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Había ido a Glendale para inscribir tres nuevos conductores de camión en la póliza colectiva de seguros de la cervecería, y luego me acordé de esta renovación en Hollywood. Decidí ir hasta allí. Así llegué a la «Casa de la Muerte» de la que tanto se habló en los diarios. Cuando yo la vi no tenía nada de «Casa de la Muerte». Era simplemente un chalet español, como todos los demás de California, con paredes blancas, techos de tejas rojas y un patio lateral. Estaba construido fuera de escuadra. Tenía garaje al frente y piso alto; lo demás se extendía por la colina, de cualquier modo. Para llegar a la puerta de calle había que subir algunos escalones de piedra; de modo que estacioné el coche y subí. Una criada asomó la cabeza.

—¿Está el señor Nirdlinger?

—No sé, señor. ¿Quién desea verlo?

—Huff.

—¿Por qué asunto?

—Un asunto personal.

Entrar es la parte más difícil de mi trabajo, y no hay que decir el motivo antes de tiempo.

—Lamento mucho, señor; pero no puedo hacer pasar a nadie si no me dice lo que desea.

Era un problema que había que resolver. Si hubiera insistido en el carácter personal de la visita, la habría rodeado de misterio; y esto no era bueno. Si manifestaba lo que deseaba realmente, me exponía a lo que temen todos los corredores de seguros: que ella volviera y me dijera que no había nadie en casa. Decir que esperaría era restarme importancia, y eso no convenía. Para que las cosas marchen hay que entrar. Una vez dentro, tienen que escuchar; y casi puede juzgarse la habilidad de un corredor por la rapidez con que alcanza el sofá de la familia, con el sombrero en una mano y los folletos de propaganda en la otra.

—Bien. Le dije al señor Nirdlinger que vendría; pero… no importa. Procuraré volver en otro momento.

Era verdad, en cierto modo. En esto de vender seguros de automóviles se le promete siempre al asegurado avisarle con tiempo la renovación; pero hacía un año que no lo veía. Aparenté, sin embargo, ser un viejo amigo de la casa, y un viejo amigo a quien no encantaba mayormente la acogida que le habían dispensado. Dio resultado. La muchacha pareció preocupada, y me dijo:

—Bien… ¿Quiere hacer el favor de pasar?

Si me hubiera esmerado tanto para no entrar, me habría ido mejor.

Tiré el sombrero en el sofá. Ha dado mucho que hablar aquel salón, especialmente por las cortinas rojo sangre. Todo cuanto vi fue un salón igual a todos los salones de California, tal vez un poco más costoso que algunos; pero no había nada en él que cualquier tienda grande no pudiera vender a crédito en la mañana, entregar con un solo camión por la tarde, y cobrar esa misma noche. Los muebles eran de estilo español, de esos que son lindos para la vista y duros para el cuerpo. La alfombra era una de esas de 3 por 3,80, que serían mexicanas si no las fabricaran en Oakland, California. Las colgaduras rojo sangre estaban allí, pero no significaban nada. Todas estas casas españolas tienen colgaduras de terciopelo rojo armadas en varillas de hierro, y por lo general tapices de terciopelo rojo en la pared, haciendo juego. Se había seguido el molde, hasta en el tapiz que representaba una armadura, encima de la estufa, y en el tapiz que representaba un castillo, encima del sofá. A los otros dos lados del salón había ventanas y la entrada al hall.

—¿Sí?

Una mujer se hallaba de pie delante de mí. Era la primera vez que la veía. Tendría unos treinta y uno o treinta y dos años, su rostro era dulce, celestes los ojos y rubio ceniciento el cabello. Era pequeña y vestía pijama azul. Parecía cansada.

—Deseaba ver al señor Nirdlinger.

—No está en este momento; pero yo soy su esposa. ¿Puedo serle útil?

Tuve que explicar.

—No, creo que no, señora; pero gracias de todas maneras. Me llamo Huff, Walter Huff, de la General Fidelity, de California. La póliza que tiene sobre el automóvil el señor Nirdlinger expira dentro de una o dos semanas, y como prometí recordárselo, me pareció bien pasar. Pero, por supuesto, no es mi deseo molestarla a usted.

—¿Póliza?

