2

Tres días después llamó, para dejar dicho que pasara a las tres y treinta. Ella misma me hizo entrar. No tenía esta vez el pijama azul, sino un traje blanco muy ceñido al cuerpo, medias de seda y zapatos blancos. No era yo la única persona consciente de sus formas. Ella también lo era. Pasamos al salón; en la mesa había una bandeja.

—Belle ha salido, y voy a preparar un poco de té. ¿Me acompaña?

—No, gracias, señora. No voy a quedarme más que un minuto. Es decir, si el señor Nirdlinger ha decidido renovar. Supongo que así es, ya que usted me ha llamado.

Mi intención fue irme, con la renovación de la póliza o sin ella, porque descubrí que no me asombraba de que Belle se hallara ausente y ella estuviera preparando el té.

—¡Oh!, tome un poco de té. A mí me gusta mucho. Acorta la tarde.

—¿Es usted inglesa?

—No; nací en California.

—No abundan sus paisanas.

—La mayoría de los que viven en California nacieron en Iowa.

—Yo soy uno de ellos.

—¡Qué casualidad!

La culpa fue del traje blanco. Me senté.

—¿Limón?

—No, gracias.

—¿Dos terrones?

—Sin azúcar, puro.

—¿No le gustan las cosas dulces?

Me sonrió, y le vi los dientes. Eran grandes y blancos, tal vez un poco salientes.

—Trato mucho con los chinos. Y ellos me han quitado la costumbre de beber té al estilo norteamericano.

—Me encantan los chinos… Siempre que hago chow mein compro las cosas en el mismo lugar, al lado del parque. ¿Conoce a Mr. Ling?

—Hace años.

—¿De veras?

Se le arrugó el ceño y noté que en su cara no había palidez. El efecto provenía de las pecas, que le salpicaban la frente. Notó que yo se las miraba.

—Me parece que está mirándome las pecas.

—Sí, es verdad. Me encantan.

—A mí no.

—A mí sí.

—Antes llevaba siempre un turbante en la frente cuando andaba por el sol; pero tantas personas me detenían, pidiendo que les dijera la buenaventura, que tuve que abandonar la costumbre.

—¿Usted no echa la buenaventura?

—No, es una gracia californiana que no aprendí.

—De todos modos, me gustan las pecas.

Se sentó a mi lado y nos pusimos a hablar de Mr. Ling. Ahora bien, Mr. Ling no era más que un simple almacenero chino, que además tenía un empleo en la municipalidad, y a quien cada año teníamos que sacar de la cárcel bajo fianza de dos mil quinientos dólares; pero se sorprendería usted al saber qué individuo más simpático resulté en aquella conversación. Después de un rato, sin embargo, volví a los seguros.

—Bueno, ¿qué me dice de la póliza?

—Sigue hablando del Automóvil Club; pero creo que renovará la de ustedes.

—Me alegra saberlo.

Siguió sentada un rato, haciendo pequeños pliegues con el borde de la blusa, y estirándola luego.

—No le he dicho nada acerca del seguro contra accidentes.

—¿No?

—Detesto hablarle de eso.

—Comprendo.

—Resulta terrible decirle que uno cree que debe contratar un seguro contra accidentes. Y, sin embargo… ha de saber usted que mi marido es representante en Los Ángeles de la Western Pipe and Supply Company.

—¿Entonces está en el edificio del Petróleo?

—Allí tiene la oficina. Pero pasa la mayor parte del tiempo en los pozos.

—Es muy peligroso andar por allí.

—A mí me estremece el solo hecho de pensarlo.

—¿Lo tiene asegurado la compañía en alguna suma?

—Que yo sepa, no.

—Trabajando en esas cosas, no debería ser tan desprevenido.

Y entonces decidí que por mucho que me gustaran sus pecas, tenía que averiguar dónde estaba yo.

—¿Qué le parece si yo le hablara de esto al señor Nirdlinger? Claro; no le diría de dónde he sacado la idea, pero la traería a colación cuando hablara con él.

