Poco después Phyllis presentó su reclamación. Keyes no aceptó la responsabilidad, alegando que el accidente no estaba comprobado. Entonces ella entabló una demanda judicial, por medio del mismo abogado que siempre había atendido los asuntos de su marido. Me llamó una media docena de veces, siempre desde un almacén, y yo fui explicándole lo que tenía que hacer. Llegó el momento en que me enfermaba oírle la voz; pero hubiera sido peligroso demostrarlo. Le previne para que se preparara, porque tratarían de comprobar algo más que el suicidio. No le di todos los detalles acerca de lo que pensaban y de lo que hacían; pero le insinué que una de las sospechas era la del crimen, y que debía prepararse para la audiencia. No se asustó lo más mínimo. Daba la impresión de haber olvidado casi por completo que existía un crimen, y su actitud era la misma que si la compañía hubiera estado buscando pretextos indignos para no pagar en el acto. Esto me convenía. Era un aspecto extraño de la naturaleza humana, por lo menos de la naturaleza femenina; pero ella parecía estar en el mejor estado de ánimo para enfrentarse a una coalición de abogados. Si se mantenía en sus trece, aun a pesar de todo cuanto Keyes hubiera podido desenterrar en su contra, no había posibilidad de traspié alguno.
En todo aquello transcurrió casi un mes, y la audiencia estaba fijada para principios de otoño. Durante todo aquel mes vi a Lola tres o cuatro noches por semana. Solía pasar a buscarla a la casa de apartamentos donde vivía, y salíamos a cenar y luego a dar un paseo. Ella tenía un pequeño coche; pero generalmente utilizábamos el mío. Yo estaba completamente trastornado por ella. Influía en esto la constante preocupación de lo que yo le había hecho, y de lo horrible que sería que ella lo descubriera alguna vez; pero esto no era todo. Había algo encantador en aquella criatura, y nos entendíamos admirablemente; quiero decir que nos sentíamos dichosos cuando estábamos juntos. Yo, por lo menos, me sentía dichoso. No me costaba trabajo advertir que a ella le pasaba lo mismo. Pero una noche ocurrió algo. Estábamos detenidos en el camino que bordea el océano, unas tres millas más allá de Santa Mónica. Hay partes en las que se permite estacionar un coche, para contemplar el paisaje. Estábamos ahí, mirando cómo salía la luna sobre el mar. ¿Parece extraño, no es verdad, que sea posible ver la salida de la luna sobre el Océano Pacífico? Y, sin embargo, se puede. En aquel lugar, la costa corre casi de Este a Oeste, y cuando sale la luna, a mano izquierda, el espectáculo es tan hermoso como una pintura. Apenas el astro despegó del agua, Lola deslizó una mano entre las mías. Se la tomé, pero la retiró en el acto, con mucha rapidez.
—No debo hacer eso.
—¿Por qué no?
—Hay muchos motivos. Entre ellos, que no está bien por usted mismo.
—¿Me oyó quejarme?
—Le gusto, ¿no es verdad?
—Estoy loco por usted.
—Yo también estoy casi trastornada, Walter. No sé qué hubiera hecho sin usted estas últimas semanas. Pero…
—¿Qué?
—¿Está seguro de que desea escucharme? Puede dolerle lo que le diga.
—Es mejor oírlo que adivinarlo.
—Se trata de Nino.
—¿Sí?
—Presumo que todavía significa mucho para mí.
—¿Lo ha visto?
—No.
—Ya se le pasará. Permítame ser su médico. Le garantizo la cura. Deme un poco de tiempo; yo le prometo que quedará bien.
—Es usted un médico admirable. Pero…
—¿Otro pero?
—Lo he visto.
—¡Oh!
—Sin embargo, hace un momento dije la verdad. No he hablado con él. Ignora que lo he visto. Pero…
—Por lo visto, hay muchos peros.
—Walter…
Su nerviosismo crecía por momentos, y lo aumentaba el esfuerzo que hacía por evitar que yo lo advirtiese.
—… ¡él no fue!
—¿No?
