—Además, otra cosa sobre la que llamo su atención, señor Nirdlinger, es una novedad que hemos añadido el año pasado, sin costo adicional; nuestra garantía de fianza para excarcelación. Le entregamos a usted una tarjeta, y todo lo que tiene que hacer en el caso de un accidente cuya responsabilidad recae sobre usted, o en cualquier infracción de tránsito en que la policía debe detenerlo, es enseñar la tarjeta; y si el caso permite la excarcelación bajo fianza, usted queda automáticamente en libertad. La policía toma la tarjeta, que nos constituye en fiadores, y usted queda libre hasta que el proceso se ventile en una audiencia. Como esa es una de las ventajas que el Automóvil Club ofrece a sus socios, ya que usted está pensando en el Automóvil Club…
—Casi he abandonado la idea.
—En ese caso, ¿por qué no arreglamos el asunto ahora mismo? Creo haberle explicado bastante bien lo que hacemos por usted…
—Me parece que estaría bien.
—Entonces, si quiere usted firmar estas solicitudes, quedará a cubierto hasta que se extiendan las nuevas pólizas, que estarán listas dentro de una semana más o menos; pero no hace falta que usted pague por toda una semana de seguro adicional. Esto es para choques, incendios y robos; esto, para la responsabilidad ante terceros… y si no tiene inconveniente en firmar estas dos, son copias de agente, que guardo en mis archivos.
—¿Aquí?
—En la línea punteada.
Era un hombre corpulento, macizo, más o menos de mi mismo tamaño, con gafas; y yo lo llevé al terreno deseado en la forma prevista. Apenas tuve en mi poder las solicitudes, abordé el tema del seguro contra accidentes. No pareció interesarse mucho, de modo que ataqué con firmeza. Phyllis terció en la conversación, manifestando que la sola idea del seguro contra accidentes le daba escalofríos, y yo seguí insistiendo. No desistí hasta no haber machacado todas las razones favorables al seguro de accidentes en que los agentes han pensado alguna vez, y tal vez un par de razones que a nadie se le habían ocurrido. Permaneció sentado, tamborileando con los dedos en los brazos del sillón, deseando que yo me fuera.
Pero no era eso lo que me preocupaba. Mi inquietud era motivada por el testigo que Phyllis había buscado. Pensé que invitaría a cenar a algún amigo de la casa, tal vez a una mujer, haciendo que se quedara con nosotros en el salón después de presentarme yo, a eso de las siete y media. Pero no fue así. Trajo a su hijastra, una chica hermosa, llamada Lola. Lola quería irse, pero Phyllis dijo que tenía que devanar lana para el jersey que estaba tejiendo, y la retuvo sirviéndose de ella. Yo tuve que hacerla entrar en la conversación, con una broma de cuando en cuando, para asegurarme de que recordaría lo conversado; pero cuanto más la miraba, menos me gustaba el asunto. Tener que estar allí con ella, sabiendo en todo momento lo que pensábamos hacer a su padre, era un cargo de conciencia que no me agradaba mucho.
Cuando me di cuenta, después de levantarme para salir, me había comprometido a llevarla al boulevard, porque ella iba al cine. El padre tenía que volver a salir aquella noche, utilizando el automóvil; con lo cual, a menos de llevarla yo en el mío, no le quedaría otro remedio que ir en autobús. Yo no quería llevarla. Yo no quería vincularme con ella. Pero cuando el hombre apeló a mí silenciosamente, no me quedó otro remedio que ofrecerme, y ella corrió a tomar el sombrero y el abrigo. Uno o dos minutos después estábamos descendiendo la colina.
—Señor Huff…
—Dígame.
—No voy al cine.
—¿No?
—Tengo que verme con alguien. En el drugstore.
—¡Oh!
—¿Nos llevará a los dos al centro?
—Claro.
—¿No tiene inconveniente?
—En absoluto.
—¿Y no me delatará? Hay motivos por los cuales no quisiera que se enteraran en mi casa.
—No, claro que no.
Nos detuvimos en el drugstore, y ella saltó del coche, volviendo al cabo de un minuto con un joven, de tipo italiano, que había estado esperándola.