—Odio hablarle de eso.

—Como le digo, el que le hablará soy yo.

—Pero me preguntará qué me parece, y… no sabré qué decir. Me enfermo de sólo pensarlo.

Hizo otra serie de pliegues. Luego, después de un rato largo, apareció el asunto.

—Señor Huff, ¿no sería posible que yo contratara la póliza por él, sin molestarlo en lo más mínimo? Tengo algún dinero y la pagaría yo, sin que él lo supiera; así, terminaría esta preocupación.

No podía engañarme acerca de sus intenciones, y menos después de quince años en el negocio de seguros. Aplasté el cigarrillo para levantarme y salir. Tenía que salir de allí, olvidándome de aquellas renovaciones y todo lo demás, como quien huye del fuego. Pero no huí. Ella me miró un poco sorprendida, y su cara estaba a unos quince centímetros de la mía. Lo que hice fue abrazarla, atraer su cara hacia mis labios, y besarla en la boca, con fuerza. Yo temblaba como una hoja. Ella me miró fríamente; luego cerró los ojos, me arrastró hacia ella, y me besó.

—Me gustaste desde el primer momento.

—No lo creo.

—¿No te invité a tomar té? ¿No te hice venir aquí cuando Belle estaba afuera? Me gustaste desde el primer momento. Me gustó la forma solemne en que hablabas de tu compañía, y de unas cosas y otras. Por eso seguí fastidiándote con el Automóvil Club.

—¡Oh!… ¿Por eso?

—Ahora lo sabes.

Le revolví el cabello, y después los dos hicimos pliegues en la blusa.

—No los haces iguales, Huff.

—¿No es igual este?

—Los de abajo son más grandes que los de arriba. Tienes que tomar esta cantidad de tela cada vez, luego la das vuelta y después la aplastas; y con eso los pliegues salen bonitos. ¿Ves?

—Voy a tratar de aprender el secreto.

—Ahora no. Tienes que marcharte.

—¿Volveré a verte pronto?

—Quizá.

—Quiero verte.

—Belle no sale todos los días. Yo te avisaré.

—¿Me avisarás?

—Sí, pero no me llames tú. Yo te avisaré. Te lo prometo.

—Muy bien. Dame un beso.

—Adiós.

Yo vivo en un bungaló sobre la montaña Los Feliz. De día tengo un mucamo filipino, que no duerme allí. Llovía aquella noche, de modo que no salí. Encendí el fuego y me quedé sentado, tratando de entender dónde me había metido. Lo sabía, naturalmente. Estaba al borde de un precipicio, diciéndome sin cesar que debía alejarme, y alejarme con rapidez, y no volver más. Pero esto es lo que yo me decía Lo que hacía era mirar el precipicio y a pesar de que continuamente procuraba alejarme, había algo en mí que me impulsaba a acercarme más para ver mejor.

Poco antes de las nueve sonó el timbre. Apenas lo oí, supe quién era. Estaba en la puerta con un impermeable y un gorrito de lluvia, mientras que por encima de sus pecas brillaban las gotas de la lluvia. Cuando la despojé de esas prendas, vi que llevaba jersey y pantalones largos, una vestimenta estúpida que está de moda en Hollywood; pero no es esto lo que pensé. La acerqué al fuego, y se sentó. Me senté a su lado.

—¿Cómo diste con mi dirección? —Se me ocurrió, a pesar de las circunstancias, que no me hubiese hecho gracia el saber que había estado en mi oficina preguntando por mí.

—La saqué de la guía telefónica.

—¡Ah!

—¿Te sorprende?

—No.

Eso sí que es bueno. Nunca he visto un hombre tan engreído.

—¿Salió tu marido?

—A Long Beach. Están perforando un nuevo pozo. Tres turnos. Tuvo que irse. Yo tomé un autobús. Podrías decir que te alegras de verme.

—Es un gran lugar Long Beach.

