Hopkins y un hombre alto, más joven y con bigote pelirrojo, salían de la casa de Wynant cuando Boyer detuvo el coche ante la puerta.
El fiscal del distrito se apeó, diciendo:
—Buenas noches, señores.
Y, señalando al del bigote pelirrojo, le dijo a Guild:
—Señor Guild, le presento a King, ayudante del sheriff. El señor Guild —explicó— trabaja conmigo.
El ayudante del sheriff asintió, mirando de arriba abajo al hombre oscuro.
—Sí —dijo—, he oído hablar de él. Buenas, señor Guild.
El saludo con la cabeza de Guild iba destinado a Hopkins y a King.
—¿No hay señales de Fremont todavía? —preguntó Boyer.
—No.
Guild habló:
—¿La señora Hopkins sigue arriba?
—Sí, señor —dijo su marido—. Está cosiendo.
Los cuatro hombres entraron en la casa.
La señora Hopkins, que, sentada en una mecedora, le hacía el dobladillo a un pañuelo de lino crudo, empezó a levantarse, pero se sentó otra vez, saludando a los que llegaban, cuando Boyer dijo:
—No se levante. Cogeremos sillas.
Guild no se sentó. De pie, junto a la puerta, encendió un cigarrillo mientras los otros cogían sillas. Luego se dirigió a los Hopkins:
—Ustedes nos dijeron ayer que eran más o menos las tres de la tarde cuando Columbia Forrest volvió de la ciudad.
—No, no, señor —la señora dejó la costura sobre sus rodillas—. O por lo menos no fue eso lo que quisimos decir. Lo que dijimos fue que serían más o menos las tres cuando los oímos… cuando oímos a Wynant pelearse. Pueden preguntarle al señor Callaghan qué hora era cuando lo llamamos y…
—Les estoy preguntando a ustedes —dijo Guild en un tono amable—. ¿Estaba ella aquí cuando ustedes volvieron del pueblo, de comprar el traje, a las dos y veinte?
La mujer lo miró con ojos miopes y nerviosos a través de las gafas.
—Bueno, sí, señor, sí estaba, si era esa hora. Yo creía que era más tarde, señor Guild, pero, si usted dice que era esa hora, me figuro que es porque lo sabe, aunque ella acabaría de llegar a casa.
—¿Cómo lo sabe?
—Ella lo dijo. Nos llamó desde el piso de arriba para ver si habíamos llegado y dijo que hacía un minuto que había vuelto.
—¿Había un telegrama bajo la puerta cuando ustedes entraron?
Los Hopkins se miraron sorprendidos y movieron la cabeza al unísono.
—No —dijo el hombre.
—¿Él estaba aquí?
—¿El señor Wynant?
—Sí. ¿Estaba aquí cuando ustedes llegaron?
—Sí, creo que sí.
—¿No lo sabe?
—Bueno… —la mujer miró a su marido con expresión suplicante—. Estaba aquí cuando los oímos pelearse no mucho después, así que debía de estar…
—¿O llegó después de que ustedes volvieran?
—No, no lo vimos llegar.
—¿Lo oyeron?
Negó con la cabeza, rotunda.
—No, señor.
—¿Estaba su coche aquí cuando volvieron ustedes?
La mujer empezó a decir sí, se detuvo, miró a su marido inquisitivamente. Su cara redonda mostraba confusión e inquietud.
—Nosotros… No nos dimos cuenta —balbuceó.
—¿Lo habrían oído llegar en el coche si hubieran estado aquí?
—No lo sé, señor Guild. Creo que… No lo sé. Si yo hubiera estado en la cocina con el grifo abierto… Y como Willie, el señor Hopkins, quiero decir, tampoco oye mucho… Puede ser que…
Guild le dio la espalda y se dirigió al fiscal del distrito.
—Lo que cuentan es absurdo. Si yo fuera usted, los metería en chirona y los acusaría de asesinato.
Boyer lo miró boquiabierto. Hopkins se puso amarillo. Su mujer se inclinó sobre la costura y se echó a llorar. King miró al hombre oscuro como si fuera una cosa rara que se ve por primera vez.
