8

Ingerí zumo de naranja y café, y luego subí con el diario. Tuve miedo de abrirlo en presencia del filipino. Por supuesto, la noticia estaba allí, en primera plana:

EL JEFE DE UNA COMPAÑÍA DE PETRÓLEO,

AL DIRIGIRSE A UNA REUNIÓN DE EXALUMNOS,

CAE DEL TREN Y SE MATA

H. S. NIRDLINGER, UNO DE LOS PIONEROS DEL PETRÓLEO, PERECE AL CAER DEL TREN EXPRESO, MIENTRAS SE ENCAMINABA A LA UNIVERSIDAD LELAND STANFORD

Con heridas en la cabeza y el cuello, ha sido encontrado en las vías del ferrocarril, más o menos a dos millas al norte de esta ciudad, poco antes de medianoche, el cadáver de H. S. Nirdlinger, representante en Los Ángeles de la Western Pipe & Supply Company, y durante muchos años identificado con nuestra industria local del petróleo, en cargos de alta responsabilidad. El señor Nirdlinger había salido en dirección al norte en uno de los primeros trenes de la noche, para concurrir a una reunión de exalumnos en la Universidad Leland Stanford, y se supone que cayó del tren. La policía informa que se había fracturado una pierna varias semanas antes, creyendo que su falta de habilidad con las muletas pudo haber sido la causa de que perdiera el equilibrio en la plataforma, donde fue visto con vida por última vez.

El señor Nirdlinger tenía 44 años de edad. Nacido en Fresno, estudió en Leland Stanford, y al graduarse entró en el negocio del petróleo, convirtiéndose en uno de los pioneros de la industria en Long Beach. Años después desarrolló gran actividad en Signal Hill. Durante los tres últimos años tuvo a su cargo la oficina local de la Western Pipe & Supply Company.

Deja a su viuda, Phyllis Belden, de Mannerhein, y a una hija, la señorita Lola Nirdlinger. La señora Nirdlinger, antes de su casamiento, fue enfermera principal del Verdugo Health Institute.

A las nueve menos veinte, me llamó Nettie. Dijo que el señor Norton quería verme en cuanto pudiera bajar. Eso significaba que ya se había dado cuenta, y que no necesitaba representar la comedia de aparecer con el diario y decirles que aquel era el hombre a quien había vendido una póliza contra accidentes el invierno anterior. Le contesté que sabía de qué se trataba, y que enseguida iría.

Sea como sea, pasé el día. Me parece que ya les he hablado de Norton y de Keyes. Norton es el presidente de la compañía. Es un hombre bajo, grueso, de unos treinta y cinco años, que pasó a ocupar el puesto cuando murió el padre. Le da tanto trabajo imitar al padre que no le queda tiempo para nada más. Keyes es el jefe de la sección de reclamaciones, donde se liquidan los pagos y se atienden las demandas, una especie de reliquia del viejo régimen, y, según él, el joven Norton no hace nada bien hecho. Es corpulento, grueso y regañón; y encima de todo esto, un teórico que da dolor de cabeza a cuantos lo rodean; pero es el hombre más eficaz que hay en la zona, y precisamente el que yo más temo.

Primero tuve que entendérmelas con Norton, y le dije lo que sabía, o, por lo menos, lo que era lógico que yo supiese. Le conté la forma en que propuse a Nirdlinger la póliza, frente a la oposición de su mujer y de su hija; agregando que abandoné el intento aquella noche, pero lo perseguí dos días después en su oficina, para insistir. Esto concordaba con lo que la secretaria había visto. Expliqué que logré hacer la venta, pero sólo después de prometer que a la mujer y a la hija no les diría una palabra. Dije que acepté su solicitud, y luego, cuando vino la póliza, la entregué y obtuve su cheque. Después bajamos a la oficina de Keyes y fue necesario repetirlo todo una vez más. Esto nos ocupó la mañana. Mientras hablábamos, llegaban telegramas y llamadas telefónicas de San Francisco —donde los hombres de Keyes entrevistaban a los pasajeros del tren— así como de la policía, de la secretaria, y de Lola. De esta, cuando por fin lograron comunicarse con ella, para averiguar lo que sabía. Trataron de hablar con Phyllis, pero yo le había dado instrucciones estrictas de no contestar, y no lo consiguieron. Hablaron con el juez, conviniendo en hacer la autopsia. Generalmente hay un entendimiento entre los jueces y las compañías de seguros, en virtud del cual pueden conseguir la autopsia cuando quieren. Podían exigirla amparándose en una cláusula de su póliza; pero esto llevaba aparejada la necesidad de presentarse a los tribunales para pedir una orden, y nunca es conveniente dejar traslucir que el difunto está asegurado. La consiguen en silencio; en este caso era indispensable conseguirla, porque si Nirdlinger, antes de caerse del tren, hubiera muerto de apoplejía, o de un ataque al corazón, no habría accidente, y en los casos de muerte natural no tenían nada que pagar. Al mediar la tarde recibieron el informe médico. El fallecimiento se había producido por fractura de la base del cráneo. Cuando recibieron esta noticia, hicieron que la audiencia se postergara dos días.

