6

Había pasado por completo el momento de audacia indispensable en todo crimen bien perpetrado. Durante los veinte minutos siguientes, nos vimos en las garras de la muerte, no por lo que sucedía en el momento, sino por la forma en que las cosas podían combinarse después. Quiso arrojar el cigarro, y yo la detuve. El hombre había encendido el cigarro en la casa, y yo lo necesitaba. Ella me lo guardó, limpiando la punta lo mejor que pudo, mientras yo me dedicaba a trabajar con la cuerda. Se la puse en los hombros, precisamente debajo de la nuca, y se la pasé por las axilas, a través de la espalda. La até con fuerza y enganché el mango, de tal modo que entraran en él ambos extremos de la cuerda, apretándola. No hay nada más difícil que mover a un muerto; pero yo suponía que de este modo iba a ser posible hacerlo con rapidez.

—Ya estamos, Walter. ¿Aparco el coche o doy vueltas a la manzana?

—Aparca. Estamos listos.

Detuvo la marcha en una callejuela transversal, a cien metros de la estación. Fue difícil elegir el sitio para aparcar. Si íbamos al terreno contiguo a la estación, donde se detienen todos los coches, era casi seguro que abriría la portezuela un mozo, para coger los equipajes, y estaríamos perdidos. Pero el lugar elegido era perfecto. Si se presentaba la ocasión, teníamos que discutir en presencia de extraños, quejándome yo de lo mucho que me había hecho andar, para quedar a cubierto de cualquier cosa que luego podría parecer un poco rara.

Descendió, y tomó la maleta y la cartera. Era uno de esos hombres que ponen los objetos de tocador en un estuche para usarlos en el tren. Esto podía ser una ventaja para mí, más adelante. Subí las ventanillas, tomé las muletas, y bajé. Phyllis cerró el coche. El hombre quedó donde estaba, retorcido en el asiento, con la cuerda lista.

Ella se me adelantó con la maleta y la cartera, y yo la seguí detrás, andando con muletas y levantando un poco la pierna vendada. Daba la impresión de que era una mujer que procuraba aliviarle el esfuerzo a un lisiado. En realidad, era la forma de evitar que el mozo que se abalanzase a coger el equipaje pudiera verme de cerca. Apenas doblamos la esquina y tuvimos a la vista la estación, vino uno corriendo. Hizo exactamente lo que yo me había imaginado. Le cogió a ella los equipajes, y no esperó a que yo llegara.

—El de las nueve y cuarenta y cinco para San Francisco, sección 8, vagón C.

—Ocho, vagón C; sí, señora. La espero en el coche.

Entramos en la estación. Hice que se me acercara, para poder hablarle en voz baja, en caso necesario. Yo llevaba gafas y el sombrero calado, pero no mucho. Mantenía la mirada baja, como si observara dónde tenía las muletas. Seguí con el cigarro en la boca, para que contribuyera a ocultarme la cara, permitiéndome al mismo tiempo desfigurar un poco mis facciones, so pretexto de evitar que el humo me entrara en los ojos.

El tren estaba en uno de los ramales accesorios, hacia el extremo más alejado de la estación. Rápidamente conté los vagones. ¡Demonios, era el tercero! Precisamente donde los dos revisores estaban de pie en la puerta, y no sólo ellos, sino además el camarero y el mozo, esperando recibir su propina. Si no hacíamos algo pronto, serían cuatro las personas que me habrían visto bien antes de entrar yo en el coche, y eso podría ser nuestra perdición. Ella se separó de mí. La vi dar la propina al mozo, que se marchó muy ceremonioso, sin pasar cerca de mí. Se encaminó directamente al extremo más distante de la estación, donde se encontraba la parada de coches. Después me vio el mozo y se me acercó; pero ella lo tomó del brazo diciendo:

—No le gusta que lo ayuden.

El mozo no la entendió. El guarda del autocar, en cambio, sí.

—¡Eh!

El mozo se detuvo y comprendió lo que le decían. Todos se dieron vuelta y se pusieron a hablar. Subí los escalones, hasta llegar al último. Era otra señal. Phyllis estaba aún en el andén, con los guardas.

—¡Querido!

Me detuve y di media vuelta.

—Ven hacia atrás, a la plataforma. Nos despediremos allí, y no tendré que preocuparme de bajar del tren. Todavía nos quedan unos minutos para hablar.

—Muy bien.

Retrocedí por el interior del coche, y ella hizo lo propio, por el andén.

