartaría. ¿Pero qué estaban haciendo esos dos? Recapacité un rato, y no pude sacar mucho en limpio; apenas un poquito. Por supuesto, Lola siguió de nuevo a Sachetti, aquella noche, o creyó seguirlo. Quedaba explicada la presencia de ella. Pero ¿qué hacía él? Nada que resultara claro. Y mientras tanto, seguía teniendo aquella sórdida sensación de que estaba hundido, no sólo hundido por lo que había hecho, sino por lo que Lola iba a descubrir. Que era lo peor.
Faltaba poco para el mediodía cuando volvió Keyes. Acercó una silla a la cama.
—He estado en la oficina.
—¿Sí?
—He tenido una mañana atroz. Una mañana horrible, después de una noche espantosa.
—¿Qué sucede?
—Voy a contarle algo que usted no sabe. Este Sachetti, Huff, este mismo Sachetti que disparó el tiro contra usted anoche, es el hombre a quien venimos vigilando, por lo que pueda saber acerca del otro asunto. El de Nirdlinger.
—¿Qué me dice?
—Sí. Empecé a contárselo, como usted recordará; pero Norton tiene esa extraña idea de que las cosas deben ser ocultadas a los agentes, y por eso no se lo dije. Era ese. Es el mismo hombre, Huff. ¿No se lo conté? ¿No se lo expliqué a Norton? ¿No les dije que había algo raro en todo este asunto?
—¿Algo más?
—Mucho más. Su compañía de préstamo llamó hoy.
—¿Sí?
—Nos han dado una información que habríamos conocido desde el primer momento —me refiero a Norton y a mí— si hubiésemos confiado en usted desde el comienzo. Si usted hubiera sabido algo acerca de este Sachetti, habría podido decirnos lo que hoy hemos averiguado, y que es la clave de todo el asunto.
—Obtuvo un préstamo.
—Es verdad. Obtuvo un préstamo. Pero no me refiero a eso. No es lo más importante. Estuvo en su despacho el mismo día en que usted entregó la póliza a Nirdlinger.
—No estoy seguro.
—Nosotros, sí. Hemos revisado todo con Nettie, con las anotaciones de la compañía de préstamos y con los registros de la policía. El hombre estuvo allí y también la muchacha; y eso es lo que nosotros esperábamos. De ese modo, tenemos el punto de enlace de que carecíamos.
—¿Qué es eso de punto de enlace?
—Sabemos que Nirdlinger nunca le habló a su familia de esta póliza. Lo sabemos a través de un interrogatorio al que hemos sometido a la secretaria. No lo dijo a nadie. Sin embargo, la familia lo sabía de todas maneras. ¿No es así?
—Y… lo ignoro.
—Sabían. No lo mataron sin motivo. Sabían, y ahora sabemos cómo lo sabían. El cerco está completo.
—Cualquier tribunal debe presumir que lo sabían.
—No soy un tribunal. Hablo desde el punto de vista de mi propia satisfacción, la satisfacción de saber que estoy en lo cierto. Porque, mire, Huff: podría exigir una investigación, partiendo de lo que me anuncia mi instinto. Pero soy incapaz de presentarme ante un tribunal a golpear en falso, sin estar seguro. Ahora estoy seguro. Más aún, con esto queda enredada la muchacha.
—¿Quién?
—La muchacha, la hija. También ella estuvo en su despacho. Le parecerá extraño que una joven pueda hacer semejante cosa en contra de su padre. Ha ocurrido. Ha ocurrido muchísimas veces. Por cincuenta mil dólares, va a ocurrir muchas veces más.
—Yo… no lo creo.
—Lo creerá antes de que concluya. Escúcheme, Huff. Todavía me falta algo. Hay un eslabón que me falta. Han querido matarlo a usted por algo que usted declararía contra ellos, cuando el juicio se vea. Eso es claro. ¿Pero qué?
—¿A qué se refiere?
—¿Qué es lo que usted sabe de ellos como para que hayan querido eliminarlo? No basta con el hecho de que hayan estado en su despacho. Debe de haber algo más. ¿De qué se trata?
—No… no lo sé. No se me ocurre nada.
—Hay algo. Puede tratarse de una cosa que usted haya olvidado, una cosa que para usted no tenga importancia, y en cambio la tiene para ellos. ¿Qué es?
—No hay nada. No puede haber.
—Hay algo. Tiene que haber.
Daba pasos por la habitación. Noté que la cama se estremecía a causa de su peso.
—Siga pensándolo, Huff. Nos quedan unos días. Trate de descubrir qué es.
Encendió un cigarrillo, y siguió con sus cavilaciones.
—Lo más hermoso de todo esto es que tenemos algunos días. Usted no puede comparecer en una audiencia hasta la próxima semana por lo menos; y con eso disponemos del tiempo que nos hace falta. Una pequeña ayuda de la policía, un ligero tratamiento de cachiporra, otras cosas por el estilo, y, tarde o temprano, la pareja tendrá que cantar. Especialmente la muchacha. No aguantará mucho… Créame si le digo que esto es lo que esperábamos. Es duro para usted; pero ahora estamos en situación de embestir a fondo. Sí, estamos en la buena racha. Ahora podemos esclarecer el asunto. Esta misma tarde, si tenemos suerte.
Cerré los ojos. Sólo pensaba en Lola, con una cantidad de policías alrededor, quizá golpeándola, queriendo hacerla confesar una cosa de la que sabía tanto como de cuidar colmenas. Vi cómo su cara aparecía ante mí, y de pronto alguien la golpeaba en la boca y manaba sangre.
—Keyes.
—¿Sí?
—Había algo. Ahora que usted habla, me acuerdo.
—Lo escucho, mi amigo.
—Yo maté a Nirdlinger.