A eso de las cuatro de la tarde, eran tantas las notas y los telegramas amontonados en el escritorio de Keyes, que tuvo que poner un pisapapeles para evitar perderlas; y el hombre se enjugaba la frente y estaba tan quisquilloso que nadie podía hablar con él. Norton, en cambio, parecía más animado, cada minuto. Atendió una llamada de San Francisco, de un tal Jackson, y comprendí que era el mismo hombre de quien había tenido que librarme en la plataforma, antes de tirarme del tren. Cuando colgó, Norton puso una nueva nota en la pila de sus papeles y se volvió hacia Keyes, diciendo:

—Un caso evidente de suicidio.

Inútil decir que si era suicidio, la compañía no tenía nada que pagar. La póliza sólo cubría accidentes.

—¿Sí?

—Sí, y ya verá cuando haga todas las comprobaciones. En primer lugar, fue él quien tomó la póliza. La sacó en secreto. No le dijo nada a su esposa, a su hija, a su secretaria, ni a nadie. Si Huff hubiera prestado atención, habría sabido que…

—¿Qué habría sabido yo?

—No hace falta que se enoje, Huff. Pero debe admitir que el caso se presentaba extraño.

—A mí no me pareció extraño en absoluto. Sucede todos los días. Si ellas hubieran tratado de asegurarlo, sin que él lo supiese, entonces sí que sería extraño.

—Está bien. Dejemos tranquilo a Huff.

—Todo lo que yo digo, Keyes, es que…

—La hoja de servicios de Huff demuestra que si hubiera habido algo raro, lo habría notado y nos lo habría dicho. Le aconsejo que conozca mejor a sus propios agentes.

—Muy bien, basta. El hombre ha sacado la póliza en el más absoluto secreto. ¿Por qué? Porque sabía que si su familia se enteraba de lo hecho, hubiera adivinado lo que se proponía. Podemos estar seguros de que sabían lo que pensaba, y si revisamos sus libros y sus antecedentes, encontraremos dónde estaba el mal. Pero no importa, sigamos. Se fracturó una pierna, y no reclamó indemnización. ¿Por qué? Parece extraño que un hombre que tiene una póliza de seguros contra accidentes no notifique a la compañía cuando se quiebra una pierna. Pero es que sabía lo que iba a hacer y tenía miedo de que si exigía un pago, la familia se enterara de la existencia de la póliza, y frustrara su plan.

—¿Cómo?

—Si hubieran recurrido a nosotros, habríamos cancelado la póliza. ¿No es así? Puede estar seguro de que lo habríamos hecho. Le habríamos devuelto la parte correspondiente de la póliza en menos que canta un gallo; y él lo sabía. No, no iba a permitir que uno de nuestros médicos le viera la pierna y nos pasara un informe que lo echara todo a perder. Eso era lo principal.

—Continúe.

—Muy bien. El hombre encuentra un pretexto para viajar en tren. Lleva a su esposa a la estación, sube al tren, y se libra de ella. La mujer se va. El hombre tiene el camino libre. Pero se encuentra con un obstáculo. Hay un individuo allí, en la plataforma; y para su propósito molestan los testigos. ¿Y cómo se las ingenia entonces? Se lo quita de encima, con la historia de que no tiene el billete porque lo ha dejado en la cartera, y tan pronto como el otro desaparece, se arroja del tren. Es el mismo hombre con quien acabo de hablar; un señor llamado Jackson, que fue por negocios a San Francisco y volverá mañana. Dice que no tiene la más mínima duda, y que en el mismo instante en que se ofreció para traerle a Nirdlinger la cartera, estaba seguro de que este quería librarse de él, pero la conciencia no le permitió decirle que no a un lisiado. A mi entender, la confirmación es concluyente. Es un caso evidente de suicidio. No hay otra posibilidad.

