VIII

La noche caía entre las montañas cuando Guild y Boyer llegaron a Hell Bend. El fiscal del distrito condujo directamente al pueblo.

—Vamos a ver a Ray —dijo—. Volveremos a casa de Wynant más tarde, si quiere.

—Muy bien —dijo Guild—. Fremont podría estar allí.

—No, si subió a ver el cadáver. Está en la funeraria de Schumach.

—¿Mañana es la instrucción judicial?

—Sí, a menos que haya alguna razón para suspenderla.

—Que yo sepa no hay ninguna —dijo Guild, y miró oblicuamente a Boyer—. ¿Procurará que en la instrucción salga a relucir lo menos posible?

—Ah, sí.

Habían llegado a Hell Bend, y circulaban entre desperdigadas casas de campo hacia luces que brillaban a lo largo de los raíles del tren, pero, antes de alcanzar la vía, doblaron a la derecha y se detuvieron frente a una casa cuadrada y pequeña, con las luces encendidas, suaves tras las persianas amarillas.

Callaghan, el huesudo ayudante del sheriff, les abrió la puerta.

—Hola, Bruce —le dijo al fiscal. A Guild lo saludó con la cabeza, por educación, sin afecto.

Pasaron al interior, a una habitación de muebles baratos donde tres hombres, sentados a una mesa, jugaban al poker. Un pastor alemán permanecía atento en un rincón. Boyer se dirigió a los tres hombres para presentarles a Guild mientras el ayudante del sheriff se sentaba y cogía sus cartas.

Uno de los jugadores —delgado, encorvado, viejo, con el pelo y el bigote blancos— era el padre de Callaghan. Otro —bajo y fuerte, de anchas cejas sobre unos ojos claros y muy separados, quemado por el sol, con la piel casi tan oscura como Guild— era Ross Lane. El tercero —pequeño, pálido y absolutamente pulcro— era Schumach, el dueño de la funeraria.

Boyer, después de las presentaciones, se dirigió a Callaghan:

—¿Estás seguro de que Fremont no ha aparecido por aquí?

El ayudante del sheriff respondió sin levantar la vista de las cartas.

—No ha aparecido por casa de Wynant. King ha estado allí todo el día. Y tampoco ha aparecido por el local de Ben, para ver a la chica. ¿Adónde más podría haber ido, si hubiera subido al pueblo? —Puso una ficha en la mesa—. Esta partida es mía.

Tenía dos reyes en la mano.

Schumach dio un golpe en la mesa y dijo:

—No, señor, no apareció por aquí para ver el corpus delicti.

Lane dejó sus cartas en la mesa, boca abajo. El mayor de los Callaghan puso una ficha y cogió la baraja.

—Tres cartas —pidió su hijo, y le dijo a Boyer—: Puedes llamar a King, si te parece.

Movió la cabeza para señalar al teléfono, junto a la puerta.

Boyer miró inquisitivamente a Guild, que dijo:

—¿Por qué no?

Guild le hizo una pregunta a Lane mientras los otros tres hombres apostaban y Boyer usaba el teléfono.

—¿Fue usted el que vio a Wynant entrar en el Manchu?

—Sí. —Lane tenía voz de bajo, tranquila.

—¿Nadie lo acompañaba?

—No —dijo Lane, seguro; luego dudó, pensativo, y añadió—: A menos que entraran antes que él. No lo creo, pero es posible. Estaba entrando precisamente cuando lo vi, y puede ser que se hubiera entretenido para cerrar el coche o sacar la llave o cualquier otra cosa y que quien estuviera con él hubiera entrado antes.

—¿Lo vio usted lo suficiente como para estar seguro de que era él?

—En eso no me equivocaría nunca, aunque solo lo hubiera visto de espaldas. Mi casa está cerca de la suya, y me temo que lo he visto mucho más que la mayoría de la gente de por aquí, y, además, alto y flaco, con esos hombros altos y esa manera de andar tan rara, es inconfundible. Y allí estaba su coche.

—¿Se había afeitado ya el bigote o todavía lo tenía? Lane abrió mucho los ojos y se echó a reír.

—Dios mío, no tengo ni idea —dijo—. He oído que se ha afeitado el bigote, pero ni se me ocurrió pensar en eso. Ahí me ha cogido. Wynant me daba la espalda y como no le sobresaliera por los lados o me asomara para mirarlo, yo no podía verle el bigote. No recuerdo habérselo visto, pero a lo mejor se lo vi y ni me di cuenta. Si le hubiera visto la cara sin bigote, por supuesto que me habría dado cuenta, pero… En eso me tiene cogido, hermano.

—¿Conoce bien a Wynant?

Lane tomó las cartas que le repartía el joven Callaghan y sonrió.

—Bueno, me temo que nadie podría decir que lo conoce bien.

Se apartó un poco para desplegar y ver las cartas.

—¿Y a la Forrest la conocía bien?

La cara del ayudante del sheriff empezó a ponerse roja. Le dijo un tanto bruscamente al dueño de la funeraria:

—¿Vas?