—Le dije a Lola que yo iba al cine.

—¿Quién es Lola?

—Mi hijastra.

—¿Es joven?

—Diecinueve años. Bien, ¿no te alegra verme?

—Sí, claro. Pero ¿acaso no estaba esperándote?

Hablamos de lo mucho que llovía afuera, y de las perspectivas de que se convirtiese en un diluvio, como la víspera de Año Nuevo, en 1934; y agregué que yo la llevaría de vuelta en el coche. Luego miró un instante el fuego.

—He perdido la cabeza esta tarde.

—No habrá sido mucho.

—Un poco.

—¿Te arrepientes?

—Algo. Nunca me pasó, desde que estoy casada. Por eso he venido.

—Hablas como si hubiera sucedido algo.

—Y algo sucedió. Perdí la cabeza. ¿No te parece bastante?

—Bueno… ¿y qué?

—Yo quise decir…

—Que lo hiciste sin querer.

—No, queriendo. De no haber sido así, no hubiera venido. Pero quiero asegurarte que no volverá a ocurrir.

—¿Estás segura?

—Completamente.

—Espera y verás.

—No, por favor… Debes saber que amo a mi marido. Últimamente, más que nunca.

Me quedé mirando un rato el fuego. Sabía que tenía que alejarme del asunto, mientras aún podía hacerlo. Pero en mi interior había algo que seguía acercándome al precipicio; y tuve de nuevo la sensación de que ella no decía lo que pensaba. Como en la tarde en que le hablé por vez primera, había algo más de lo que decía. Y como no podía quitarme de encima la preocupación, tuve que hacerla hablar.

—¿Por qué dices últimamente?

—¡Oh! Porque me inquieto.

—¿Quieres decir que allí, en los pozos de petróleo, cualquier noche de lluvia, puede caerle encima alguna polea de esas que usan en los pozos?

—Por favor, no hables así.

—Pero lo piensas.

—Sí.

—Lo entiendo. Especialmente, con las cosas así dispuestas.

—No sé qué quieres decir. ¿Qué cosas están dispuestas?

—Eso de que haya poleas que puedan caerse.

—Por favor, Huff, te pedí que no hablaras así. No es cosa para tomarla a risa. La preocupación me enferma. ¿Por qué lo dices?

—Porque tú vas a hacer que le caiga encima una polea.

—¿Yo? ¿Qué?

—Bueno, tal vez no sea una polea. Pero alguna otra cosa. Algún accidente al parecer fatal, pero en realidad intencional, que lo mate.

La miré fijamente a los ojos, que parpadeaban. Pasó un minuto antes de que dijera nada. Tenía que simular; la había tomado por sorpresa y no sabía qué hacer.

—¿Estás bromeando?

—No.

—Debe de ser así. O de lo contrario debes de estar loco. En mi vida he oído hablar de semejante cosa.

—Ni estoy loco, ni bromeo, y tú has oído hablar de estas cosas, porque es precisamente lo que pensaste desde que me viste por primera vez, y lo que te ha traído aquí esta noche.

—No pienso quedarme a explicar esas cosas.

—Está bien.

—Me voy.

—Está bien.

—Me voy ahora mismo.

—Está bien.

¿Pensarán que al final terminé alejándome del precipicio y desenmascarando lo que pensaba hacer, para que no se le ocurriera volver más? No, no es verdad.

Mi intención fue esa. Ni siquiera me levanté cuando salió, ni la ayudé a ponerse sus cosas, ni la llevé en el coche. La traté como si fuera un gato de albañal. Pero en ningún momento dejé de pensar que a la noche siguiente seguiría lloviendo, que continuarían perforando en Long Beach, que yo encendería fuego y me sentaría al lado, y que un poco antes de las nueve sonaría el timbre. Ni siquiera me habló al entrar. Estuvimos sentados junto al fuego por lo menos cinco minutos antes de que ninguno de los dos dijera algo. Fue ella quien inició la conversación.

