11

No sé cuándo decidí matar a Phyllis. Me pareció que desde aquella noche, en algún lugar recóndito de mi cerebro, existió la conciencia de que tenía que matarla, por lo que sabía de mí, y porque el mundo no es bastante grande para dos personas que comparten estos secretos. Pero sé, cuándo decidí el momento, el lugar y la forma en que debía matarla. Fue inmediatamente después de la noche en que, junto a Lola, vi la salida de la luna sobre el océano. Porque la idea de que Lola pudiera hacer aquella escena en el salón de audiencias, y de que entonces a Phyllis se le aflojara la lengua y soltara la verdad, era demasiado horrible. Quizá no he explicado aún con franqueza mis sentimientos hacia esta muchacha, Lola. No era nada parecido a lo que sentía por Phyllis. Ante Phyllis, me acometía una excitación malsana. En el otro caso no era lo mismo. Estar con Lola era sentir una dulce placidez que se apoderaba de mi ser, como cuando paseábamos en el coche durante una hora sin decir palabra, y luego ella levantaba los ojos para mirarme, y todavía no teníamos nada de qué hablar. Aborrecía lo que había hecho, y mi única preocupación era pensar que si existiera la forma de que ella nunca se enterase, yo podría casarme con ella, y olvidar todo lo ocurrido y vivir feliz a su lado el resto de mis días. No tenía más que un camino, y era librarme de cuantos sabían algo. Lo que me había dicho acerca de Sachetti, demostraba que debía hacer desaparecer a una sola persona, y esa era Phyllis. Y todo lo demás que me dijo, acerca de sus intenciones, demostraba que tenía que obrar con rapidez, antes de que se abriera el juicio.

No pensaba dejar las cosas de tal modo que Sachetti pudiera venir a robármela. Yo me arreglaría para que su situación fuera comprometida. No es fácil engañar a la policía; pero Lola no estaría segura nunca de que él no lo hubiera hecho. Y, por supuesto, si había cometido un crimen, poco esfuerzo sería para ella pensar que probablemente cometió el otro también.

Al día siguiente, en la compañía de finanzas, cumplí una cantidad de trabajos rutinarios, mandé al empleado del archivo a hacer un encargo cualquiera, y saqué la carpeta de datos acerca de Sachetti. La puse en mi escritorio. En aquella carpeta tenía la llave de su coche. En nuestra compañía de préstamos, para evitarnos tropiezos en caso de incautación, obligamos a cada cliente a depositar la llave de su coche junto con los demás documentos del préstamo, y Sachetti, por supuesto, tuvo que hacer lo mismo. Fue durante el invierno cuando contrajo la deuda sobre su automóvil. Extraje la llave del sobre, y al salir a comer hice un duplicado. Cuando volví, mandé nuevamente fuera al empleado del archivo, repuse la llave en el sobre, y coloqué de nuevo la carpeta en el archivo. Era lo que yo quería. Tenía la llave de su automóvil, y nadie sabía que yo había sacado la carpeta de su lugar.

El paso siguiente era ponerme en contacto con Phyllis, pero no me atreví a llamarla. Tuve que esperar a que llamara ella. Me quedé en casa tres noches, y a la cuarta sonó el teléfono.

—Phyllis, necesito verte.

—¡Ya era hora!

—Conoces el motivo por el cual no lo he hecho. Atiéndeme bien. Tenemos que vernos para estudiar algunos detalles relacionados con este juicio… y después de eso, no creo que tengamos nada que temer.

—¿Tenemos que vernos? Creo que has dicho…

—Eso es. Han estado vigilándote. Pero hoy he descubierto algo. Han reducido la vigilancia a un solo turno, que concluye a las once.

—¿Qué quieres decir?

—Tenían tres hombres asignados, en rotación; pero como no descubrieron gran cosa, se les ha ocurrido reducir el gasto, y ahora han dejado uno solo. Empieza de tarde, y concluye a las once, salvo que algo lo retenga. Tenemos que vernos después de esa hora.

—Perfectamente. Ven a casa…

—¡Oh, no!, no podemos arriesgarnos tanto. Pero hay una manera. Mañana por la noche, a eso de las doce, tomas el coche y sales sin que te vean. Si llegas a tener alguna visita, quítatela de encima antes de las once. Después de que se vayan, apaga las luces, para que parezca que te has acostado mucho antes de que el observador se retire. De este modo, no sospechará nada.

El motivo verdadero era que si Sachetti iba a estar con ella la noche siguiente, yo quería que hubiera salido de allí mucho antes, y estuviera en su casa, con bastante anticipación al momento del encuentro. Necesitaba apoderarme de su coche, y no deseaba que el transcurso de tiempo entre una cosa y otra fuera tan breve que yo tuviera que esperar. Todo lo demás eran puras patrañas; me refiero a lo de los turnos. Quise convencerla de que podía verme sin miedo. En cuanto a si la vigilancia sobre ella era de un turno de tres o de seis, ni lo sabía ni me importaba. Si alguien la seguía, tanto mejor para mis fines. Tendrían que obrar con mucha rapidez para atraparme, y si la veían caer asesinada, sería algo más que el señor Sachetti tendría que explicar cuando se entendieran con él.