—¿Y qué?

—Nuestro próximo paso es la audiencia. No podemos comparecer en ella, por supuesto, porque apenas un jurado huele que la víctima está asegurada, nos fusila. Podemos mandar uno o dos investigadores, tal vez, para presenciar el acto; pero nada más. Jackson dice que estará encantado de concurrir y manifestar lo que sabe; y hay una posibilidad, muy remota, pero posibilidad al fin, de que el jurado formule un veredicto de suicidio. Si esto ocurre, estamos salvados. Si no, tendremos que decidir qué haremos. Sin embargo, vamos por partes. La audiencia primero; y entretanto, nadie puede adivinar lo que es capaz de descubrir la policía. ¿Quién nos dice que no ganemos al primer intento?

Keyes volvió a enjugarse la frente. Era tan grueso, que el calor lo hacía sufrir. Encendió un cigarrillo. Inclinó la cabeza y apartó la mirada de Norton, como si se tratara de un escolar a quien no quería enterar de su disgusto. Luego habló:

—No fue suicidio.

—¿Qué está usted diciendo? El caso no admite dudas.

—No fue suicidio.

Abrió su biblioteca, y se puso a tirar gruesos volúmenes en la mesa.

—Señor Norton, ahí tiene lo que los actuarios dicen sobre el suicidio. Estúdielo, que algo le enseñarán sobre el negocio de seguros.

—Yo me he criado en este negocio, Keyes.

—Usted se ha criado en escuelas particulares, en Groton, y en Harvard. Mientras usted practicaba ahí el manejo de los remos de proa, yo estudiaba estas tablas. Écheles un vistazo. Encontrará el suicidio clasificado por razas, por color, por ocupación, por sexo, por lugar, por estaciones del año, y por las horas del día en que se comete. Aquí tiene los suicidios según el método empleado. Estos son los métodos clasificados según venenos, armas de fuego, gas, asfixia por inmersión y lanzamientos desde alturas. Esta tabla clasifica los venenos conforme al sexo, la raza, la edad y la hora del día. En esta otra, el suicidio por envenenamiento está subdividido en cianuro, mercurio y otros treinta y ocho venenos, dieciséis de los cuales ya no pueden obtenerse en las farmacias ni con receta. Y aquí, aquí, señor Norton, tiene los suicidios desde alturas, clasificados por lugares, bajo ruedas de trenes en movimiento, bajo ruedas de camiones, bajo patas de caballos y desde buques de vapor. Pero no encontrará uno solo, en todos estos millones de casos, en que el suicidio se produzca desde el extremo trasero de un tren en marcha. Eso es precisamente lo que nadie hace.

—Pero podrían hacerlo.

—¿Podrían? Ese tren, en el lugar en que fue encontrado el cadáver, se desplaza con una velocidad máxima de veintitrés kilómetros por hora. ¿Cabe la posibilidad de qué alguien salte desde ese lugar con alguna esperanza verdadera de matarse?

—Puede tirarse hacia abajo, desprendiéndose. Este hombre tenía roto el cuello.

—No juegue conmigo. La víctima no era acróbata.

—¿Qué es, entonces, lo que usted pretende decirme? ¿Que en este caso no hubo intención dolosa?

—Escuche, señor Norton. Cuando un hombre contrata una póliza de seguro, cuyo valor es de cincuenta mil dólares si muere en un accidente ferroviario, y tres meses después muere en esa clase de accidente, la intención dolosa existe. No puede ser de otro modo. Sería lógico si el tren hubiera sufrido un percance; pero aun en este caso existiría una coincidencia muy sospechosa. Demasiado sospechosa. No, esta muerte no ha sido accidental; pero tampoco es suicidio.

—¿Qué quiere usted decir?

—Bien sabe usted lo que quiero decir.

—¿Asesinato?

—Esa es mi tesis.