—¿Cómo pudiste decir las cosas horribles que me dijiste anoche?

—Porque son la pura verdad. Es lo que piensas hacer.

—¿Ahora? ¿Después de lo que has dicho?

—Sí, después de lo que he dicho.

—Pero… Walter, para eso he vuelto esta noche. Lo he pensado detenidamente. Comprendo que dije una o dos cosas que pudieron darte una impresión completamente equivocada. Hasta cierto punto, me alegro de que me hayas prevenido, porque hubiera podido decirlo ante otras personas, sin pensar que podían interpretarme mal. Pero ahora que lo sé, debes comprender que semejante idea tiene que estar alejada de mi mente. Para siempre.

Esto quería decir que se había pasado el día entero sudando sangre por miedo a que yo avisara al marido, o hiciera cualquier otra cosa. Seguí hablando:

—Me has llamado Walter. ¿Cómo te llamas tú?

—Phyllis.

—Phyllis, al parecer has pensado que porque yo puedo descubrirte el juego, no vas a hacerlo. Pero lo harás, y yo te ayudaré.

—¡Tú!

—Yo.

La tomaba desprevenida de nuevo; pero esta vez ni siquiera trató de fingir.

—¡Oh! Pero no espero que nadie me ayude, es imposible.

—¿No quieres que te ayude nadie? Permíteme decirte una cosa. Te conviene que alguien te ayude. Claro que sería hermoso hacer el trabajo completamente sola, sin que nadie se enterara. El inconveniente es que no puedes. No, tú sola contra una compañía de seguros no puedes hacer gran cosa. Necesitas ayuda. Y conviene que te ayude un experto.

—¿Por qué lo harías?

—Por ti, en primer lugar.

—¿Y después?

—Por el dinero.

—¿Quieres decir que serías capaz de… traicionar a tu compañía y ayudarme en esto por mí, y por el dinero que pudiéramos sacar?

—Tú lo has dicho. Y te aconsejo que expliques tu intención, porque cuando yo empiezo algo, lo sigo hasta el fin, de un extremo a otro, sin vacilaciones. Pero es necesario que sepa dónde estoy. Con estas cosas no se juega.

Cerró los ojos y después de un rato se echó a llorar. Le puse un brazo en torno al cuello, y la acaricié. Parecía extraño, después de lo que acabábamos de hablar, que estuviera tratándola como a una criatura que ha perdido una moneda.

—Por favor, Walter, no me permitas hacerlo. No podemos. Sería simplemente una locura.

—Sí, es una locura.

—Y vamos a hacerla. Lo presiento.

—Yo también.

—No tengo ningún motivo. Me trata todo lo bien que un marido puede tratar a una mujer. No lo quiero; pero nunca me ha hecho nada.

—Pero vas a hacerlo.

—Sí, que Dios se apiade de mí, voy a hacerlo.

Dejó de llorar, y descansó en mis brazos, sin decir nada. Luego se puso a hablar casi como en un susurro.

—No es dichoso. Estará mejor… muerto.

—¿De veras?

—No lo crees, ¿verdad?

—Desde su punto de vista, no lo creo.

—Sé que no es verdad. Me lo digo siempre. Pero hay algo en mí, no sé qué. Tal vez estoy loca. Pero hay algo en mí que ama la muerte. A veces creo que la muerte soy yo misma, envuelta en una mortaja escarlata, flotando en la noche. ¡Me veo tan hermosa entonces! ¡Y tan triste! ¡Y tan ansiosa de hacer que todos sean felices arrastrándolos conmigo en la noche, lejos de toda preocupación, de toda desdicha!… Walter, esto es lo más horroroso. Sé que es terrible, y me lo digo constantemente; pero a mí no me parece terrible. Es como si yo hiciera algo… lo que a él más le conviene; pero él no lo sabe. ¿Me entiendes, Walter?

—No.

—Nadie puede entenderme.

—Pero vamos a hacerlo.

