Habría pasado una semana, cuando Nettie entró una tarde en mi despacho y cerró la puerta.
—Ha venido otra vez a verlo la señorita Nirdlinger, señor Huff.
—Que espere un minuto. Tengo que hacer una llamada.
Salió. Hice la llamada. Necesitaba tomar mis precauciones. Llamé a mi casa, y le pregunté al filipino si me había llamado alguien. Me dijo que no. Luego pulsé el timbre, para avisarle a Nettie que la hiciera pasar.
No parecía la misma. Antes parecía una criatura; ahora parecía una mujer. Quizá esto se debiera, en parte, a que llevaba luto; pero cualquiera podía adivinar que había sufrido mucho. Sentí gran vergüenza; quería que esta muchacha me apreciara. Le di la mano, la hice sentar, y le pregunté cómo estaba la madrastra; y ella me contestó que estaba muy bien, en medio de todo. Le dije que la cosa había sido terrible y que me perturbó la noticia.
—¿Y el señor Sachetti?
—Prefiero no hablar del señor Sachetti.
—Creí que eran amigos.
—No hablemos de él.
—Perdóneme.
Se levantó, miró por la ventana, y volvió a sentarse.
—Señor Huff, usted hizo algo por mí una vez, o me pareció que lo hacía por mí…
—Lo hice por usted.
—Desde entonces lo he considerado como un amigo. Por eso recurro a usted. Quiero hablarle… como amigo.
—Está bien.
—Pero sólo como amigo, señor Huff. No como a una persona que trabaja en una agencia de seguros. Hasta que pueda creer que piso terreno firme, esto debe ser estrictamente reservado. ¿Estamos de acuerdo, señor Huff?
—Así es.
—He olvidado algo. Tenía que llamarlo Walter.
—Y yo tenía que llamarla Lola.
—Es extraordinario lo cómoda que me siento a su lado.
—Prosiga.
—Se trata de mi padre.
—Sí.
—De la muerte de mi padre. No puedo quitarme la idea de que hubo algo detrás de esa muerte.
—No entiendo, Lola. ¿Cómo es eso de que hubo algo detrás?
—No sé lo que quiero decir.
—¿Estuvo en la audiencia?
—Sí.
—Uno o dos de los testigos, y otras personas después, nos han insinuado la idea de que su padre pudo… haberse suicidado. ¿Es eso lo que usted quiere decir?
—No, Walter, no es eso.
—¿Qué es entonces?
—No podría decirlo. No veo la forma de decirlo. ¡Es tan horrible! Porque no es la primera vez que pienso estas cosas. No es la primera vez que sufro esta agonía de sospechar que pueda haber algo más que… lo que piensan todos los demás.
—No entiendo.
—Mi madre.
—Sí.
—Cuando murió. Esa es la sensación que experimenté.
Esperé. Tragó saliva dos o tres veces, parecía estar decidida a no decir nada, y luego cambió de idea, y se puso a hablar.
—Walter, mi madre tenía enfermos los pulmones. Por eso alquilamos la casita en el lago Arrowhead. Un fin de semana, en mitad del invierno, mi madre fue a aquella cabaña con su mejor amiga. Estaban en su apogeo los deportes invernales; todo era animación. Algo después, le telegrafió a mi padre, diciendo que ella y la otra mujer habían decidido quedarse una semana más. Mi padre, sin inquietarse, le giró un poco de dinero, agregando que se quedara cuanto quisiese; pensaba que le haría bien. El miércoles de aquella semana mi madre contrajo pulmonía. El viernes empeoró. La amiga anduvo a pie doce millas entre la nieve, atravesando bosques, para buscar a un médico, pues la casa no estaba cerca de los hoteles, sino en la otra margen del lago, muy lejos. Llegó al hotel principal tan exhausta, que tuvieron que mandarla a un hospital. El doctor se puso en camino enseguida; pero cuando llegó, mi madre agonizaba. Duró una media hora.
—¿Y?
—¿Sabe usted quién era aquella gran amiga?
Lo sabía. Me lo indicaba aquel mismo cosquilleo que me recorría la espina dorsal y el cabello.
—No.
—Phyllis.
—¿Y bien?
—¿Qué hacían esas dos mujeres en aquella casita, durante tanto tiempo, en el rigor del invierno? ¿Por qué no se dirigieron a un hotel, como todos los demás? ¿Por qué no telefoneó mi madre, en vez de telegrafiar?
—¿Quiere usted decir que no fue ella la que telegrafió?