—Un momento, Keyes, un momento. Déjeme entender. ¿En qué basa usted su presunción?

—En nada.

—Debe tener algo en que basarse.

—Ya he dicho que no. El que cometió este crimen hizo un trabajo perfecto. No ha dejado base para deducciones. Pero, de todos modos, es crimen.

—¿Sospecha de alguien?

—La beneficiaría de una póliza de esta clase, tal como yo entiendo las cosas, queda automáticamente bajo sospecha.

—¿Se refiere a la esposa?

—Me refiero a la esposa.

—Ni siquiera estuvo en el tren.

—Habría otra persona.

—¿Tiene idea de quién pudo ser?

—En absoluto.

—¿Son esos todos los indicios en que se apoya?

—Ya le he dicho que no tengo nada en que basarme. Nada más que estas tablas, mi propia corazonada, el instinto y la experiencia. Es un accidente simulado con mucha destreza; pero no es accidente, ni tampoco suicidio.

—¿Qué debemos hacer, entonces?

—No lo sé. Deme un minuto para pensar.

Para pensar, se tomó media hora. Norton y yo estuvimos ahí, sentados, fumando. Después de un rato, Keyes se puso a dar golpes en su escritorio con la palma de la mano. Era fácil advertir que tenía una idea definida.

—¡Señor Norton!

—Sí, Keyes.

—No tiene usted más que un camino a seguir. Va en contra de la práctica establecida, y en otras circunstancias me opondría yo mismo a seguirlo. Pero en este caso, no. Hay un par de detalles en este asunto que me fuerzan a pensar que la práctica ha sido tomada en cuenta, utilizándola a su favor. Lo acostumbrado en un caso de estos es esperar y hacer que ellos vengan. ¿No es verdad? Yo estoy en contra. Lo que aconsejo es que nos pongamos a ello enseguida, esta noche si es posible, y si no esta noche, que no dejemos entonces pasar el día de la audiencia, presentando una acusación contra esa mujer. Mi consejo es que elevemos un escrito contra ella manifestando sospechas de asesinato, y aplastándola con toda la violencia y rapidez que podamos. Quisiera también que solicitáramos su detención y encarcelamiento, sin rebajar nada las cuarenta y ocho horas de incomunicación que permite la ley en casos de esta índole. Tendríamos que acosarla despiadadamente con todo cuanto la policía haya descubierto. En especial, aconsejo que la separemos de su cómplice, sea quien sea este o esa cómplice, para tener totalmente a nuestro favor el factor sorpresa, e impedir que se pongan de acuerdo sobre futuros planes… Hágalo y recuerde lo que le digo; yo le aseguro que vamos a descubrir cosas que lo dejarán perplejo.

—Pero… ¿basado en qué?

—Basado en nada.

—No, Keyes, no podemos hacer una cosa semejante. ¿Y si no probamos nada? ¿Y si la acosamos, sin llegar a ninguna parte? ¿Y si la muerte no ha sido dolosa? Piense un instante dónde nos colocamos. Esa mujer puede luego despedazarnos en un juicio civil, y cualquier jurado le concederá hasta el último dólar pedido. Todavía no estoy seguro de que no pueda acusarnos por calumnias. Pero contemple también el otro aspecto de la cuestión. Tenemos un presupuesto para propaganda de cien mil dólares por año. Nos autodenominamos los amigos de la viuda y del huérfano. Gastamos todo eso para crear sentimientos amistosos. Y luego ¿qué? Nos exponemos a que se diga que hemos sido capaces de llegar al extremo de acusar de asesinato a una mujer, en vez de satisfacer una reclamación justa.

—No es una reclamación justa.

—Lo será, mientras no demostremos lo contrario.

—Muy bien. Es verdad lo que dice. Ya le he manifestado que mi sugerencia va en contra de la costumbre. Pero permítame agregar, señor Norton, y quiero hacerlo ahora mismo, que el que ha ideado todo esto no es un tonto. Él, o ella, o ellos, sabían lo que hacían. No los atraparemos quedándonos sentados aquí, a la espera de huellas. Han pensado en las huellas, y no han dejado ninguna. La única forma en que podemos sorprenderlos es obrando contra ellos. Trátese de una batalla, de un asesinato, o de lo que sea, la sorpresa es un arma eficaz. No aseguro que será eficaz, pero insisto en que puede serlo y que ninguna otra cosa lo será tanto.