—El seguro. Me arriesgué a no encontrarlo, viniendo aquí de día; pero estaba cerca y creí que sería lo mejor. ¿Cuándo le parece el momento más apropiado para ver al señor Nirdlinger? ¿Podría dispensarme unos minutos después de la cena, de tal modo que no le estropee la velada?

—¿Qué clase de seguro tiene mi esposo? Debería saberlo, pero de estas cosas no me entero.

—Creo que nadie se entera hasta que ocurre algo. El seguro corriente. Choque, incendio, robo y responsabilidad contra terceros.

—Ah, sí, por supuesto.

—Es una simple formalidad; pero tiene que cumplirla con tiempo, para estar a cubierto.

—En realidad, no es cosa que me concierna; pero sé que ha estado pensando en el Automóvil Club. Es decir, en el seguro del Automóvil Club.

—¿Es socio?

—No, no es. Siempre tuvo intenciones de entrar, aunque por un motivo u otro no lo ha hecho. Pero el representante del Club estuvo aquí y le habló del seguro.

—No hay nada mejor que el Automóvil Club. Son rápidos, liberales en la liquidación de siniestros, y serviciales en todo momento. No podría decir en contra ni una sola palabra.

Es una de las cosas que se aprenden. No hay que desacreditar al competidor.

—Y, por otra parte, es más barato.

—Para los socios.

—Tenía entendido que sólo los socios pueden asegurarse.

—Yo quise decir que si un hombre está resuelto a ingresar en el Automóvil Club para disponer de servicio mecánico en caso de inconvenientes, pago de multas u otras cosas, y luego se asegura, le sale más barato. De esto no hay duda. Pero si ingresa por el seguro, cuando agrega al costo de la prima los dieciséis dólares de la cuota de entrada, le resulta caro. Calculando esto, yo puedo hacer que el señor Nirdlinger se ahorre una buena suma.

Siguió hablando, y yo no pude hacer otra cosa que seguirle la conversación. Pero un vendedor de experiencia como yo, no sólo juzga por las palabras. Siente si el asunto anda bien. Después de un rato, comprendí que a esa mujer la tenía sin cuidado el Automóvil Club. Tal vez al marido le interesara; a ella no. Había algo más; lo del Automóvil Club era un pretexto. Sospeché que andaba detrás de alguna comisión, de alguna manera de conseguir unos dólares sin que el marido se enterara. Esto ocurre muchas veces. Me pregunté qué tendría que decirle. Un agente que se precia no se deja arrastrar a estas cosas; pero la mujer recorría el salón, y advertí algo que no había notado antes. Bajo aquel pijama azul se adivinaban formas capaces de enloquecer a un hombre; y me pareció difícil hacer creer, en un solo instante, mis explicaciones sobre la elevada ética del negocio de seguros.

De pronto me miró, y sentí que un escalofrío me recorría el espinazo y las raíces del cabello.

—¿Tienen seguros contra accidentes? —preguntó.

Es posible que a ustedes no les impacte esto lo que me impactó a mí. Bueno, en primer lugar, el seguro contra accidentes no se compra; se vende. A uno lo llaman para otras clases de seguros: incendios, robos, y hasta vida; para accidentes, nunca. El seguro de accidentes se vende cuando lo fuerzan los agentes, y asombra que lo pidan. En segundo lugar, cuando hay algo feo, se recurre siempre al mismo pretexto: accidente. A igual cantidad de dólares en la prima, el monto de lo que se cobra por el siniestro es mucho mayor en los seguros de accidentes que en los otros. Es la única clase de seguro que puede contratarse sin que el asegurado lo sepa. No hace falta examen físico para accidentes. Lo único que se exige es el dinero; y paseando por ahí anda más de uno que vale más para sus familiares muerto que vivo, pero todavía no lo sabe.

—Tenemos toda clase de seguros.

Ella volvió a decir algo acerca del Automóvil Club, y yo traté de no mirarla; pero no pude. Después se sentó.

—¿Desearía, señor Huff, que yo hablase de esto con el señor Nirdlinger?

¿Por qué iba a hablar ella del seguro? ¿Por qué no dejaba que yo lo hiciera?

—Sería espléndido, señora.

—Ahorraría tiempo.

—El tiempo es importante. Su esposo tiene que ocuparse de esto enseguida.

Pero ella se me adelantó.