El fiscal del distrito fue el primero en hablar.
—Pero… ¿por qué?
—Usted no les cree, ¿verdad? —preguntó Guild con tono divertido.
—No sé. Yo…
—Si de mí dependiera, los encerraría —dijo Guild muy afable—, pero, si quiere esperar a que localicemos a Wynant, estupendo. Necesito más muestras de la caligrafía de Wynant y la chica.
Se volvió hacia los Hopkins y preguntó con indiferencia:
—¿Quién era Laura Porter?
El nombre parecía no decirles nada. Hopkins negó con la cabeza, como atontado. Su mujer no dejó de llorar.
—No pensaba que pudieran saberlo —dijo Guild—. Vamos arriba a por esas muestras de garabatos, Boyer.
La cara del fiscal del distrito, mientras subía las escaleras con Guild, era un teatro donde la angustia interpretaba el papel principal. Clavaba en el hombre oscuro una mirada de preocupación y súplica.
—Quiero que me diga por qué cree que Wynant no lo hizo —dijo con voz aduladora—, y por qué piensa que Ray y los Hopkins están mezclados en el asunto —hizo un gesto de desesperación con las manos—. ¿Qué es lo que verdaderamente piensa, Guild? ¿De verdad sospecha de esa gente?…
La cara se le encendió bajo la mirada firme e impenetrable del hombre oscuro. El fiscal bajó los ojos.
—Sospecho de todo el mundo —dijo Guild con una voz desprovista de emoción—. ¿Dónde estaba usted ayer entre las dos y las tres de la tarde?
Boyer se sobresaltó y sus rasgos juveniles reflejaron el susto. Luego se echó a reír tímidamente y dijo:
—Sí, supongo que tiene razón. Me gustaría que comprendiera, Guild, que, si insisto en mis preguntas, no es porque crea que ha perdido el norte, sino porque considero que usted sabe mucho más que yo sobre esta clase de asuntos.
Guild estaba en San Francisco a las dos de la mañana. Fue directo al Manchu.
Elsa Fremont estaba cantando cuando Guild salió del ascensor. La chica llevaba un vestido de tafetán —corpiño ceñido y amplia falda—, con grandes rosas rojas estampadas sobre fondo azul pálido, y dos broches de pedrería falsa que sostenían en su sitio un fajín exuberante. En la canción que interpretaba, un verso se repetía y se repetía: «¡Boom, túmbalo, túmbalo!».
Acabó el segundo bis, y se acercaba a la mesa de Guild cuando dos hombres y una mujer y otra mesa que se interpuso en su camino la entretuvieron, y pasaron diez minutos o más antes de que Guild y ella se reunieran. Su mirada era sombría, y la cara y la voz reflejaban su nerviosismo.
—¿Ha encontrado a Charley?
Guild, de pie, dijo:
—No. No fue a Hell Bend.
Se sentó. Le daba vueltas a un pañuelo que llevaba en la muñeca como un brazalete, se mordía los labios, arrugaba la frente.
El hombre oscuro se sentó y preguntó:
—¿Creía usted que iría a Hell Bend?
La chica sacudió la cabeza con indignación.
—Ya le dije que sí. ¿Nunca cree nada de lo que le dicen?
—Algunas veces, sí, y me equivoco —dijo Guild. Golpeó un cigarrillo en la mesa—. Haya ido a donde haya ido, lleva un coche nuevo y un día de ventaja.
Elsa Fremont puso de repente las manos sobre la mesa, las palmas extendidas en actitud de súplica.
—¿Pero por qué iba a querer ir a otro sitio?
Guild le miraba las manos.
—No lo sé, pero fue —se inclinó más sobre las manos, como si estudiara sus líneas—. ¿Está Frank Kearny? ¿Puedo hablar con él?
La chica emitió una risilla gutural.
—Sí.
Dejando las manos en el aire, como si reposaran sobre la mesa, volvió la cabeza y captó la atención de un camarero que pasaba.