—Señor Huff, le presento al señor Sachetti.
—Mucho gusto en conocerlo, señor Sachetti. Entre.
Entraron, y se miraron entre sí con leve sonrisa, mientras el coche avanzaba por Beachwood, en dirección al boulevard.
—¿Dónde quieren que los deje?
—En cualquier parte.
—¿Estará bien en la esquina de Hollywood y Vine?
—Espléndido.
Los dejé allí, y después de salir ella extendió una mano para tomar la mía y darme las gracias, con ojos que centelleaban como estrellas.
—Ha sido una gran gentileza de su parte el traernos. Acérquese, que voy a confiarle un secreto.
—¿Sí?
—Si usted no nos hubiera traído, hubiéramos tenido que venir a pie.
—¿Cómo piensan regresar?
—Andando.
—¿Necesita algún dinero?
—No, mi padre me mataría. Me he gastado toda la asignación de la semana. Gracias; pero no. Y recuerde que ha prometido no delatarme.
—No la delataré.
—Apresúrese, porque van a cambiar las luces del semáforo.
Me encaminé a casa. Phyllis llegó media hora después, canturreando una canción de una película de Nelson Eddy.
—¿Te gustó mi jersey?
—Sí, claro.
—¿Verdad que es precioso? Será la primera vez que uso uno de color rosa. Creo que me va a sentar admirablemente.
—Te va a quedar muy bien.
—¿Dónde dejaste a Lola?
—En el boulevard.
—¿Adónde fue?
—No me fijé.
—¿Estaba alguien esperándola?
—Yo no lo advertí. ¿Por qué?
—Preguntaba. Anda mucho con un muchacho llamado Sachetti. Un hombre absolutamente abominable. Le hemos prohibido que se vea con él.
—Esta noche no estaba a la vista. Por lo menos, yo no lo vi. ¿Por qué no me previniste acerca de ella?
—¿Cómo? Me dijiste que debía haber un testigo.
—Sí, pero no me referí a ella.
—¿No sirve tanto para testigo como cualquier otro?
—Sí, pero las cosas tienen su límite. Se trata de la hija, y tienes que pensar que estamos valiéndonos de ella… para un fin así.
Una mirada terrible asomó a su rostro, y la voz se le endureció como el vidrio.
—¿Qué pasa? ¿Estás por echarte atrás?
—No, pero hubieras podido buscar otra persona. ¡Pensar que yo la he llevado al boulevard, y que mientras tanto tenía esto en el bolsillo!
Saqué las solicitudes y se las mostré. Una de aquellas «copias de agente» era una solicitud sin fecha por una póliza personal contra accidentes, por la suma de veinticinco mil dólares, con cláusula directa de doble indemnización por incapacidad o muerte resultante de un accidente ferroviario.
Era parte del plan el que yo hiciera dos o tres visitas a Nirdlinger, en su oficina. La primera vez le entregué la garantía de la fianza para excarcelaciones, me quedé unos cinco minutos, le dije que la tuviera siempre en el automóvil, y me marché. A la vez siguiente le di una libreta de anotaciones, con tapa de cuero y su nombre estampado en letras doradas, pequeño obsequio que entregamos a todos los poseedores de una póliza. En la tercera visita le dejé la póliza de seguro sobre el automóvil y tomé su cheque por la suma de $ 79,25. Cuando volví a la oficina aquel día Nettie me dijo que alguien me esperaba en mi saloncito privado.
—¿Quién?
—Una miss Lola Nirdlinger, y un tal señor Sachetti, si mal no recuerdo.
Fui al encuentro de los visitantes, y la joven se rio. Le había caído en gracia, sin duda.
—¿Se sorprende de vernos de nuevo?
—No mucho. ¿En qué puedo ayudarles?
—Hemos venido a pedirle un favor. Pero la culpa es suya.
—¿De veras? ¿Cómo es eso?
—Me refiero a lo que usted le dijo a mi padre la otra noche, de que podría pedir dinero sobre su automóvil, si lo necesitara. Hemos venido a tomarle la palabra; es decir, a eso viene Nino.