Los tres vagones estaban llenos de gente que se preparaba para acostarse, con la mayoría de las camas hechas. El corredor estaba lleno de equipajes. Los mozos no estaban allí, sino en sus compartimientos, afuera. Mantuve baja la mirada, apretado el cigarro entre los dientes y retorcida la cara. Nadie me vio en realidad, y sin embargo me vieron todos; porque apenas advertían las muletas, empezaban a quitar los equipajes del camino y a hacerme paso. Yo asentía y agradecía en voz muy baja.

Me bastó ver la cara de Phyllis, para notar que algo andaba mal. Una vez en la plataforma, comprendí. Había un hombre, acurrucado en un rincón oscuro, y fumando. Yo me senté en el rincón opuesto. Ella me alargó la mano, y se la tomé. No me quitó la vista de encima, esperando una indicación. Mis labios decían simplemente:

—El aparcamiento… el aparcamiento… el aparcamiento —pasaron dos o tres segundos antes de que me entendiera.

—Querido.

—¿Qué?

—¿No estás ya enojado conmigo por haber dejado el coche donde lo dejé?

—No importa.

—Creí que me dirigía al aparcamiento de la estación. Pero en estos lugares me confundo siempre. No pensaba que te haría andar tanto.

—Ya te he dicho que no importa.

—Estoy muy afligida.

—Bésame.

Miré el reloj y se lo enseñé. Faltaban siete minutos para la partida del tren. Necesitaba seis minutos de tiempo para lo que tenía que hacer.

—Escúchame, Phyllis; no hace falta que sigas esperando aquí. ¿Por qué no te vas?

—Bueno. ¿No te molesta?

—En absoluto. No ganamos nada con demorar las cosas.

—Entonces, adiós.

—Adiós.

—Que lo pases bien. Tres vivas por Leland Stanford.

—Haré todo lo que pueda.

—Bésame otra vez.

—Adiós.

Para lo que yo necesitaba hacer, tenía que librarme de aquel individuo lo más pronto posible. No había contado con que hubiera alguien allí. Generalmente, no hay nadie cuando sale el tren. Me quedé sentado, tratando de idear algo. Pensé que se marcharía cuando terminara el cigarrillo, pero no fue así. Lo tiró, y se puso a hablar.

—Son raras las mujeres.

—Raras y algo más.

—No tuve más remedio que escuchar la pequeña conversación que usted acaba de sostener con su esposa. Me refiero a eso que dijeron sobre el sitio en que aparcó el coche. Esto me recuerda lo que me pasó con mi esposa, volviendo de San Diego.

Me contó lo que le había pasado con su esposa. Lo miré, sin poder verle la cara; y presumí que a él le ocurría lo mismo conmigo. Dejó de hablar. Yo necesitaba decir algo.

—Sí, no hay duda de que las mujeres son raras. Especialmente cuando se las pone detrás del volante de un coche.

—Son todas iguales.

El tren empezó su marcha. Avanzó penosamente por los alrededores de Los Ángeles, y el hombre siguió hablando. Luego se me ocurrió una idea. Recordé que tenía que aparentar que estaba lisiado y me puse a revisarme los bolsillos.

—¿Ha perdido algo?

—El billete. No puedo encontrarlo.

—¡Oh! ¿Y qué he hecho yo del mío? ¡Ah, sí!, aquí está.

—¿Sabe usted lo que debe haber hecho mi mujer? Tiene que haberlo puesto en mi portafolios, donde le encargué que no lo dejase. Debió colocármelo aquí, en el bolsillo de este traje, y ahora…

—¡Oh!, ya aparecerá.

—¿No es el colmo? Ahora tendré que cojear por todos los vagones, sólo porque…

—No sea tonto. Quédese donde está.

—No, yo no puedo permitir que usted…

—Será un placer, amigo. Quédese donde está y yo lo traeré. ¿Dónde tiene su cama?

—¿Será tan amable? Sección 8, vagón C.

—Volveré enseguida.

El tren ya corría más. Mi señal era el letrero de una granja, más o menos a unos cuatrocientos metros de la vía. Cuando lo tuve a la vista, encendí el cigarro. Me puse las muletas debajo de un brazo, pasé las piernas por encima de la baranda y esperé. Una de las muletas golpeó en los durmientes y me sacudió, a riesgo de hacerme caer. Me sostuve. Cuando llegamos enfrente del letrero, me solté.