—Lee, dile a Frank que venga.
Miró otra vez al hombre oscuro, con algo de curiosidad.
—Le dije que usted quería verlo. ¿Hice bien?
Guild seguía estudiando sus palmas.
—Sí, por supuesto —dijo alegremente—. Eso le habrá dado tiempo para pensar.
Elsa Fremont se rio otra vez y retiró las manos de la mesa.
Un hombre se acercó. Medía más de un metro ochenta, pero la anchura de los hombros le hacía parecer más bajo. Tenía la cara ancha y carnosa, los ojos pequeños, los labios grandes y gordos, y, al sonreír, exhibía unos dientes torcidos y desiguales. Andaba entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años.
—Frank, te presento al señor Guild —dijo Elsa Fremont.
Kearny alargó la mano derecha con estudiada efusividad.
—Encantado de conocerle, Guild.
Se dieron la mano y Kearny se sentó. La orquesta tocaba «El amor es así» para los que bailaban.
—¿Conoce a Laura Porter? —preguntó Guild a Kearny.
El propietario movió la fea cabeza.
—Nunca he oído hablar de ella. Elsa me lo preguntó.
—¿Conocía a Columbia Forrest?
—No. Todo lo que sé es que es la chica a la que mataron en Whitfield County, y lo sé por los periódicos y por Elsa.
—¿Conoce a Wynant?
—No, y, si alguien lo vio entrar aquí, todo lo que tengo que decir es que, si no entraran aquí montones de gente a la que no conozco, me arruinaría.
—Todo eso está muy bien —dijo Guild en tono agradable—, pero tenemos esto: cuando Columbia Forrest abrió una cuenta hace siete meses bajo el nombre de Laura Porter, usted fue una de las referencias que dio al banco.
Kearny no se inmutó.
—Pues podría ser, claro que sí —dijo—, pero eso no significa que yo la conozca.
Con un brazo muy largo paró a un camarero.
—Dile a Sing que te dé una botella y trae también ginger ale —volvió a dedicarle a Guild toda su atención—. Mire, Guild, mi negocio es un tugurio. Suponga que alguien del ayuntamiento que puede alegrarme o amargarme la vida, o alguien que se gasta aquí su dinero, viene y me dice que tiene un amigo, o una amante, que está buscando trabajo o quiere abrir una cuenta o necesita un avalista para una fianza. ¿Pueden usar mi nombre? Por supuesto, qué cojones. Pasa todos los días.
Guild asintió.
—Claro. Muy bien, ¿quién le pidió que ayudara a Laura Porter?
—¿Hace siete meses? —Kearny hizo un gesto de burla—. ¡Qué estupenda oportunidad para ejercitar la memoria! A lo mejor ni siquiera entonces oí ese nombre.
—A lo mejor, sí. Intente recordar.
—No, imposible —insistió Kearny—. Ya lo intenté cuando Elsa me dijo que usted quería verme.
Guild dijo:
—El otro nombre que dio como referencia fue Wynant. ¿Le sirve esto de ayuda?
—No. No lo conozco, ni conozco a nadie que lo conozca.
—Charley Fremont lo conocía.
Kearny movió despreocupadamente sus anchos hombros.
—No lo sabía —dijo.
Llegó el camarero, le tendió al propietario una botella opaca, de a litro, puso vasos con hielo en la mesa, y empezó a abrir botellas de ginger ale.
Elsa Fremont dijo:
—Ya le dije que no creía que Frank supiera nada.
—Sí —dijo el hombre oscuro—, y ahora me lo ha dicho él. —Adoptó una expresión solemnemente pensativa—. Me alegro de que no la contradiga.
Elsa lo miró fijamente mientras Kearny servía whisky y el camarero añadía a los vasos ginger ale.
El propietario, tapando otra vez la botella con un golpe de la palma de la mano, preguntó:
—¿Piensa usted que el tipo ese, Wynant, sigue rondando por San Francisco?