—No sé lo que quiero decir, salvo que todo resultaba muy raro. ¿Por qué anduvo Phyllis a pie, toda aquella distancia, para conseguir un médico? ¿Por qué no se detuvo en cualquier lugar, para llamar por teléfono? ¿O por qué no se puso los patines y cruzó el lago, cosa que hubiera podido hacer en media hora? Es una excelente patinadora. ¿Qué necesidad tenía de caminar tres horas? ¿Cómo no buscó antes a un médico?
—Espere un momento. ¿Qué le dijo su madre al médico cuando él…?
—Nada. Deliraba horriblemente, y además el médico le aplicó oxígeno cinco minutos después de llegar.
—Vamos por partes, Lola. Después de todo, un médico es un médico; y si tenía pulmonía…
—Un médico es un médico; pero usted no conoce a Phyllis. Hay algunas cosas que podría decirle. En primer lugar, es enfermera. Es una de las mejores enfermeras de la ciudad de Los Ángeles; así es como conoció a mi madre, cuando mi madre luchaba desesperadamente entre la vida y la muerte. Es enfermera, especializada en enfermedades pulmonares. Puede determinar el momento de la crisis, sin equivocarse ni un minuto, con la misma precisión que cualquier médico. Y, además, sabe cómo provocar la pulmonía.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—¿Cree usted que Phyllis no habría sido capaz de exponer a mi madre al frío durante la noche y tenerla encerrada allí hasta que le faltara poco para morir congelada? ¿La cree incapaz? ¿La supone esa criatura suave, dulce y serena que finge ser? Eso es lo que creyó mi padre. Le pareció asombroso que hubiera recorrido a pie toda aquella distancia, para salvar una vida; y menos de un año después, se casó con ella Pero yo no comparto esa opinión. Claro, yo la conozco. Eso es lo que pensé apenas tuve noticias. Y ahora… esto.
—¿Qué quiere usted que haga?
—Nada… todavía, salvo escucharme.
—Es bastante serio lo que dice. O por lo menos, es perturbador. Creo entenderlo.
—Eso es lo que quiero decir. Exactamente eso.
—Sin embargo, tal como yo entiendo las cosas, su madre no estaba con su padre en el momento…
—Tampoco estaba ella con mi madre en aquel momento. Pero había estado.
—¿Me permite que piense en todo esto?
—Se lo agradeceré.
—La encuentro un poco excitada.
—Y eso que no le he dicho todo.
—¿Hay algo más?
—Pero no puedo contárselo. Ni siquiera me atrevo a creerlo. Y, sin embargo…; pero no importa. Perdóneme, Walter, por haberme presentado de este modo. Pero me siento tan desdichada…
—¿Ha dicho algo de esto a otra persona?
—No, nada.
—Quiero decir, sobre su madre. Antes de esto último.
—Ni una sola palabra, jamás; a nadie.
—En su lugar, yo no hablaría. En especial… con su madrastra.
—Ni siquiera vivo en casa.
—¿No?
—He tomado un pequeño apartamento. En Hollywood. Tengo una pequeña renta, de la herencia de mi madre; muy poco. Me mudé. No podía seguir viviendo con Phyllis.
—¡Oh!
—¿Puedo volver?
—Yo le avisaré cuándo. Deme su número de teléfono.
Pasé media hora aquella tarde tratando de decidir si debería hablarle a Keyes. Comprendía que tenía que hacerlo, en mi propia defensa. Todo aquello no valía ni diez céntimos como prueba ante un tribunal, ni siquiera era cosa que tribunal alguno admitiría, pues la única ventaja que dan es la de enjuiciarlo por un solo delito cada vez, y no por delitos cometidos dos o tres años atrás. Pero era peligroso que Keyes descubriera que yo lo sabía y no se lo hubiera dicho. Sin embargo, no me resolvía nada. Y la única justificación que tenía era que la muchacha me había pedido que no se lo dijese a nadie, y que yo se lo había prometido.
A eso de las cuatro de la tarde entró Keyes en mi oficina, y cerró la puerta.
—Bueno, Huff, ha aparecido.
—¿Quién?
—El individuo del caso Nirdlinger.
—¿Cómo?
—Nos visita con frecuencia. Cinco noches en una semana.
—¿Pero de quién se trata?
—Eso no importa. Pero es él. Ahora habrá novedades.
