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Su tren tenía que salir a las 9.45 de la noche. A eso de las cuatro de la tarde me dirigí a la calle San Pedro y hablé sobre seguros para el personal con el gerente de una compañía de vinos. No había perspectiva ninguna de cerrar el trato hasta agosto, cuando se reciben las uvas y se abre la fábrica; pero yo tenía mis razones. Aunque me explicó por qué no estaba todavía en condiciones de hacer trato, fingí insistir y volví al despacho. Le dije a Nettie que creía tener un verdadero candidato, y que preparara un formulario. Ese formulario daba automáticamente la fecha de la primera visita, y era lo que yo necesitaba. Firmé un par de cartas, y a eso de las cinco y media me retiré.

Llegué a casa a las seis, y el filipino tenía todo listo para servir la cena. Yo contaba con este detalle. Era el día tres de junio, y debí haberle pagado el día uno, pero fingí que me había olvidado ir al banco y demoré el pago. Aquel día, sin embargo, estuve en casa para comer a mediodía, y le pagué. Esto significaba que al llegar la noche le faltaría tiempo para salir a gastar el dinero. Le dije que estaba bien, que podía servir la cena; y ya había puesto la sopa en la mesa cuando yo aún no estaba lavado. Comí lo mejor que pude. Me dio chuleta, puré de patatas, arvejas y zanahorias, con macedonia de fruta como postre. Yo estaba tan nervioso que apenas si podía masticar; pero como quiera que sea, lo engullí todo. En cuanto acabé el café, el filipino tenía todo lavado, y se había puesto pantalones de color crema, medias y zapatos blancos, una chaqueta marrón y una camisa blanca de cuello abierto. No le faltaba nada para salir de paseo con su chica. Suele decirse que lo que usaba el lunes un actor de cine, se lo ponía el martes un criado filipino; pero si ustedes me preguntan, yo diría que es al revés, y que el hijo de Manila se adelantaba a Clark Gable.

Se fue a las siete menos cuarto. Cuando vino a preguntarme si necesitaba que hiciera algo más, yo estaba desvistiéndome, como para acostarme. Le dije que descansaría un poco y que trabajaría. Busqué papel y lápices, e hice un montón de notas, como si estuviera calculando el seguro del hombre con quien había hablado por la tarde. Son los datos que ordinariamente se guardan para el momento oportuno, en la carpeta del candidato. Me preocupé especialmente de que la fecha figurara un par de veces.

Luego me levanté y llamé al despacho. Contestó Joe Pete, el vigilante nocturno.

—Joe, habla Walter Huff. ¿Quiere hacerme un favor? Suba a mi oficina y en el primer cajón del escritorio encontrará mi libro de tarifas. Es un libro de hojas sueltas, con tapa de cuero blando, mi nombre impreso en letras doradas y la palabra «Tarifas» debajo. Me olvidé traerlo, y me hace falta. ¿Quiere mandármelo con un mensajero enseguida?

—Muy bien, señor Huff. En el acto.

Quince minutos después me llamó, diciendo que no podía encontrarlo.

—He revisado todo el escritorio, señor Huff, y la oficina, además; pero ese libro no aparece por ningún lado.

—Lo habrá guardado Nettie bajo llave.

—Puedo llamarla, si usted quiere, y preguntarle dónde lo puso.

—No, no me hace tanta falta.

—Lo siento mucho, señor Huff.

—Me arreglaré sin él.

Yo había puesto el libro de tarifas en un lugar donde nunca lo encontraría. Pero era una persona que me había llamado a mi casa, y sabía que yo estaba en ella, trabajando muy en serio. Habría otros.

No era necesario decirle nada que le hiciera recordar la fecha. Llevaba un registro en el cual anotaba todo lo que hacía, no sólo con la fecha, sino también con la hora. Miré mi reloj. Eran las 7.38.

A las ocho menos cuarto sonó de nuevo el teléfono. Era Phyllis.

—El azul.

—¿Azul? Está bien.