Era una de las cosas que había tenido que ingeniar, pues tropezaba con la competencia del Automóvil Club en lo tocante a préstamo. Le facilitan dinero a un socio, a cuenta del automóvil, y las cosas llegaron a un punto en que si yo quería seguir trabajando tenía que hacer lo mismo. Organicé una pequeña compañía financiera propia, me constituí en director y dediqué a ella un día por semana. No tenía nada que ver con la compañía de seguros; pero me permitía contestar satisfactoriamente a esa pregunta que todos me formulaban: «¿Prestan dinero a cuenta de los coches?». Se lo había mencionado a Nirdlinger, como parte de la argumentación de venta; pero ignoraba que la joven estuviese escuchando. Miré a Sachetti.
—¿Quiere usted dinero a cuenta de su coche?
—Sí, señor.
—¿De qué marca es su coche?
Me lo dijo. Era un coche barato.
—¿Sedán?
—¿Está a su nombre? ¿Está totalmente pagado?
—Sí, señor.
Debieron ver que una duda asomaba a mi rostro, porque ella dijo riendo entre dientes.
—No pudo usarlo la otra noche. No tenía gasolina.
—¡Ah!
No deseaba facilitarle dinero, ni cosa por el estilo. No deseaba tener tratos de ninguna clase, forma o manera con él, ni con ella. Encendí un cigarrillo y quedé inmóvil un instante.
—¿Está seguro de que necesita conseguir dinero con la garantía del coche? Se lo digo porque si ahora no trabaja y no tiene la certeza de poder devolver el préstamo, lo más seguro es que lo pierda. Todo el negocio de coches de segunda mano depende de personas que creyeron devolver un pequeño préstamo, y luego no pudieron.
Ella me miró con mucha gravedad.
—El caso de Nino es distinto. No trabaja, pero no quiere el préstamo tan sólo para tener dinero que gastar. Debo advertirle que ha hecho todos los estudios para el doctorado en ciencias y…
—¿Dónde?
—En la Universidad de Los Ángeles.
—¿En qué rama?
—En Química. Con sólo graduarse tiene la certeza de encontrar trabajo, porque se lo han prometido; sería una lástima perder la oportunidad de un buen empleo por no haber sacado el título. Pero para eso tiene que publicar la tesis, y para esto y otros gastos, como el del diploma, por ejemplo, necesita el dinero. No va a gastarlo para vivir. Tiene parientes que se ocupan de eso.
Tuve que acceder. Lo sabía. No hubiera sucedido, si no fuera por lo nervioso que me ponía estando en su presencia; y lo único que pude hacer fue decirle que sí para alejarlos.
—¿Cuánto necesita?
—Ha pensado que si puede conseguir doscientos cincuenta dólares, será bastante.
—Bueno, bueno.
Hice el cálculo. Con los gastos, ascendería a unos $ 285, lo cual era un préstamo excesivamente alto para esa clase de coche.
—Bueno, deme uno o dos días para pensar. Creo que podremos arreglarlo.
Salieron y ella volvió al cabo de un instante.
—Es usted enormemente bueno con nosotros. No sé por qué sigo molestándolo de esta manera.
—Está bien, señorita Nirdlinger. Me alegra…
—Puede llamarme Lola, si lo desea.
—Gracias; tendré un gran placer en serle útil siempre que pueda.
—Este es otro secreto.
—Sí, ya sé.
—Le quedo inmensamente agradecida, señor Huff.
—No hay de qué, Lola.
La póliza de accidentes vino un par de días después. Eso significaba que tenía que conseguir su cheque, y conseguirlo enseguida para que las fechas correspondieran. Comprenderán ustedes que no le entregaría a él la póliza de seguro contra accidentes. Su destinataria era Phyllis, quien aparentaría haberla encontrado después en la caja fuerte. Tampoco debía decirle a Nirdlinger nada acerca de esta póliza. Mas pese a ello, tenía que obtener el cheque, por el importe exacto de la prima, de tal forma que después, cuando revisaran sus talones y cheques cancelados, comprobarían que la había pagado él mismo. Esto concordaría con las solicitudes que estaban en nuestros archivos y con las visitas que yo había hecho a su oficina, si llegaban a ponerme en apuros.