—Pero, Keyes, nosotros no podemos hacer eso.

—¿Por qué no?

—Sencillamente, Keyes, porque es un tema que ya hemos discutido un millón de veces, como todas las otras compañías de seguros. Existe una práctica de la cual no podemos apartarnos. Estos asuntos son incumbencia de la policía. Podemos ayudar a la policía, si tenemos manera de ayudarla. Si descubrimos algo, podemos comunicarlo. Si abrigamos sospechas, podemos también comunicarlas. Podemos tomar cualquier medida legal, legítima; pero en cuanto a esto…

Se detuvo. Keyes esperó, y Norton no terminó la frase.

—¿Qué hay de ilegal en esto, señor Norton?

—Nada. Es legal, pero estaría mal hecho. Nos dejara al descubierto dejándonos sin defensa alguna en el caso de que fallemos. Nunca he oído hablar de cosa semejante. Lo que trato de decir es que, como táctica, es equivocada.

—Pero como estrategia está bien.

—Tenemos nuestra estrategia. Tenemos nuestra antigua estrategia, que usted no puede mejorar. Está bien, puede ser suicidio. Podemos exponer, a su debido tiempo, nuestra creencia de que es suicidio, y nada nos ocurrirá. Será ella quien tendrá que presentar pruebas. Eso es lo que he tratado de decir. Créame, en un caso tan vidrioso como este, no quiero correr el riesgo de que el peso de las pruebas recaiga sobre nosotros.

—¿No piensa tomar medidas contra ella?

—Todavía no, Keyes, todavía no. Después, quizá, no lo sé, pero mientras podamos seguir el camino seguro y tradicional, no deseo aventurarme por ningún otro.

—Su padre…

—Hubiera hecho lo mismo. En él estoy pensando.

—No lo hubiera hecho. El viejo Norton se habría arriesgado.

—Bueno, yo no soy mi padre.

—Cargue usted con la responsabilidad.

No fui a la audiencia, como tampoco fueron Norton ni Keyes. Ninguna compañía de seguros permite que la condición de asegurado de la víctima sea conocida por el jurado, ya se trate de un jurado de jueces como de otra clase. Si el detalle trasciende, no podemos esperar compasión. Se mandaron dos investigadores, que en nada se diferenciaban de cualquier otra persona, y estuvieron en el grupo de los periodistas. Por ellos supimos lo ocurrido. Todos identificaron el cadáver y formularon su declaración: Phyllis, los dos revisores, el mozo, un par de pasajeros, la policía, y en especial ese tal Jackson, que trajo a colación el hecho de que yo había querido librarme de él. El jurado dijo en su veredicto «que el tal Herbert S. Nirdlinger encontró la muerte de resultas de una fractura en la nuca, ocasionada por la caída desde un tren, más o menos a las diez de la noche, el día 3 de junio, en una forma que este juzgado desconoce». Para Norton fue una sorpresa. Confiaba en el veredicto de suicidio. Yo no me sorprendí. La persona de más importancia que había en la audiencia no pronunció una sola palabra; y hacía tiempo que yo había inculcado a Phyllis que esa persona tenía que estar ahí, pues desde un principio pensé en aquello del suicidio, y debíamos estar preparados. Me refiero al sacerdote que ella llevó consigo, para hablar con el empresario de pompas fúnebres, y convenir los detalles del entierro. En cuanto un jurado sabe que está en juego el entierro en un camposanto, ya sea que el muerto se haya envenenado, degollado o arrojado al agua desde el extremo de un dique, dirá invariablemente el veredicto: «en una forma que este juzgado desconoce».

Después de que los investigadores expusieron sus relatos, volvimos a reunimos Norton, Keyes y yo, esta vez en la oficina de Norton. Serían las cinco de la tarde. Keyes estaba indignado. Norton se sentía defraudado; pero todavía procuraba aparentar que había hecho lo que tenía que hacer.

—Bien, Keyes, no estamos peor.

—Ni estamos mejor.

—De todos modos, no hemos cometido ninguna tontería.

—¿Y qué hay con eso?