—Las luces apagadas a las once.

—Las luces apagadas, el gato afuera, y todo cerrado con llave.

—Muy bien. ¿Dónde nos encontramos?

—Te encuentras conmigo en el Parque Griffith, a unos doscientos metros de Los Feliz, por Riverside. Ahí tendré el coche, y daremos una vuelta y conversaremos. No dejes el coche en Los Feliz. Apárcalo en un pequeño claro entre los árboles, cerca del puente, donde yo pueda verlo. Y vienes andando.

—¿Entre las dos calles?

—Eso es. Que sean las doce y media en punto. Yo llegaré uno o dos minutos antes, para que puedas saltar enseguida y no tengas que aguardar.

—A las doce y media, a unos doscientos metros, por Riverside.

—Exactamente. Cierra la puerta del garaje cuando salgas, para que cualquiera que pase no advierta que el coche no está.

—Muy bien, Walter, iré.

—Otra cosa. He cambiado el coche desde que nos vimos. Tengo otro —le expliqué la marca—. Es un cupé pequeño, azul oscuro. No puedes equivocarte.

—¿Un cupé azul?

—Sí.

—Es curioso.

Claro que era curioso. En un cupé azul había salido ella todo ese mes; un cupé que era el mismo, aunque no lo sabía. Pero yo no me amilané.

—Sí, tiene algo de curioso que yo ande en una lata de sardinas; pero el automóvil grande me salía demasiado caro. Se me presentó una buena ocasión con este, y lo compré.

—Es la cosa más rara que he oído.

—¿Por qué?

—No es nada. Mañana de noche, a las doce y treinta.

—Doce y treinta.

—La impaciencia no me dejará vivir.

—Lo mismo digo.

—Bueno, yo tenía algo de que hablarte; pero aguardaré hasta mañana. Adiós.

—Adiós.

Cuando colgó, tomé el periódico y estudié los programas de cine. Había un cine en el centro que tenía una sección de medianoche, y el programa iba a seguir sin cambio toda la semana. Es lo que yo necesitaba. Fui con mi coche. Llegué a eso de las diez y media, y tomé asiento en la tertulia, para evitar que me vieran los acomodadores de la platea. Observé atentamente la función, fijándome especialmente en los chistes, pues debía de ser parte de mi coartada, al día siguiente, cuando afirmara que había estado allí. En la última parte del programa vi a un actor que conozco. Hacía el papel de mozo, y en un tiempo le vendí un recibo de póliza de vida dotal, por siete mil dólares, completamente pagada cuando la aceptó. Se llamaba Jack Christolf. El detalle me era útil. Me quedé hasta que terminó la función, y miré el reloj. Eran las 12.48.

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, llamé a Jack Christolf. Me dijeron que estaba en el estudio, y allí lo encontré.

—Me han dicho que se ha apuntado un tanto fenomenal con la nueva película Tiroteo.

—No estoy mal. ¿La ha visto?

—No, pero quiero verla. ¿Dónde la ponen?

Me nombró cinco salas. Las sabía todas de memoria.

—Voy a pasar en la primera ocasión que se me presente. Bueno, amigo, ¿qué le parecería otro seguro, para ir protegiendo ese dinero que usted está haciendo?

—No sé, no sé. Para decirle la verdad, tal vez me interese. Sí, es posible.

—¿Cuándo podemos vernos?

—Esta semana estoy ocupado. No termino aquí hasta el viernes, y después he pensado irme a descansar el fin de semana. Pero la semana que viene, en cualquier momento.

—¿Y esta noche?

—Sí, podría ser.

—¿Y mañana de noche?

—Ya se lo diré. Llámeme a casa mañana, más o menos a la hora de la cena, a eso de las siete. Le contestaré entonces. Si es posible, me gustaría verlo.

Por eso había ido a ver esa película esta noche, para tener algo de qué hablar con el actor mañana; y me convenía ver su película para hablar de ella y adularlo.

