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Todo esto que les he contado sucedió al finalizar el invierno, más o menos a mediados de febrero. Por supuesto, febrero en California parece igual que los demás meses; pero en cualquier otro lugar habría sido invierno. De allí en adelante, durante la primavera entera, créanme si les digo que no es mucho lo que dormí. Métanse ustedes en un enredo de estos, y si no se despiertan muchas veces en mitad de la noche, soñando que los han sorprendido por algún detalle olvidado, tienen ustedes unos nervios mejores que los míos. Además había problemas que no lográbamos solucionar; por ejemplo, la manera de hacerle tomar un tren. Era difícil, y de no haber tenido un poco de suerte, quizá no lo hubiéramos resuelto nunca. Hay mucha gente aquí que nunca ha viajado en tren. Van a todas partes en coche. Esa era la forma en que él viajaba, cuando viajaba; y descubrir la manera de hacerle usar el tren siquiera una vez, fue para nosotros un motivo de dolor de cabeza durante bastante tiempo. Sin embargo, habíamos salido bien de una cosa que me hizo sudar mucho. Por eso tuvo en su rostro aquella rara expresión que advertí cuando me entregó el cheque. Había algo detrás, y si en ello estaba complicada la secretaria, especialmente si salía después de irme yo y se jactaba ante ella de haber ganado veinte dólares llovidos del cielo, la cosa podía presentarse fea, fuera cual fuera la explicación que yo diese. Pero no sucedió así: Phyllis averiguó el detalle, y me maravillé al pensar por cuán poco nos habíamos librado. Le cargó a su compañía el seguro de su coche, en el libro de gastos, y la secretaria ya le había dado entrada cuando llegué yo con mi proposición. No sólo le había dado entrada, sino que, resultando las cosas como yo deseaba, todavía tenía en su poder el cheque cancelado para demostración; me refiero al primero de los cheques. Todo lo que tenía que hacer era no decirle nada a la secretaria, y guardarse en el bolsillo la diferencia de veinte dólares, sin que nadie se enterase. Se calló. Ni siquiera se lo refirió a Lola. Pero tenía que vanagloriarse con alguien de lo inteligente que era, y se lo contó a Phyllis.

Otra cosa que me preocupaba era yo mismo. Tenía miedo de que mis ventas empezaran a decaer, y de que se extrañaran en la oficina y me preguntaran qué me pasaba. Esto, más adelante, cuando se pusieran a pensar en ello de nuevo, no me convendría. Tenía que vender muchos seguros mientras preparaba este otro asunto. Trabajé como un negro. Visité a todos los candidatos con los cuales tenía alguna posibilidad de hacer negocio y me causa vergüenza lo pesado que me puse. Créase o no, mis cifras arrojaron un aumento del doce por ciento en marzo, dos por ciento más en abril, y en mayo, cuando hay mucha actividad en coches, aumentaron otro siete por ciento. Llegué a hacer una combinación entre mi compañía financiera y un gran sindicato de coches de segunda mano, y eso ayudó también. Los libros no tenían nada de qué acusarme. Fui el niño prodigio de las dos oficinas aquella primavera. Todos se quitaban el sombrero.

—Va a una reunión de todos los compañeros de su clase en Palo Alto.

—¿Cuándo?

—En junio. Dentro de un mes y medio, más o menos.

—Está bien. Eso era lo que necesitábamos.

—Pero desea ir en coche. Quiere llevárselo, y que yo vaya con él. Si me niego, armará un escándalo.

—¿Sí? Está mal que te des tanta importancia. Sea a una reunión de exalumnos o a la tienda de la esquina, cualquier hombre prefiere ir solo a ir con su mujer. Estará procurando ser cortés. Háblale demostrando que no tienes interés en la reunión de exalumnos, y se convencerá de que puede ir solo. Se convencerá con tanta facilidad que quedarás boquiabierta.

—Eso sí me gusta.

—Supongo que no te puede gustar. Pero ya lo verás.

Esa fue la forma en que las cosas se hicieron; pero, a pesar de que ella le insistió toda una semana, no consiguió que desistiera de usar el coche.

—Dice que lo necesita, porque habrá muchos sitios adonde querrá ir: picnics y cosas parecidas, y que si no dispone del suyo tendrá que alquilar uno. Además, aborrece los trenes. En el tren se marea.

—¿No puedes hacer una escena?

—Ya la hice. He hecho todo lo que puedes imaginarte; pero no hay manera de que cambie de idea. He extremado las cosas a tal punto, que Lola ya casi no me habla. Cree que es un egoísmo de mi parte. Puedo hacer la prueba de nuevo, pero…

—No, diablos, no.