Era la forma de comunicarme qué traje usaría. Confiábamos que sería el azul; pero yo quería estar seguro, de modo que ella debía bajar a la farmacia para comprarle un nuevo cepillo de dientes, y llamarme desde ahí. No había peligro de que quedara constancia de la llamada, porque las que se hacen desde teléfonos públicos no se anotan. Apenas colgó, me vestí. También yo me puse un traje azul; pero antes me envolví el pie. Me coloqué un vendaje grueso, de gasa, y encima tela adhesiva. Parecía que la tela estaba enrollada en el tobillo, como un molde de yeso en una pierna rota; pero no era eso. Podía quitármelo en diez segundos, cuando llegara el momento. Me calcé. Apenas si pude atarme el zapato, pero así era como lo quería. Me cercioré de que llevaba encima el par de gafas con aro de carey, como los de Nirdlinger. Las tenía en el bolsillo. Comprobé que tampoco me faltaba el metro y medio de hilo liviano, de algodón, en un rollo pequeño. Tenía también un mango que yo había hecho, con una varilla de hierro, igual a los usados en las tiendas para llevar paquetes, pero más pesado. La chaqueta tenía arrugas; pero esto no importaba.

A las nueve menos veinte llamé a Nettie.

—¿Vio mi libro de tarifas antes de salir de ahí?

—No, no lo vi, señor Huff.

—Lo necesito y no sé qué he hecho con él.

—¿Quiere decir que lo ha perdido?

—No sé. He telefoneado a Joe Pete, pero no lo encuentra; y no sé dónde lo habré puesto.

—Si quiere, voy a la oficina, a ver si yo…

—No, no es tan importante.

—Pues no lo vi, señor Huff.

Nettie vive en Burbank, y la llamada era de larga distancia. Los registros demostrarían que yo llamé desde mi casa a las 8.40. En cuanto me libré de ella, abrí la caja del timbre, y coloqué la mitad de una tarjeta de visita en el martillo, de modo que si alguien me llamaba y sonaba el teléfono, la tarjeta caería. Luego hice lo mismo con el timbre de la calle, en la cocina. Estaría fuera de casa una hora y media, y me convenía saber si había sonado el timbre de la calle o el teléfono. Si tal cosa ocurría, sería mientras yo estaba bañándome, con la puerta cerrada y el agua corriendo, de modo que me era imposible oír. Pero necesitaba saber.

Apenas estuvieron puestas las tarjetas, me metí en el coche y me encaminé a Hollywood. Queda a unos pocos minutos de casa. Estacioné el coche en la calle principal, en un lugar que está a unos cien metros. Me convenía un lugar donde el coche no llamara la atención. Pero no demasiado lejos. Me cansaba andar con el pie envuelto.

Al doblar la esquina hay un árbol grande. No se divisa edificio ninguno. Me agazapé detrás, a esperar. Esperé exactamente dos minutos; pero a mí me pareció una hora. Después vi la luz de unos faros y el coche que doblaba. Conducía ella, y a su lado estaba él, con las muletas bajo el brazo, junto a la portezuela. Cuando el automóvil llegó al árbol, se detuvo. Todo esto estaba previsto. Ahora venía lo difícil: hacerlo salir del automóvil durante un minuto, para que yo pudiera entrar. Si Nirdlinger hubiera estado bien de los dos pies, esto no habría ofrecido ninguna dificultad; pero hacer salir de un coche a un inválido, una vez acomodado en él, y especialmente cuando tiene a su lado a una persona que goza de perfecta salud, es como querer mover a un hipopótamo.

Abrió ella la portezuela, tal como yo la había instruido.

—No tengo mi monedero.

—¿No lo has cogido?

—Yo creí que sí. Mira en el asiento trasero.

—No, allí no hay nada más que mis cosas.

—No se me ocurre qué pude haber hecho con él.

—Bueno, vamos, que se hace tarde. Toma, aquí tienes un dólar. Será bastante hasta que vuelvas.

—Debí haberlo dejado en el sofá, en el cuarto de estar.

—Bueno, está bien, está bien, lo dejaste en el sofá del cuarto de estar. Ahora sigamos.