Elsa, en voz baja, ronca, dijo:
—¡Tengo miedo! Ya ha intentado matar a Charley. ¿Dónde…? —puso la mano en la muñeca de Guild—. ¿Dónde está Charley?
Antes de que Guild respondiera, Kearny le dijo:
—Estaría bien que cantaras algo de vez en cuando, teniendo en cuenta toda la pasta que ganas.
La siguió con la vista mientras se dirigía a la pista de baile, y le dijo a Guild:
—La niña está preocupada. ¿Cree que le ha pasado algo a Charley? ¿O tenía razones para largarse?
—¡Mira que pregunta cosas la gente! —dijo Guild, y bebió un trago.
El propietario cogió su vaso.
—La gente pierde cantidades enormes de tiempo —dijo reflexivamente— en cuanto se le ocurre que la gente que no sabe nada sabe algo —se llevó de repente el vaso a los labios, vació en su garganta la mayor parte del contenido, dejó el vaso otra vez, y se secó la boca con el dorso de la mano—. Usted metió en la cárcel a un amigo mío hace un par de meses. A Deep Ying.
—Me acuerdo —dijo Guild—. Era el más gordo de los tres chinos que intentaban propagar la guerra de los Tong, incluyendo el atraco a un banco japonés.
—Probablemente había una manera Tong de ver el asunto, con armas por medio y esas cosas.
—Probablemente —dijo el hombre oscuro con indiferencia, y volvió a beber.
Kearny dijo:
—Su hermano está aquí en este momento.
Algo de la indiferencia de Guild desapareció.
—¿También participó en el golpe?
El propietario se echó a reír.
—No —dijo—, pero uno nunca sabe lo unidos que pueden estar dos hermanos y he pensado que a usted le gustaría averiguarlo.
El hombre oscuro pareció sopesar detenidamente esta afirmación. Luego dijo:
—En ese caso, a lo mejor usted puede decirle que me lo explique.
—Por supuesto. —Kearny se levantó sonriendo, alzó una mano y se sentó.
Elsa Fremont estaba cantando «Kitty, la de Kansas City».
Un chino regordete, de cara redonda, lisa y alegre, se acercó, esquivando mesas, a la mesa. Podía andar por los cuarenta, su estatura era inferior a la media y, aunque su traje, gris, era de buena calidad, no le sentaba bien. Se detuvo junto a Kearny y dijo:
—¿Cómo estás, Frank?
El propietario dijo:
—Señor Guild, quisiera presentarle a un amigo mío, Deep Kee.
—Soy su amigo, seguro que sí.
El chino, con una amplia sonrisa, inclinó enérgicamente la cabeza ante Guild y Kearny.
Guild dijo:
—Kearny me ha dicho que usted es el hermano de Deep Ying.
—Seguro que sí —los ojos de Deep Kee brillaron alegremente—. He oído hablar de usted, señor Guild. El detective «Número Uno». Usted trincó a mi hermano. Se la jugó a mi hermano. Seguro que sí.
Guild asintió y dijo solemnemente:
—No se la jugué. No lo trinqué. Seguro que no.
El chino se rio con ganas.
Kearny dijo:
—Siéntate y tómate una copa.
Deep Kee se sentó ofreciéndole una sonrisa radiante a Guild, que encendía un cigarrillo, mientras el propietario sacaba la botella de debajo de la mesa.
Una mujer, en la mesa de al lado, estaba diciendo con gran oratoria:
—Puedo decir en todo momento cuándo me estoy emborrachando porque se me pone tirante la piel de la frente, pero eso no me ayuda en absoluto porque en ese momento estoy demasiado borracha para que me importe si me estoy emborrachando o no.
Elsa Fremont estaba terminando su canción. Guild le preguntó a Deep Kee:
—¿Conoce a Wynant?
—No, lo siento.
—Un hombre delgado, alto, que solía llevar bigote antes de que se lo afeitara. —Guild continuó—. Ha matado a una mujer en Hell Bend.
El chino, sonriendo, movió la cabeza de lado a lado.
—¿No ha estado nunca en Hell Bend?