—Sé que esto va a causarle mucho daño, Walter. No puedo evitarlo. Prefiero que conozca la verdad. Lo seguí anoche. Los he seguido un montón de veces; he sido una insensata. Anoche, sin embargo, fue la primera vez que pude oír lo que decían. Fueron al Mirador, y salieron del coche; yo estacioné el mío a prudente distancia, y me aproximé sigilosamente. ¡Oh!, fue muy horrible. Nino le contó que estuvo enamorado de ella desde un principio, pero veía que era inútil… hasta que esto sucedió. Mas eso no fue todo. Hablaron de dinero. Él ha gastado todo lo que usted le prestó; pero aún no tiene el título. Pagó la tesis y el resto lo ha malgastado en ella. Y le preguntaba dónde podría conseguir más. Escuche, Walter…
—¿Sí?
—Si hubieran cometido juntos el crimen, ella tendría que darle una parte. ¿No es así?
—Parece lo más lógico.
—No dijeron una sola palabra acerca de que ella tuviera que darle nada. Mi corazón empezó a latir aceleradamente cuando comprendí lo que aquello significaba. Siguieron hablando. Se quedaron una hora. Conversaron de todo, y pude advertir, a través de lo que decían, que él no estaba complicado, y que no sabía nada. ¡Pude precisarlo! ¿Comprende, Walter, lo que eso quiere decir? ¡No fue él!
Estaba tan nerviosa que sus dedos, con los cuales se aferraba a mi brazo, parecían de acero. No pude seguirla. Comprendí que quería decir algo, algo mucho más importante que el hecho de que Sachetti fuera inocente.
—No la entiendo del todo, Lola. Pensé que había abandonado la idea de que hubiera algún cómplice.
—Nunca la abandoné… Sí, la dejé a un lado, o quise dejarla. Pero eso fue únicamente porque pensé que hubiera podido estar complicado él, y eso hubiera sido terrible. Si estaba comprometido, no creí que pudiera ser de ese modo. Para creerlo, necesitaba saberlo. Pero ahora… oh, no, Walter, no abandono la idea. Fue ella, de algún modo. No sé. Y tendrá que pagar. Yo la haré confesar, aunque sea lo último que haga en mi vida.
—¿Cómo?
—Phyllis ha entablado un pleito a su compañía, ¿no es verdad? Ha tenido la audacia de hacerlo. Muy bien. Dígale a su compañía que no se preocupe. Yo me presentaré, y me pondré de su lado, Walter. Les diré lo que tienen que preguntarle. Les diré…
—Un momento, Lola, un momento…
—Yo les contaré todo lo que necesitan saber. Mucho más de lo que le he dicho a usted. Les diré que le pregunten sobre la noche, en que yo la sorprendí, en su dormitorio, con una estúpida túnica de seda roja, que parecía una mortaja, mientras se miraba al espejo, con la cara embadurnada de polvos blancos y de carmín, y un puñal en la mano. Oh, sí, dígales que le pregunten. Que también le pregunten qué estaba haciendo en una tienda del boulevard, una semana antes de la muerte de mi padre, preguntando precios de vestidos negros. Ella ignora que estoy enterada. Entré cinco minutos después de que ella saliera. La vendedora estaba guardando los vestidos. Me contó que eran modelos preciosos; pero que no entendía por qué la señora Nirdlinger pensaba en ellos, porque en realidad eran de luto. Este es uno de los motivos por los cuales quise que mi padre emprendiera aquel viaje, para alejarlo de la casa y averiguar lo que ella se traía entre manos. Les diré…
—Espere un momento, Lola. Usted no puede hacer eso. ¿No comprende que ellos no están en condiciones de formularle esas preguntas?
—Si ellos no pueden, podré yo. Pediré que me escuchen en el tribunal, y le aclararé las acusaciones. Tendrán que escucharme. No habrá juez, policía, ni nadie que me detenga. La obligaré a decir la verdad aunque necesite abalanzarme sobre ella y apretarle la garganta. La obligaré a confesar. No podrán impedirlo.