Me presenté con aire muy preocupado, cerré la puerta después de que salió la secretaria, y abordé el tema sin rodeos.
—Señor Nirdlinger, estoy en un aprieto, y he pensado si usted querrá ayudarme.
—No sé, no sé. ¿De qué se trata?
Esperaba un sablazo, y yo deseaba que así lo creyera.
—Es una cosa muy fea.
—¿Por qué no se explica?
—Le he cobrado demasiado por su seguro; es decir, por el seguro de coche.
Estalló en una carcajada.
—¿Nada más que eso? Creí que querría pedirme dinero.
—Oh, no hay tal cosa. Pero es peor… desde mi punto de vista.
—¿Tienen que devolverme la diferencia?
—Por supuesto.
—Entonces es mejor… desde mi punto de vista.
—Pero la cosa no es tan sencilla. Esto es lo que ocurre, señor Nirdlinger. Hay una junta supervisora, en nuestro negocio, que ha sido formada para evitar que se alteren las primas y hacer que cada compañía cobre la cantidad necesaria para proteger al poseedor de la póliza. Esa es la junta frente a la cual me encuentro en un brete. Sucede que aquí, recientemente, han dictado una disposición según la cual en todos los casos, y fíjese que digo en todos los casos, en que se presume que un agente ha cobrado mal, llevan a cabo una investigación. Comprenda ahora en qué situación estoy; y usted también, en cierto modo. Porque me harán comparecer ante ellos lo menos quince veces y vendrán a fastidiarlo hasta que termine usted por no saber siquiera cómo se llama; todo porque yo miré una tabla equivocada en el libro cuando estuve en su casa aquella noche, y no advertí el error hasta hoy por la mañana, al revisar mis cuentas del mes.
—¿Y qué es lo que quiere que haga?
—No hay más que una manera de arreglarlo. Su cheque, por supuesto, fue depositado, y a ese respecto no hay nada que hacer. Pero si usted me permite devolverle en efectivo el importe, $ 79,52, que tengo aquí conmigo, y me da un nuevo cheque por la suma exacta, $ 58,60, entonces quedará compensado, y no tendrán nada que investigar.
—¿Qué es eso de quedar compensado?
—Como usted sabe, en el sistema de contabilidad por tarjetas múltiples… Oh, bueno, es tan complicado que ni yo creo que lo entiendo. De todos modos, es lo que me ha explicado la cajera. Es la forma en que hacen sus asientos.
—Ya comprendo.
Miró por la ventana, y advertí una expresión extraña en sus ojos.
—Bueno, está bien. No veo que pueda haber inconveniente.
Le di el efectivo y tomé el cheque. Todo era mentira. Hay una junta, pero no se preocupa de los errores de los agentes. Establece las tarifas. Ni siquiera sé si existe una cosa que se llama contabilidad por tarjetas múltiples, y jamás he hablado con nuestra cajera. Me imaginé que cuando le ofrecen a un hombre la oportunidad de ganar veinte dólares, lo normal es que no haga muchas preguntas acerca del motivo de la oferta. Fui al banco y deposité el cheque. Hasta sabía que en el talón escribió simplemente la palabra «Seguro». Había conseguido lo que necesitaba.
Al día siguiente Lola y Sachetti vinieron a buscar su préstamo. Cuando les entregué el cheque, ella hizo unos pasos de baile en mitad del piso.
—¿Desea un ejemplar de la tesis de Nino?
—Por supuesto… Me encantaría.
—Se titula: El problema de los coloides en la reducción de minerales de oro con baja proporción del metal.
—Me interesará muchísimo.
—¡Embustero! Ni siquiera la va a leer.
—Leeré todo lo que pueda entender.
—Como quiera que sea, recibirá un ejemplar firmado.
—Gracias.
—Adiós. Quizá se vea ahora libre de nosotros por una temporada.
—Veremos.