—¿Con eso? Sigo la costumbre. Espero que la mujer se dirija contra nosotros. Desconozco la responsabilidad, alegando que no se ha demostrado el accidente, y hago que ella entable el pleito. Cuando se inicie el juicio, veremos qué pasa.

—Está perdido.

—Sé que estoy perdido; pero eso es lo que pienso hacer.

—¿Por qué dice que sabe que está perdido?

—Porque he hablado al respecto con la policía. Les dije que sospechábamos que era un crimen. Me manifestaron que ellos también lo pensaron al principio, pero que han abandonado la idea. Han estudiado el asunto. Además, tienen sus libros, Keyes. Conocen la forma en que la gente comete crímenes, y los casos en que estos no ocurren. Dicen que no han tenido noticias de que jamás se haya cometido un asesinato, o que se haya intentado siquiera, tirando a la víctima desde el extremo trasero de un tren que avanza a poca velocidad. A este respecto manifiestan lo mismo que usted. Suponiendo que haya habido tal cosa, ¿cómo podía el asesino estar seguro de que el otro moriría? ¿Y si resultaba simplemente herido? ¿En qué situación quedaba? No, me aseguran que la muerte no ha sido provocada criminalmente. Se trata de un caso extraño; nada más.

—¿Han hablado con todos los que estaban en el tren? ¿Han averiguado si viajaba en él una sola persona que conociera a la esposa? Demonios, señor Norton, no me diga que se han abstenido de hacer eso. Yo le aseguro que había algún otro en el tren.

—Han hecho más aún. Han interrogado al revisor del vagón. Estuvo sentado cerca de la puerta, marcando sus billetes para el comienzo del viaje, y está seguro de que no había nadie con Nirdlinger, porque de pasar alguno hubiera tenido que quitarse. Recuerda que cruzó Jackson, unos diez minutos antes de arrancar el tren. Vio cuando pasaba el hombre de la pierna rota. Recuerda que Jackson volvió a entrar, y recuerda que salió con la cartera y pasó de nuevo por segunda vez. Jackson no dio parte enseguida de la desaparición. Se imaginó que Nirdlinger habría entrado en el lavabo, o algo por el estilo; y en realidad, llegó la medianoche y fue entonces cuando, al querer acostarse, como aún tenía en su poder la cartera y suponía que en ella estaba el billete de Nirdlinger, le habló del asunto al revisor. Cinco minutos después, en Santa Bárbara, recibió el revisor un mensaje del jefe de estación de Los Ángeles, por lo que hizo entrega de los equipajes de Nirdlinger y se puso a recoger nombres. Afuera no había nadie. El hombre cayó, y no hay otra explicación. Estamos perdidos. No existe la intención dolosa.

—Si no existe la intención dolosa, ¿por qué no paga?

—Vamos a esperar un poco. Esa es mi idea, y la idea de la policía. Pero siguen existiendo grandes indicios de suicidio.

—No hay ninguno.

—Es suficiente, Keyes, para cumplir con mi deber ante los accionistas, llevar este asunto a los tribunales y hacer que lo decida un jurado. Puedo equivocarme. La policía puede equivocarse. Antes de que el juicio se abra podemos reunir muchos datos. Eso es lo que voy a hacer: dejar que un jurado lo decida; y si decide que tengo que pagar, pagaré de buena gana. Pero no puedo regalar el dinero.

—Eso es lo que hará, si alega suicidio.

—Lo veremos.

—Sí, lo veremos.

Volví con Keyes a su oficina. Encendió las luces.

—Ya se convencerá. He intervenido en muchos casos, Huff. Cuando usted haya intervenido en un millón de casos, conocerá ciertas cosas sin saber que las conoce. Esto es asesinato… ¿Así que hablaron con el mozo? ¿Y no pasó nadie? ¿Cómo saben que no saltó desde afuera? ¿Cómo saben que…?

Se detuvo, me miró, y luego se puso a maldecir y despotricar como un loco furioso.

—¿No se lo dije? ¿No le dije que fuera contra ella desde el principio mismo? ¿No le dije que la hiciera encarcelar, sin esperar la audiencia? ¿No le dije…?

—¿Adónde quiere usted llegar, Keyes?

El corazón me latía aceleradamente.

—¡Ese hombre nunca estuvo en el tren!

Vociferaba, manoteando en el escritorio.