Aquella noche volví a mi oficina a trabajar. En cuanto Joe Pete hubo hecho en mi piso la ronda de las ocho, me dirigí al despacho de Keyes. Intenté abrir el escritorio, pero estaba cerrado. Hice lo propio con sus archivos metálicos. Estaban cerrados también. Probé todas mis llaves; no servían. Estaba por irme cuando advertí el dictáfono. Keyes usa uno. Le quité la tapa. Había un cilindro de cera en su lugar, usado más o menos hasta las tres cuartas partes. Me cercioré de que Joe Pete estaba en el piso bajo, luego volví, me coloqué los auriculares y puse en marcha el cilindro. Primero escuché un montón de tonterías, tales como cartas a asegurados, instrucciones para investigadores en un caso de incendio premeditado, y notificación de despido a un empleado. Luego, repentinamente, salió esto:
Memorándum al señor Norton.
Respecto al agente Walter Huff.
Confidencial. Caso Nirdlinger.
Con respecto a su sugerencia de poner bajo vigilancia al agente Huff, por su vinculación con el caso Nirdlinger, estoy en completo desacuerdo. Naturalmente, en este como en todos los demás casos de igual índole, el agente cae automáticamente bajo sospecha y no he descuidado los pasos necesarios con respecto a Huff. Todas sus manifestaciones concuerdan exactamente con los hechos y con nuestros archivos, así como con los antecedentes del muerto. He llegado incluso a verificar, sin que él lo sepa, todos sus movimientos durante la noche del crimen, comprobando que estuvo en su casa toda la noche. En mi opinión, esto lo exime de toda acusación. Un hombre de su experiencia no puede fácilmente ignorar cualquier intento que hagamos de vigilar sus actos; y de este modo perderíamos la posibilidad de su colaboración entusiasta en el asunto, que hasta el momento ha sido valiosa, y puede resultar indispensable. Señalo nuevamente su comportamiento anterior, que ha sido excepcional en casos de fraude. Insisto en recomendar que se abandone la idea.
Respetuosamente.
Levanté la aguja y volví a ponerla. Me causó una extraña impresión. No sólo de alivio. En el corazón sentía algo raro.
Pero luego, después de algunas cosas de práctica, oí esto:
Confidencial. Caso Nirdlinger.
RESUMEN: Informes verbales de los investigadores durante la semana terminada el 17 de junio:
La hija, Lola Nirdlinger, se mudó el 8 de junio, y ahora ocupa un apartamento de dos habitaciones, en Lycee Arms, calle Yucca. Se considera innecesario vigilarla.
La viuda no salió de casa hasta el 8 de junio. Hizo un viaje en automóvil, deteniéndose en un almacén, desde el cual habló por teléfono; salió en coche los dos días siguientes, y se detuvo en mercados y en tiendas que venden ropa de mujer.
La noche del 11 de junio llegó un hombre a su casa a las 8.35; salió a las 11.48. Descripción: alto, moreno, de unos veintiséis o veintisiete años. Las visitas se repitieron los días 12, 13, 14 y 16 de junio. Seguido la noche de su primera visita, resultó ser Beniamino Sachetti, edificio Lilac Court, avenida North La Brea.
Temí que Lola volviera a visitarme en la oficina. Pero, como ella no tenía vigilancia, yo podía llevarla a cualquier lugar tranquilamente. La llamé y le pregunté si quería cenar conmigo. Me dijo que nada le agradaría más. La llevé al Miramar, en Santa Mónica. Le dije que sería hermoso comer donde pudiéramos ver el océano; pero la verdad era que no quería llevarla a ningún lugar de la ciudad en el cual pudiera tropezarme con personas conocidas.
Hablamos durante la cena sobre los sitios en que había estudiado, y por qué no había ido a la universidad, y muchas otras cosas. Había algo febril, pues los dos sentíamos tensión, pero fue pasando el tiempo. Era lo que ella decía. Ambos nos sentíamos cómodos estando juntos. No le hablé una palabra de lo que me había dicho la vez anterior, hasta que estuvimos en el coche, después de la cena, y empezamos a pasear junto al mar. Yo mismo abordé el tema.
—He pensado en lo que me contó.
—¿Puedo decirle algo?
—Dígalo.