A las cuatro de la tarde recorrí el Parque Griffith, estudiándolo atentamente y decidiendo lo que tenía que hacer. Elegí un sitio para mi coche, y otro para el de Sachetti. No estaban muy separados, pero el lugar destinado al mío se hallaba contiguo al camino de los jinetes, por donde la gente suele cabalgar de día Circunda las colinas, pero un poco más allá de aquel punto desemboca en el camino de automóviles. Es decir, en lo alto de la cuesta. Este parque, que así lo denominan, es una colina en las alturas vecinas a Hollywood y al valle San Fernando, con caminos para coches, y una senda montañosa para los que practican equitación. Hay pocos peatones. Mi intención era hacerla entrar en el coche, y luego subir cuesta arriba. Al llegar a una de esas plataformas donde la gente suele detener los motores para contemplar el valle, pensaba desviarme y proponerle que nos quedáramos ahí a conversar. Pero no aparcaría. Fingiría un accidente, el coche se despeñaría por la ladera, y yo saltaría. Hecho esto, me dirigiría al sendero de los jinetes, entraría en el mío, y volvería a casa. Desde el sitio en que pensaba aparcar el coche de Sachetti hasta el lugar donde pensaba despeñarla, habría unos tres kilómetros, por el camino. Por el sendero de los jinetes, apenas noventa metros, dado que el camino serpenteaba en torno a las colinas para evitar declives pronunciados, mientras que el otro subía y bajaba en línea casi recta. Un minuto después del accidente, antes de que pudiera acudir nadie, me habría alejado y desaparecido.

Subí la colina y busqué un lugar. Era uno de los pequeños miradores, donde escasamente había sitio para dos coches. En los miradores grandes hay parapetos de piedra; aquí no había. Salí del automóvil y eché un vistazo. La caída era recta, de unos sesenta metros, con otros treinta metros más, por los cuales el coche rodaría antes de detenerse. Practiqué lo que pensaba hacer. Corrí hasta el borde, puse el motor en punto muerto, y abrí la puerta. Noté que tendría que dejar la portezuela a medio cerrar cuando ella entrara, para poder abrirla rápidamente. Existía la posibilidad de que ella accionase el freno de mano al ver el coche sin gobierno, y se salvara. Existía la posibilidad de que yo no diera a tiempo el salto, y cayese con ella. Está bien. En estas cosas, hay que arriesgarse. Cené solo, en un gran restaurante del centro, especializado en pescado y mariscos. El camarero me conocía. Le hice una broma, para obligarlo a fijarse en que era viernes. Cuando terminé, volví a la oficina, y le dije a Joe Pete que tenía que trabajar. Me quedé hasta las diez. Estaba en su escritorio, leyendo una revista de cuentos policiales, cuando salí.

—Está trabajando mucho, señor Huff.

—Sí, y eso que no he concluido aún.

—¿Sigue en casa?

—No; voy a ver una película. Hay un actor muy malo que se llama Jack Christolf, a quien tengo que ver mañana por la noche, y quiero ver su película. Puede sentarle mal que no la haya visto, y mañana no voy a tener tiempo. Prefiero hacerlo hoy. Los actores son vanidosos.

Busqué un sitio para el coche, cerca del cine, deambulé un rato, y, a eso de las once, entré. Saqué entrada de platea esta vez. Cogí un programa, y me lo guardé en el bolsillo. Me cercioré de que en él figuraba la fecha. Todavía tuve que hablar con una acomodadora, hacer que se fijara en el día que era, y buscar la manera de que me recordara. Elegí una de la puerta, no de las que estaban dentro, en el corredor. Necesitaba que hubiera bastante luz, para que me viera bien.

—¿Están pasando la película principal?

—No, señor; acaba de concluir. Empieza de nuevo a las 11.20.

Ya lo sabía. Por eso fui a las once, y no antes.

—Demonios, tengo que esperar mucho rato… ¿Figura Christolf en ella?

—Sí, señor; pero creo que sólo en la última parte.

—¿Quiere decir que tengo que aguardar hasta la una para ver a ese palurdo?

—Se exhibe también mañana por la noche, si no quiere esperar tanto esta vez. En la taquilla le devolverán el dinero.

—¿Mañana por la noche? A ver, a ver; mañana es sábado, ¿verdad?

—Sí, señor.

—No, no es posible. Tendré que verlo esta noche.

Todo eso había salido bien. Me quedaba por hacer algo que la obligara a recordarme. Hacía mucho calor, y tenía desabrochado el botón más alto del uniforme. Me acerqué y se lo abroché rápidamente. La tomé desprevenida.

—Tiene que cuidarse más.

—Oiga, amiguito… ¿Tengo que sudar a mares para complacerlo?

Volvió a desabrocharse. Me imaginé que recordaría el incidente. Entré.

Cuando estuve dentro, una de las acomodadoras de la sala me indicó el asiento; pero yo me cambié de sitio enseguida y me senté en la otra punta. Estuve allí un minuto, y luego me escabullí por una salida lateral. Más adelante, diría que me había quedado hasta el fin de la sesión. La conversación con Christolf tenía por objeto justificar que me quedara hasta tan tarde. Mi conversación con Joe Pete y sus anotaciones demostrarían qué día era. Estaba, además, la acomodadora. No podría comprobar que me había quedado hasta el final, pero ninguna coartada tiene que ser perfecta. La mía era tan buena como casi todas las que oyen los jurados, y mucho mejor que otras. Los indicios acumulados no denotaban, ciertamente, al hombre que está por cometer un crimen.