—¡Vamos a hacerlo!

—Sin andar con medias tintas.

—¡Sin andar con medias tintas!

Una o dos noches después volvimos a tratar el asunto como quien habla de una excursión a la sierra. Necesitaba saber qué se proponía, y si no se había estropeado todo con algún paso dado en falso por ella.

—¿No le has dicho nada de esto, Phyllis? ¿De la póliza?

—No.

—¿Absolutamente nada?

—Ni una palabra.

—Muy bien. ¿Cómo piensas hacerlo?

—Mi idea era sacar primero la póliza.

—¿Sin que él se enterara?

—Sí.

—Caramba, te hubieran crucificado. Es lo primero en que se fijan. Pero, bueno; eso ya está. ¿Qué más?

—Va a construir una piscina de natación esta primavera en el patio.

—¿Y?…

—Se me ocurrió que podría parecer que se golpeó la cabeza al zambullirse, o cosa por el estilo.

—¡Ni pensarlo! Eso es peor aún.

—¿Por qué? Son accidentes que ocurren. ¿No te parece?

—No sirve. En primer lugar, un estúpido que trabajaba en seguros publicó hace cinco o seis años en los diarios un artículo explicando que la mayoría de los accidentes ocurren en las bañeras de los accidentados, y desde entonces lo primero en que la gente piensa es en bañeras, estanques y piscinas. Cuando tratan de hacer una trampa, por supuesto. Precisamente ahora en California hay dos casos de esos. Ninguno de los dos aparece limpio del todo y, si hubiera seguro, no tardarían en parar en la cárcel uno y otro. Además, es una cosa que se hace de día, y nunca puedes estar segura de que no te observen desde el barranco de enfrente. Por otra parte, una piscina es como un campo de tenis; se convierte enseguida en un lugar público, y nunca se sabe quién puede aparecer. Y, por último, es una de esas cosas en que se debe esperar la ocasión, sin precisarla de antemano, y sin saber cuándo y cómo vas a lograr tu propósito, sin equivocarte más que una fracción decimal. Atiende a esto, Phyllis. Tres son los elementos esenciales de un asesinato bien hecho.

Las palabras se escaparon de mis labios antes de que me diera cuenta. La miré rápidamente. Pensé que vacilaría; pero esto no ocurrió. Se inclinó hacia delante. El fuego se reflejaba en sus ojos, como si ella fuera un leopardo.

—Sigue. Te escucho.

—Lo primero es la ayuda. Una persona sola no puede hacer estas cosas; es decir, salvo que pueda alegar alguna ley consuetudinaria. Hace falta más de uno. En segundo lugar, el tiempo, el lugar, el procedimiento deben ser conocidos de antemano por nosotros; no por él. Lo tercero es la audacia. De esto se olvidan todos los asesinos principiantes. A veces conocen las primeras dos condiciones; pero la tercera sólo la conoce el profesional. Hay en todos los crímenes un momento en que lo único que puede sacarte a flote es la audacia, yo no sé por qué. ¿Sabes cuál es el crimen perfecto? Supones que es el de la piscina de natación y piensas llevarlo a la práctica en forma tan diestra que nadie se va a dar cuenta. Pero a los dos segundos lo adivinan, a los tres segundos lo comprueban, y a los cuatro segundos has confesado. El crimen perfecto es el del gángster sentenciado por la banda. ¿Sabes cómo trabajan? Primero lo estudian. Atraen hacia sí a la muchacha que vive con él. Consiguen la complicidad de ella. A eso de las seis de la tarde ella lo llama por teléfono. Sale de compras y lo llama. Se han citado para ver una película esa noche, y el cine es tal o cual. A las nueve estarán en él. Ya tenemos los dos elementos: la ayuda y el lugar; la hora queda determinada de antemano. Pasemos al tercer elemento. Llegan al sitio en un coche. Lo estacionan en la calle. El motor sigue en marcha. Colocan a un vigilante. Se sitúa a la entrada de una callejuela; de pronto deja caer un pañuelo y lo recoge. Quiere decir que el hombre se acerca. Salen del coche. Se acercan. Lo rodean. Y allí mismo, en plena luz, delante de doscientas personas, hacen el trabajo. No tiene escapatoria ninguna. Veinte tiros dan en el blanco, disparados por cuatro o cinco pistolas automáticas. La víctima cae, los asesinos corren al coche, se alejan velozmente… y luego, ¿quién los descubre? Tienen las coartadas listas de antemano, todas a prueba de investigación; fueron vistos tan sólo durante un segundo por gente tan asustada que no sabe lo que veía… y no hay la menor posibilidad de probarles nada. Claro que la policía sabe quiénes son y los encierra, sometiéndolos a la cura del agua; pero viene la solicitud de babeas corpus y salen en libertad. No hay manera de condenarlos. Otros gángsteres se ocupan de ellos. ¡Oh, conocen el oficio! Y si nosotros queremos salir bien parados, tenemos que proceder como ellos proceden, y no como ese pobre idiota que vivía cerca de San Francisco, al que ya han concedido dos audiencias y aún sigue preso.