—Después de que hayamos hablado nosotros, podrá verlo usted. ¿Estaría bien mañana por la noche, a eso de las siete y media? A esa hora habremos terminado de cenar.

—Perfectamente.

—Lo espero, entonces.

Me metí en el automóvil, maldiciéndome por ser un imbécil que se deja dominar por una mirada de reojo. Cuando volví a la oficina, Keyes andaba buscándome. Keyes es jefe de la sección de reclamaciones y no hay hombre más fastidioso para tratar un asunto. No puede uno decir que hoy es martes sin que Keyes mire el calendario, y luego se fije si es un calendario de este año o del año pasado, y después averigüe qué compañía lo imprimió y si concuerda con el World Almanac. Cualquiera diría que esa cantidad de trabajo inútil debe hacerlo adelgazar, pero no es así. Cada año engorda más, y se pone más quisquilloso, y sigue siempre en conflicto con las demás secciones de la compañía; y se pasa el día sentado, con el cuello desabrochado, sudando, riñendo y discutiendo, hasta tal extremo que sólo de estar en el mismo cuarto con él uno se marea. Pero es un lince cuando huele gato encerrado.

Cuando entré, se levantó y empezó a bramar. Se trataba de una póliza de seguros que yo había contratado seis meses antes; el asegurado acababa de quemar su camión, y quería cobrar. Lo interrumpí en el acto.

—¿Qué motivo tiene para estar furioso conmigo? Recuerdo el caso perfectamente. Y recuerdo con toda claridad que a la solicitud le agregué una nota, en el momento de presentarla, recomendando que investigaran a fondo los antecedentes del individuo antes de aceptar el riesgo. No me gustó la cara, y no voy a…

—Walter, yo no le reprocho nada. Sé que usted nos pidió que averiguásemos. Tengo su nota aquí mismo, en el escritorio. Eso es lo que quise decirle. Si las otras secciones de la compañía pusieran en juego siquiera la mitad de su sensatez…

—¡Ah!

Así era Keyes; hasta cuando quería decirle a uno algo agradable, tenía que empezar por sacarlo de sus casillas.

—Y escúcheme bien, Walter. Aun después de extender la póliza, en flagrante contradicción con su nota, y teniendo delante de las narices ese aviso suyo, anteayer, cuando se incendió el camión… habrían pagado el seguro si yo no hubiera mandado esta tarde un camión de auxilio para que sacaran el otro vehículo del lugar en que estaba; y así encontraron un montón de virutas debajo del motor, que demostraban que el incendio fue intencionado.

—¿Lo han detenido?

—Sí, y confesó. Mañana confirmará su declaración, y, el asunto quedará terminado. Pero lo que yo digo es que si usted, con sólo mirar al hombre, pudo abrigar sospecha, ¿por qué ellos…? Oh, ahora no vale la pena lamentarse. Pero quise que usted se enterara. Sobre este asunto voy a mandar una nota a Norton. Creo que el presidente de la compañía debería investigar. Aunque, con toda sinceridad, si el presidente tuviera más…

Se detuvo y no le pedí que siguiera. Keyes era uno de los que estaban en la compañía desde la época del fundador, el viejo Norton, y no tenía en gran estima a su hijo, que tomó el cargo a la muerte del padre. Si uno daba crédito a sus palabras, el joven Norton se equivocaba en todo; y todo el mundo temía verse arrastrado por Keyes a una enemistad con el presidente. Si el joven Norton era el hombre de quien dependíamos, no teníamos más remedio que estar bien con él; y era un desatino permitir que Keyes nos enemistara con el jefe. Hice oídos sordos a la insinuación de Keyes. Ni siquiera supe de qué hablaba.

Cuando volví a mi escritorio, Nettie, mi secretaria, iba a salir.

—Buenas noches, señor Huff.

—Buenas noches, Nettie.

—¡Ah!… Le he puesto una nota en su escritorio, respecto a una tal señora Nirdlinger. Llamó hace unos diez minutos y dijo que no conviene que vaya mañana por la noche por el asunto de la renovación. Ya le avisará cuándo pueda ir.

—Gracias.

Se fue, y me quedé allí, mirando la nota Pensé qué clase de observación tendría que agregar a esa solicitud, cuando ella la presentara, si llegaba a presentarla.