—Podría hacer otra cosa. El día antes del viaje, no me sería difícil estropearle el coche. Romper la puesta en marcha o cosa por el estilo, de tal modo que tenga que llevarlo al taller. En ese caso, no le quedará otro remedio que viajar en tren.

—Nada de eso. Ni siquiera el más leve asomo. En primer lugar, ya has insistido mucho, y pueden sospechar algo; y créeme si te aseguro que Lola será difícil de convencer después. En segundo lugar, necesitamos el coche.

—¿Lo necesitamos?

—Es indispensable.

—Todavía no entiendo… qué es lo que vamos a hacer.

—Ya lo sabrás con bastante tiempo. Pero necesitamos a toda costa el coche; en realidad, necesitamos dos, el tuyo y el mío. Hagas lo que hagas, no se te ocurra tocar el motor para nada. Ese coche debe funcionar. Tiene que estar en perfectas condiciones.

—¿No sería mejor que abandonáramos la idea del tren?

—Escucha. Tiene que ser tren o no hay nada de lo dicho.

—Bien. No hace falta que me hables de ese modo.

—Es que estás inventando recursos de chapucera que no me interesan. Tal como yo he pensado las cosas, se trata de dar el golpe por el máximo de beneficio. Tiene que ser así para que yo intervenga.

—Es que he estado pensando…

—Pues deja de pensar.

Dos o tres días después, cuando la suerte nos favoreció, me llamó a la oficina a eso de las cuatro de la tarde.

—¿Walter?

—Sí.

—¿Estás solo?

—¿Es importante?

—Sí, enormemente. Ha sucedido una cosa.

—Voy a casa. Llámame allí dentro de media hora.

Estaba solo, pero no me fío de un teléfono que pasa por una centralita. Fui a casa y el teléfono sonó unos dos minutos después de llegar yo.

—El viaje a Palo Alto ha quedado anulado. Se ha roto una pierna.

—¿Qué?

—Ni siquiera sé todavía cómo ha ocurrido. Creo que estaba sujetando a un perro; un perro de un vecino que quería perseguir a un conejo, se le escapó y lo tiró al suelo. Ahora está en el hospital. Lola se encuentra con él. Van a traerlo a casa dentro de unos minutos.

—Creo que con eso todos nuestros planes se van al garete.

—Es lo que yo temo.

Después de la cena se me ocurrió que en vez de echar por tierra los planes, el accidente solucionaba todas las dificultades. Debo de haber andado tres millas por el cuarto de estar, preguntándome si vendría aquella noche, cuando de pronto oí el timbre.

—No dispongo más que de unos minutos. Se supone que estoy en el boulevard, comprándole algo para leer. Sería capaz de ponerme a llorar. ¿Cómo es posible que nos pase una cosa así?

—Escucha, Phyllis, no te preocupes de eso. ¿Qué clase de fractura tiene? Quiero decir, ¿es grave?

—Cerca del tobillo. No, no es grave.

—¿Tiene poleas?

—No, le han puesto un peso, que se lo van a quitar dentro de una semana. Pero no va a poder andar. Tendrá que tener la pierna enyesada durante largo tiempo.

—Podrá andar.

—¿Te parece?

—Si tú lo levantas.

—¿Qué quieres decir, Walter?

—Con muletas podrá sostenerse, si tú lo ayudas a levantarse. Y con el pie enyesado, no podrá conducir el coche. Tendrá que ir en tren. Eso, Phyllis, es lo que hemos estado deseando.

—¿Te parece?

—Pero aún hay más. Ya te dije que sube al tren y no sube. Muy bien, pues. Tenemos que resolver el problema de la identificación, ¿no es así? Con esas muletas y ese pie enyesado, no es posible buscar una identificación más perfecta. Oh, sí, yo te lo aseguro. Si logras sacarlo de la cama, y convencerlo de que tiene que hacer el viaje a toda costa, como una especie de vacación después de todo lo que ha sufrido, estamos salvados. Presiento que así es.

—Es peligroso, sin embargo.

—¿Qué tiene de peligroso?

—Quiero decir que no es lógico que un hombre que tiene una pierna fracturada se levante de la cama demasiado pronto. He sido enfermera y lo sé. Lo más seguro es que eso afecte el largo de las piernas, y quede una más corta que la otra.

—¿Es eso todo lo que te preocupa?

Pasó un minuto antes de que se diera cuenta. Que una pierna quedara más corta que la otra era algo que no alcanzaría a molestarlo.

El día de los difuntos no entregan correspondencia a domicilio; pero el cartero diurno va al correo y la trae. Había un sobre grande para mí, marcado «particular». Lo abrí y encontré un folleto. Se titulaba Los coloides en la minería del oro. Examen de los métodos utilizados para resolver el problema. Dentro, estaba dedicado «Al señor Walter Huff, en agradecimiento por los favores recibidos. Beniamino Sachetti».