—¿Ser audaces?

—Ser audaces es el único camino.

—Si le disparamos un tiro no sería un accidente.

—Tienes razón. No le dispararemos un tiro; pero quiero que te metas el principio en la cabeza. Debemos ser audaces; no hay otra forma de salir airosos.

—Entonces, ¿cómo…?

—A eso voy. Otro inconveniente que tiene tu idea de la piscina es que no deja bastante beneficio.

—Tienen que pagar.

—Tienen que pagar; pero la cuestión es cuánto pagan. Donde se cobra más sobre pólizas de seguros es en los accidentes de ferrocarril. Averiguaron muy pronto, cuando empezaron a extender pólizas de seguros, que los lugares aparentemente peligrosos, los que la gente considera como tales, no lo son ni remotamente. Quiero decir que a todo el mundo le parece que un tren es un sitio peligroso, o así lo creyeron, por lo menos hasta que la novedad fue pasando; pero las cifras demuestran que los que se accidentan o mueren en vagones de ferrocarril son muy pocos. Es por eso que en las pólizas de seguros contra accidentes ponen una cláusula que le suena muy bien al que toma el seguro, porque le inspiran cierto cuidado los viajes en tren; pero a la compañía no le cuesta mucho, porque sabe que la probabilidad es escasa. Pagan doble indemnización por los accidentes ferroviarios. Esa es la trampa del negocio. Es posible que tú hayas pensado ya en una barrera, y te aseguro que bien vale la pena arriesgarse cuando el beneficio es tan excelente. Terminado el asunto, cobramos cincuenta mil dólares, y si lo hacemos bien, los cobraremos; no hay ninguna duda.

—¿Cincuenta mil dólares?

—¿Te gusta?

—¡Dios mío!

—Es una maravilla, aunque yo lo diga. No he pasado en vano tanto tiempo en este negocio. Pero hay más aún. Tu marido está enterado de la póliza, y sin embargo no sabe nada. Él la pide por escrito, pero sin haberla pedido. La paga con su propio cheque, y sin embargo no la paga. Le ocurre un accidente, pero no le ocurre ningún accidente. Viaja en un tren, sin viajar en el tren.

—¿De qué estás hablando?

—Ya lo sabrás. Lo primero que debemos hacer es arreglar lo de la póliza. Yo se la vendo, ¿me entiendes?; pero no se la vendo a él. No es eso exactamente. Hago el trabajo, lo mismo que en el caso de cualquier otro candidato. Y necesito que haya testigos. Tenlo bien en cuenta. Tiene que haber alguien que me oiga hacerle el artículo. Le demuestro que está a cubierto de todo lo que puede dañar al automóvil, pero que no se cubre contra lo que pueda sucederle a él mismo. Le pregunto claramente si un hombre no vale más que su automóvil. Y…

—¿Y si acepta la póliza?