Me metí en el coche y fui directamente al Parque Griffith. Durante aquella parte de la noche, tenía que hacer tiempo. Cuando llegué, miré la hora en mi reloj. Eran las 11.24. Aparqué el automóvil, paré el motor, saqué la llave, y apagué las luces. Caminé hasta Los Feliz, y de allí al Hollywood Boulevard. La distancia es de más o menos seiscientos metros. Anduve con paso firme, y llegué al boulevard a las 11.35. Subí en un tranvía y ocupé un asiento en la parte delantera. Cuando llegamos a La Brea, eran las doce menos cinco. Hasta ese momento, mis cálculos salían bien.

Descendí del tranvía y me dirigí a los apartamentos Lilac Court, donde vivía Sachetti. Es uno de esos patios en donde han construido una hilera doble de chalés rústicos —a los lados de un pasaje central—, casas de un solo ambiente, casi todas ellas, que se alquilan por tres dólares semanales. Entré por la puerta principal. No quise penetrar en el patio desde afuera, con riesgo de parecer un intruso si cualquiera me veía. Seguí directamente por la parte que da al frente, y pasé por su bungaló. Recordaba el número; era el 11. Había luz dentro. Estaba bien. Era lo que yo necesitaba.

Crucé directamente, hasta llegar al lugar donde se colocan los coches, a los fondos; allí los inquilinos los guardan. Los que tienen coche. Había una colección de coches viejos, de segunda, tercera, cuarta, y hasta novena mano; y, por supuesto, en medio de ellos, estaba el suyo. Entré, coloqué la llave en el contacto y puse el motor en marcha. Encendí las luces y di marcha atrás. Un coche avanzó desde fuera. Volví la cabeza, para que no pudieran verme a la luz de los faros delanteros, y salí retrocediendo. Me encaminé al Hollywood Boulevard. Eran exactamente las doce. Me fijé en el depósito. Tenía bastante.

No traté de apresurarme; pero, a pesar de ello, a las 12.18 ya estaba de vuelta en el Parque Griffith. Me alargué hasta Glendale, porque no quería llegar más de dos o tres minutos antes de la hora convenida. Me acordé de Sachetti, y me pregunté cómo se las arreglaría para justificar lo que había hecho. No tenía nada que hacer, porque la peor explicación que puede darse es decir que uno ha estado en casa acostado, a menos que pueda comprobarlo con llamadas telefónicas o cosas por el estilo. No había manera de demostrarlo. Ni siquiera tenía teléfono.

Apenas cruzadas las vías del ferrocarril, me volví hacia atrás, recorriendo un trecho de Riverside; doblé, dando la cara a Los Feliz, y detuve el coche. Paré el motor y apagué las luces. Eran exactamente las 12.27. Me di la vuelta y miré, viendo mi propio coche a unos noventa metros detrás de mí. Miré el pequeño claro entre los árboles. No se veía ningún automóvil. Phyllis no había llegado.

Saqué el reloj y lo tuve en la mano. La aguja pasó por las 12.30. Seguía sin llegar. Guardé el reloj en el bolsillo. Crujió una rama… allá lejos, entre los arbustos. Di un salto. Bajé el cristal de la ventanilla derecha del coche y me quedé allí, mirando entre las ramas para ver qué era. Debí haber estado mirando fijamente al menos un minuto. Crujió otra rama, esta vez más cerca. Después vi un fogonazo, y algo me dio de lleno en el pecho, como si Jack Dempsey hubiera descargado en él toda la fuerza de sus puños. Era un tiro. Comprendí lo que había sucedido. Alguien más había calculado que el mundo no era bastante grande para dos personas que comparten esta clase de secretos. Había ido a matarla, pero ella me ganó de mano.

Me recosté en el asiento y oí pasos que se alejaban corriendo. Ahí estaba con una bala en el pecho, en un coche robado, y el dueño de ese coche era el hombre a quien Keyes vigilaba sigilosamente, desde hacía un mes y medio. Me incorporé, apoyándome en el volante. Alargué la mano para tomar la llave, pero recordé que tenía que dejarla ahí. Abrí la portezuela. Me costó hacer girar el picaporte; el sudor me rodó por la frente. Fuera como fuera, salí. Haciendo eses por el camino, llegué a mi coche. No podía caminar en línea recta. Quería sentarme para aliviar ese enorme peso en el pecho; pero comprendí que si lo hacía, no llegaría nunca al automóvil. Recordé que necesitaba tener lista la llave, y la saqué del bolsillo. Llegué y entré trabajosamente. Puse la llave en el contacto, y accioné el arranque. Es lo último que recuerdo de aquella noche.