Llegaba a la parte en que había tenido que insistirle por lo menos cuarenta veces. Se le había metido en la cabeza pedirle a él que fuera a traérselo. Me costó trabajo convencerla de que si hacía eso, lo único que conseguiría era ponerlo a él en el trance de decirle que fuera ella, para no tener que andar él. Le demostré que su única esperanza estaba en encapricharse y en no arrancar, hasta que él se pusiera furioso y tan preocupado por la hora, que se hiciera el mártir y bajara. Ella insistió, tal como yo la había instruido.

—Pero necesito mi monedero.

—¿Para qué? ¿No basta con un dólar?

—Es que también tengo en él mi lápiz de labios.

—Escucha. ¿No puedes entender que debo tomar un tren? Esto no es un paseo en coche; no podemos salir cuando se nos antoja. Es un tren que sale a las nueve y cuarenta y cinco, y que cuando se va, se va. Vamos. Arranca.

—Bueno, si hablas de ese modo.

—¿De qué modo?

—He dicho únicamente que quería mi…

La boca del hombre dejó escapar una sarta de maldiciones, y por último oí el ruido de las muletas golpeando contra el costado del coche. Cuando el hombre doblaba la esquina, avanzando con paso inseguro hacia la casa, entré en el coche. Tenía que entrar por la puerta delantera y saltar al asiento trasero, para que él no oyese que la portezuela trasera se cerraba. El ruido de una portezuela al cerrarse llama siempre la atención. Me agazapé en lo oscuro. Tenía la maleta y la cartera de los documentos en el asiento.

—¿Lo he hecho bien, Walter?

—Hasta ahora sí. ¿Cómo te libraste de Lola?

—No tuve que hacer nada. La invitaron no sé adónde, y yo la acompañé al autobús a las siete.

—Está bien. Retrocede ahora, para que no tenga que andar tanto. Procura calmarlo.

—Perfectamente.

Retrocedió hasta la puerta, y el hombre volvió a entrar. Arrancó. Créanme si les digo que es violento espiar a un matrimonio, y oír de que hablan. Apenas ella lo aplacó un poco, el hombre se puso a despotricar contra Belle y su manera de servir la mesa. Ella la censuró por su costumbre de romper platos. Luego la conversación giró en torno a un hombre llamado Hobey y una mujer llamada Ethel, que parecía ser la esposa de Hobey. Dijo que estaba harto de Hobey, y que no le importaba que este lo supiera. Ella dijo que antes le gustaba Ethel, pero que sus modales altaneros ya la tenían cansada. Calcularon si les debían a Hobey y Ethel una cena, o a la inversa; y decidieron que después de eso, interrumpirían la amistad. Resuelto este asunto, decidieron que él tomaría un taxi para ir a todas partes, allá en Palo Alto, aunque le costara un poco más de dinero. Porque si tenía que ir con muletas a todos lados, no sólo no se divertiría, sino que además podría forzar la pierna. Phyllis habló como si realmente el hombre fuera a llegar a Palo Alto, y ninguna otra cosa la preocupara. Las mujeres son animales raros.

Desde mi escondrijo, no veía por dónde íbamos. Hasta temía respirar, por miedo de que él me oyera. Ella debía conducir el automóvil evitando frenazos o atascos, y cualquier cosa que pudiera obligarlo a volver la cabeza para mirar hacia atrás. Nada de esto ocurrió. El hombre llevaba un cigarro en la boca, y se reclinó en el asiento, fumando. Después de un rato, ella hizo sonar dos veces la bocina con fuerza. Era la señal indicadora de que habíamos llegado a una calle oscura, elegida de antemano, a un kilómetro de la estación.

Me levanté, le puse la mano en la boca y le tiré de la cabeza hacia atrás. Me asió fuertemente con las dos suyas. Todavía tenía el cigarro entre los dedos. Lo agarré con la mano que tenía libre y se lo entregué a ella. Me apoderé de una de las muletas y se la coloqué debajo del mentón. No quiero explicarles lo que hice entonces; pero a los dos segundos estaba acurrucado en el asiento trasero, con el cuello roto y sin el menor rastro de violencia, salvo un pliegue exactamente encima de la nariz, hecho con el travesaño de la muleta.