—He reflexionado mucho sobre el asunto. Lo he pensado bien; he llegado a la conclusión de que estaba equivocada. Es muy fácil, cuando se quiere entrañablemente a una persona, y de pronto esa persona falta, achacar a otro la culpa. Especialmente cuando se trata de alguien que no nos gusta. No me gusta Phyllis. Quizá en parte sean celos. Yo adoraba a mi madre. Casi tanto como adoraba a mi padre. Y cuando él se casó con Phyllis… no sé; pero me pareció que ocurría algo que no podía ocurrir. Y luego… ¡estas ideas! Lo que pensé instintivamente cuando mi madre murió, se convirtió en certeza cuando mi padre y Phyllis se casaron. Creí descubrir la razón por la cual ella lo había hecho. Y después, aquello se convirtió en doble certeza cuando sucedió esto último. Pero no tengo nada en qué basarme. ¿No le parece? Me ha costado mucho trabajo convencerme, pero estoy resignada. He abandonado la idea por completo, y deseo que usted olvide que alguna vez se lo he dicho.
—Me alegro, en cierto modo.
—Supongo que usted me considera terrible.
—Lo he pensado. Lo he pensado detenidamente, tanto más cuanto que a mi compañía le convendría muchísimo saberlo. Pero falta base para proseguir. No es más que una sospecha. Eso es todo cuanto usted puede alegar.
—Ya se lo dije. Ahora ni siquiera tengo la sospecha.
—Lo que usted podría decirle a la policía, si le dijese algo, es de dominio público. La muerte de su madre; la muerte de su padre. Usted no puede agregar nada a lo que ya saben. ¿Para qué hablar?
—Sí, entiendo.
—Yo, en su lugar, no haría nada.
—¿Está de acuerdo conmigo, entonces, en que no tengo nada en qué apoyarme?
—Estoy de acuerdo.
Quedaba liquidada esa parte. Pero necesitaba averiguar acerca de este Sachetti, sin que ella advirtiera mi intención.
—Dígame una cosa. ¿Qué ha ocurrido entre usted y Sachetti?
—Ya se lo dije. No quiero hablar de él.
—¿Cómo lo conoció?
—Por medio de Phyllis.
—¿Por medio de…?
—El padre era médico. Creo haberle dicho que ella trabajó de enfermera. Vino a visitarla, para hablarle de ingresar en cierta asociación que estaba formándose. Pero cuando se interesó por mí, ya no quiso volver a la casa. Y entonces, cuando Phyllis descubrió que nos veíamos le contó a mi padre las cosas más horribles sobre Sachetti. Se me prohibió verlo; pero lo veía. En el fondo de todo esto, estaba segura de que había algo. Pero no averigüé lo que era, hasta…
—¿Hasta cuándo?
—No quiero seguir. Le he dicho ya que me he despojado de toda idea de que pueda haber algo…
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que mi padre murió. Y luego, muy bruscamente, pareció no interesarse más en mí. Desde entonces…
—¿Sí?
—Sale con Phyllis.
—¿Y…?
—¿No adivina lo que he pensado? ¿Necesita que yo se lo diga…? Creí que tal vez fueron ellos. Pensé que salía conmigo tan sólo para despistar algo… no sabía qué. Tal vez el hecho de que se veía con ella. Por si acaso lo sorprendían.
—Yo creí que estaba con usted… esa noche.
—Tenía que estar. Había baile en la universidad, y yo salí. Debíamos reunimos allí. Pero se enfermó, y me mandó decir que no podía concurrir. Me metí en un autobús, y fui a ver una película. Esto no se lo he dicho a nadie.
—¿Cómo es eso de que estuvo enfermo?
—Yo sabía que estaba resfriado. Un resfriado espantoso. Pero… No me haga hablar más de esto. He querido quitármelo de la cabeza. He llegado a un punto en que puedo creer que no es verdad. Si él quiere ver a Phyllis, no es asunto mío. Me preocupa. Mentiría si dijera que no. Pero… está en su derecho. Tan sólo porque hace eso, no tengo motivo… para pensar esto de él. Sería injusto.
—No hablaremos más del asunto.
Volví a mirar fijamente la oscuridad, aquella noche. Había matado a un hombre por dinero, y por una mujer. No tenía el dinero, ni la mujer. La mujer era una asesina, sin vuelta de hoja, y se había reído de mí. Le había servido de instrumento para llegar a otro hombre; y podía decir cosas que me mandaran a la horca, en un abrir y cerrar de ojos. Si el hombre estaba enterado, eran dos los que podían perderme. Me reí, como un histérico, en la oscuridad. Pensé en Lola, en lo hermosa que era, y en el daño que le había hecho. Me puse a restar sus años de los míos. Tenía diecinueve, y yo treinta y cuatro. La diferencia era de quince. Luego pensé que si le faltaba poco para cumplir los veinte, quedarían sólo catorce de diferencia. Repentinamente, me incorporé y encendí la luz. Comprendí lo que aquello significaba.
Estaba enamorado de ella.