—No estuvo en el tren. Alguna otra persona cogió sus muletas y ocupó su lugar en el tren. Por supuesto, ese individuo tenía que librarse de Jackson. No le convenía que lo vieran vivo más allá del sitio en que iban a dejar el cadáver. Pero ahora tenemos contra nosotros todas esas identificaciones juradas.

—¿Esas qué?

Sabía lo que quería decir. Esas identificaciones logradas en la audiencia eran algo que yo había premeditado desde el principio, y por eso me preocupé tanto de que nadie me viera bien. Quise que vieran las muletas, el pie, las gafas y el cigarro; la imaginación haría lo demás.

—Me refiero a la audiencia. ¿Hasta qué punto vieron al hombre aquellos testigos? Sólo unos segundos, en la oscuridad, tres o cuatro días antes. Luego el juez levanta la mortaja que cubre el cadáver, la viuda dice que sí, que es él, y, por supuesto, todos dicen lo mismo. Pero mírenos a nosotros. Si Norton le hubiera echado las garras encima, habríamos podido discutir los reconocimientos y todo lo demás, la policía se habría despertado del letargo, y habríamos adelantado algo. Pero ahora… Dice que va a dejar que ella entable el pleito. A ver qué hace ahora para destruir los reconocimientos. Será imposible. Cualquier abogado puede crucificar a esos testigos si cambian su declaración. ¡Y ese es el camino seguro! ¡Eso es ir a lo positivo! ¡Eso es hacer lo que hubiera hecho el viejo Norton! ¡Bah!, Huff, el viejo Norton habría obtenido en el acto una confesión de la mujer. La habría obligado a reconocerse culpable; y a estas horas estaría en camino a Folson, a cumplir condena perpetua. Y ahora, mírenos. El momento verdaderamente significativo ha pasado ya, y lo hemos perdido. Lo hemos perdido… Permítame decirle algo. Si ese hombre insiste en querer dirigir esta compañía, la compañía está perdida. No es posible sobrevivir a tantos golpes como este. ¡Demonios! Cincuenta mil dólares pagados por idiotas. Terriblemente, decididamente idiotas.

Ante mis ojos, las luces empezaron a vacilar. Volvió a lo mismo, detallando cómo Nirdlinger fue asesinado. Dijo que el desconocido había dejado su automóvil en Burbank, y que ahí se tiró del tren. Agregó que ella se reunió con él, y que recorrieron el trayecto en coches separados, transportando el cadáver en uno de ellos, hasta el lugar en que lo pusieron en la vía. Se imaginaba que ella habría tenido tiempo de llegar a Burbank, y luego regresar, comprando un poco de helado, a las 10.20, hora en que fue vista en la tienda de la esquina. Hasta esto lo había averiguado. Se equivocaba en cuanto a la forma en que fue cometido el crimen; pero estaba tan cerca de la verdad, que se me entumecieron los labios sólo de escucharlo.

—Bueno, Keyes, ¿qué piensa hacer?

—Ya que él quiere esperarla, y permitir que nos demande… todo eso está bien. Averiguará los antecedentes del muerto, tratando de descubrir cuanto sea posible acerca de la razón del suicidio. También está bien. Yo me ocuparé de ella. Cualquier movimiento, cualquier cosa que haga, lo voy a saber. Tarde o temprano, Huff, el otro individuo tiene que aparecer. Necesitarán verse. Y apenas sepa quién es, que se prepare. Claro, puede iniciar juicio. Y cuando la tengamos en el banquillo del tribunal, créame, Huff, que Norton va a pasar un mal rato. Tendrá que tragarse todas las palabras que ha dicho, y puede ser que algunas se las coma también la policía. ¡Oh, no! Yo no he terminado aún.

Me tenía acorralado, y yo lo sabía. Si ella entablaba un pleito, y perdía el tino en el banquillo, sólo Dios sabe lo que podía suceder. Si no iniciaba la demanda, sería peor aún. Al no tratar de cobrar la póliza, el asunto se presentaría tan feo, que hasta la policía tomaría cartas en el asunto. Yo no me atrevía a llamarla, porque lo menos que podía suceder era que su línea estuviera intervenida. Aquella noche hice lo mismo que las otras dos, mientras esperaba la audiencia. Me emborraché, o traté de emborracharme. Bebí casi un litro de coñac; pero no surtió efecto. Advertí una extraña sensación en las piernas y me zumbaron los oídos; pero seguí con la vista clavada en la oscuridad, y cavilando sobre lo que iba a hacer. No lo sabía. No podía dormir, no podía comer; ni siquiera podía emborracharme.