—No la aceptará. Puedo llevarlo hasta una pulgada del instante en que acepta, y no dejarlo avanzar más; puedes estar segura. Aun cuando no sea otra cosa, soy un buen vendedor. Pero necesito testigos. Uno, por lo menos.

—Yo haré que esté alguien.

—Será mejor que tú te opongas al seguro.

—Muy bien.

—Todo lo que concierna al automóvil, cuando hable de eso, te parecerá perfectamente bien; pero el asunto del accidente te hará temblar.

—Lo recordaré.

—Conviene que fijes la fecha lo antes posible. Llámame por teléfono.

—¿Mañana?

—Confírmalo por teléfono. Y recuerda que necesito un testigo.

—Tendré uno.

—Mañana, entonces. Siempre que lo confirmes.

—Walter, estoy muy nerviosa. Esto me trastorna enormemente.

—A mí también.

—Bésame.

¿Se figuran que estoy loco? Muy bien, quizá lo esté. Pero pasen ustedes quince años en este mismo negocio, y a ver si no se enloquecen también. Les parece que es un negocio, ¿no es verdad?, exactamente igual al suyo, y quizá hasta un poco mejor porque socorre a las viudas, a los huérfanos y a los necesitados, en momentos de angustia. Mas no es así. Es la ruleta más grande del mundo. No lo parece, pero lo es, desde la forma en que calculan los porcentajes sobre el doble cero, hasta la expresión que se tiene en el rostro cuando pagan las fichas. Usted apuesta a que su casa se incendia y ellos a que no; eso es todo. Lo que lo engaña es que usted no quería que su casa se quemara cuando hizo la apuesta, y por eso no creyó que era apuesta. Ellos no se engañan. Para ellos una apuesta es una apuesta. Y la apuesta sobre una propiedad no les parece distinta a cualquier otra. Pero llega el momento, quizá, en que usted quiere que su casa se incendie, en que el dinero vale más para usted que la casa. Y entonces es cuando empiezan los enredos. Saben que en el mundo hay mucha gente decidida a falsear la ruleta, y entonces es cuando se ponen inflexibles. Tienen pesquisas en acción, conocen todas las trampas que existen, y si usted quiere vencerlos tiene que ser muy astuto. Mientras sea honesto, le pagarán con una sonrisa; y hasta es posible que usted se vuelva a casa pensando que todo era un juego inocente y entretenido. Pero trate de jugarles una mala pasada, y entonces verá lo que le espera.

Está bien, yo soy agente. Soy un crupier de ese juego. Conozco todas las trampas, y me paso las noches pensando otras, para estar listo cuando se tiren contra mí. Y de pronto una noche se me ocurre una trampa, y me pongo a pensar que podría vencer a la ruleta si lograra tener un cómplice en la mesa, que hiciera la apuesta por mí. Nada más. Cuando vi a Phyllis comprendí que tenía mi cómplice. Si a ustedes les resulta extraño que yo mate a un hombre tan sólo para apoderarme de un montón de fichas, no les parecería tan extraño si estuvieran detrás de la ruleta, en vez de estar delante. He visto tantas casas incendiadas, tantos coches estrellados, tantos cadáveres con orificios azules en las sienes, tantas cosas horribles que la gente ha puesto en juego para falsear la ruleta, que todo eso ya no me parece real. Si no me entienden, vayan a Montecarlo o a algún otro lugar donde haya un gran casino, siéntense en una mesa de juego y observen la cara del hombre que lanza la bolita de marfil. Después de observarlo un rato, pregúntense cuánto le importaría a él que usted saliera fuera y se disparara un balazo en la cabeza. Es posible que bajara la mirada, al oír el tiro; pero no sería por la preocupación de saber si usted vive o está muerto. Sería para cerciorarse de que usted no ha dejado en la mesa una apuesta que luego puedan reclamar sus herederos.