El chino sonriente siguió moviendo la cabeza de lado a lado.
Kearny dijo, divertido:
—Deep Kee es un asesino de primera clase, Guild. Nunca aceptaría un trabajo en el medio rural.
Deep Kee se echó a reír con gran alegría.
Elsa Fremont se acercó a la mesa y se sentó. Parecía cansada y bebió ansiosamente de su vaso.
El chino, sonriendo, haciendo una reverencia, dejó la copa casi intacta y se fue.
Kearny, mirándolo, le dijo a Guild:
—Es un buen chico, si le caes bien.
—¿Es un pistolero Tong?
—No lo sé. Lo conozco bastante bien, pero eso no lo sé. Ya sabe usted cómo son.
—No lo sé —dijo Guild.
Había empezado una pelea en el otro extremo del salón. Dos hombres, de pie, se insultaban con una mesa por medio. Kearny se giró en la silla para observarlos un momento. Luego refunfuñó:
—¿Dónde se creen esos mierdas que están?
Se levantó y fue a su encuentro.
Elsa Fremont miraba su vaso, taciturna. Guild vio cómo Kearny iba a la mesa de los dos hombres que discutían, los tranquilizaba y se sentaba con ellos.
La mujer que había hablado sobre la tirantez de la piel de la frente ahora decía en el mismo tono:
—Una actriz de carácter… Es el pretexto de siempre. Es exactamente el mismo tipo de actriz de carácter que yo era. Hace papeles insignificantes… cuando puede.
Elsa Fremont, sin dejar de mirar fijamente su vaso, murmuró:
—Tengo miedo.
—¿De qué? —preguntó Guild como si no le interesara demasiado.
—De Wynant, de lo que podría… —levantó la mirada, angustiada y sombría—. ¿Le ha hecho algo a Charley, señor Guild?
—No lo sé.
Elsa puso un puño apretado sobre la mesa y exclamó con rabia:
—¿Por qué no hace algo? ¿Por qué no encuentra a Wynant? ¿Por qué no encuentra a Charley? ¿No tiene sangre en las venas, ni corazón, ni entrañas? ¿No puede hacer otra cosa que no sea estar ahí sentado como un…? —se interrumpió con un sollozo. La expresión de rabia desapareció y los dedos que habían estado cerrados se abrieron suplicantes—. Yo… Lo siento… No quería decir… Pero, por favor, señor Guild, estoy tan…
Bajó la cabeza y se mordió el labio inferior. Guild, impasible, dijo:
—Eso está muy bien.
Un hombre se levantó tambaleante de una mesa próxima y se colocó detrás de la silla de Elsa. Le puso una mano gorda en el hombro y dijo:
—Vamos, vamos, cariño. —Le habló a Guild—: No puedes molestar así a esta chica. No puedes. Debería darte vergüenza… Un hombre de tu tamaño. —Se echó bruscamente hacia delante para mirar detenidamente la cara de Guild—: Dios mío, yo creo que eres mulato. Estoy seguro.
Elsa, moviéndose bajo la gorda mano de borracho, le soltó al hombre un «Déjenos en paz». Guild no dijo nada. El gordo, vacilante, miró a uno y a otro hasta que un hombre algo menos borracho, mascullando disculpas ininteligibles, fue y se lo llevó.
Elsa miró humildemente al hombre oscuro.
—Voy a decirle a Frank que me voy —dijo con una vocecilla cansada—. ¿Puede llevarme a casa?
—Por supuesto.
Se levantaron y se dirigieron a la puerta. Kearny estaba junto al ascensor.
—No me siento en condiciones de trabajar esta noche, Frank —le dijo la chica—. Lo dejo.
—Muy bien —dijo Kearny—. Tómate algo caliente y una aspirina. —Le tendió la mano a Guild—: Encantado de conocerle. Déjese caer por aquí de vez en cuando. Y dígame cualquier cosa que pueda hacer por usted. ¿Va a llevar a la niña a casa? ¡Estupendo! Sed buenos.