Hasta la noche siguiente no llamó Phyllis. Fue un poco después de la cena, y el filipino se había retirado. Tuve hasta miedo de contestar, pero no tenía otro remedio.

—¿Walter?

—Sí. En primer lugar, ¿dónde estás? ¿En casa?

—Estoy en un almacén.

—Muy bien. Sigue, entonces.

—Lola está tan rara que ni siquiera me atrevo a usar mi propio teléfono. Vine hasta el boulevard.

—¿Qué le pasa a Lola?

—Debe ser histeria. El golpe fue excesivo para ella.

—¿Nada más?

—Creo que no.

—Perfectamente, habla, pero habla pronto. ¿Qué ha sucedido?

—Un montón de cosas. He tenido miedo de llamar. Tuve que quedarme en casa hasta el entierro, y…

—¿El entierro ha sido hoy?

—Sí. Después de la audiencia.

—Sigue.

—Mañana abren la caja fuerte de mi marido. El Estado tiene algo que ver con eso, a causa del impuesto a las herencias.

—Muy bien. ¿La póliza está ahí?

—Sí. La puse yo hace una semana.

—Muy bien, esto es lo que tendrás que hacer. El procedimiento se llevará a cabo en el estudio de tu abogado. ¿No es verdad?

—Sí.

—Entonces, concurre. Estará el inspector de impuestos, cumpliendo con la ley. Encontrarán la póliza, y tú se la entregas a tu abogado. Dale instrucciones de que exija el pago. Todo ha quedado en suspenso hasta que tú hagas eso.

—¿Que exija el pago?

—En efecto. Ahora, presta atención, Phyllis. Esto no debes decírselo al abogado… todavía. La compañía no va a satisfacer el pedido.

—¿Qué?

—No van a pagar.

—¿Que no van a pagar la póliza?

—Creen que es… suicidio, y quieren obligarte a que los demandes, y ponerte frente a un jurado, antes de pagar. Esto no se lo digas ahora a tu abogado; ya lo descubrirá él por sí mismo más adelante. Te propondrá entablar juicio, y tú se lo permitirás. Tendremos que pagar, pero este es el único camino. Y ahora, Phyllis, una cosa más…

—Sí.

—No podemos vernos.

—Pero yo quiero verte.

—Que no se te ocurra. Lo que esperan demostrar es suicidio; pero tienen toda otra clase de sospechas. Si empezamos a vernos, descubrirán la verdad tan rápidamente, que sólo de pensarlo tendría que helársete la sangre. Te seguirán a todas partes para ver qué pueden descubrir, y de ninguna manera debes comunicarte conmigo, a menos que sea forzoso, y aun en ese caso llámame a casa desde una tienda, y nunca desde el mismo lugar dos veces seguidas. ¿Me entiendes?

—Me parece que estás asustado.

—Lo estoy; mucho. Saben más de lo que tú crees.

—¿Quieres decir que la cosa es seria?

—Tal vez no; pero debemos tener cuidado.

—Entonces sería mejor que no los demandase.

—Tienes que hacerlo. De lo contrario, estamos hundidos.

—Sí, ya entiendo.

—Demándalos, pero ten cuidado con lo que dices al abogado.

—Está bien. ¿Me quieres todavía?

—Sabes que sí.

—¿Piensas en mí? ¿Te acuerdas siempre?

—Siempre.

—¿Queda alguna otra cosa?

—Que yo sepa, no. ¿Me has dicho todo?

—Creo que sí.

—Mejor es que cuelgues. Alguien puede entrar.

—Parece que quisieras librarte de mí.

—No es más que sentido común.

—Está bien. ¿Cuánto tiempo va a durar esto?

—No lo sé. Quizá mucho.

—Me muero por verte.

—Yo también. Pero debemos tener cuidado.

—Bien. Entonces, adiós.

—Adiós.

Colgué. La amaba como el conejo ama a la culebra. Esa noche hice algo que no había hecho en muchos años. Recé.