El de la funeraria golpeó la mesa con los nudillos y dijo que no iba.

Lane tenía doble pareja de seis y cuatros. Dijo:

—Yo voy.

Puso una ficha, y contestó a la pregunta del hombre oscuro:

—No sé exactamente a qué se refiere. La conocía. Venía algunas veces a verme entrenar a los perros cuando los sacaba al campo, cerca de su casa.

Boyer había terminado de llamar por teléfono y había ido a quedarse de pie al lado de Guild.

—Ross cría y adiestra perros policía —explicó.

El viejo Callaghan dijo:

—Espero que la chica no te largara el cuento de que Ray era suyo.

Su voz era un gemido nasal.

El hijo tiró las cartas sobre la mesa. Tenía la cara roja e hinchada. A voces, en tono acusador, empezó a decir:

—Creo que yo sí tendría que largarme a por…

—¡Ray! ¡Ray!

Una mujer con el pelo blanco, sucio, vestida de un azul desteñido, se había asomado desde la habitación contigua. Regañaba al ayudante del sheriff:

—No deberías…

—Pues diles que dejen de chismorrear sobre ella —dijo el ayudante—. Era tan buena como cualquiera y mucho mejor que la mayoría de la gente que conozco.

Clavaba en la mesa una mirada feroz.

En el silencio incómodo que siguió, Boyer dijo:

—Buenas noches, señora Callaghan, ¿cómo está usted?

—No estamos mal —dijo—. ¿Cómo está Lucy?

—Bien, como siempre, gracias. Le presento al señor Guild, señora Callaghan.

Guild hizo una reverencia, murmurando algún cumplido. La mujer agachó la cabeza y retrocedió un paso.

—Si no sabéis jugar a las cartas sin pelearos, quiero que lo dejéis —dijo a su marido y a su hijo mientras se iba.

Boyer se dirigió a Guild:

—King, el ayudante que está de guardia en casa de Wynant, dice que no ha visto ni sombra de Fremont en todo el día.

Guild miró su reloj.

—Ha tenido once horas para aparecer por allí. O una ventaja de once horas si ha tomado otra dirección.

El de la funeraria se apoyó en la mesa.

—¿Cree usted que…?

—No sé —dijo Guild—. No sé nada. Eso es lo asqueroso del asunto. Que no sabemos nada.

—No hay nada que saber —dijo el ayudante del sheriff quejumbrosamente—, excepto que Wynant estaba celoso, la mató y se largó y ustedes han sido incapaces de encontrarlo.

Guild, mirando impávido al Callaghan más joven, no dijo nada.

Boyer se aclaró la garganta.

—Bueno, Ray —empezó—, el señor Guild y yo hemos encontrado algo más que pruebas confusas en el…

El mayor de los Callaghan pinchó a su hijo con un nudoso índice.

—¿Les has dicho lo del chico ese, Smoot?

El ayudante del sheriff apartó irritado el dedo de su padre.

—Eso no tiene nada que ver —dijo—, y, además, ¿he tenido ocasión de decir algo con toda la cháchara que tenéis montada?

—¿Qué es? —preguntó con ansiedad el fiscal.

—No tiene nada que ver. Solo es que ese chico (puede que lo conozcas, el hijo de Pete Smoot) recibió un telegrama para Wynant y se lo subió a su casa. Llegó allí a las dos y cinco. Anotó la hora porque nadie abrió y tuvo que echar el telegrama por debajo de la puerta.

—¿Eso fue ayer al mediodía? —preguntó Guild.

—Sí —respondió agriamente el ayudante del sheriff—. Bueno, el chico dice que el coche azul, el que la chica trajo de la ciudad, estaba allí entonces, y el de Wynant, no.

—¿Conocía el coche de Wynant? —preguntó Guild. Desdeñando ostentosamente a Guild, el ayudante del sheriff dijo:

—Dice que allí no había ningún otro coche, ni en el cobertizo ni fuera. Lo hubiera visto, si hubiera estado allí. Así que echó el telegrama por debajo de la puerta, cogió su bicicleta y volvió a la oficina de telégrafos. A la vuelta, por la carretera, dice que vio a los Hopkins que cortaban camino campo a través. Habían estado comprando un traje para Hopkins en la tienda de Hooper. El chico dice que no lo vieron y estaban demasiado lejos de la carretera para decirles a gritos lo del telegrama. —La cara del ayudante del sheriff volvía a ponerse roja—. Si todo es verdad, y creo que lo es, calculo que debieron de llegar a la casa sobre las dos y veinte, en ningún caso antes de esa hora. —Cogió las cartas y empezó a barajarlas, aunque ya las había repartido en la mano anterior—. Ya ven, eso ni cuenta, ni nos sirve para nada.

Guild había acabado de encender un cigarro. Le preguntó a Callaghan antes de que Boyer pudiera hablar:

—¿Qué cree usted? ¿La chica estaba sola y no le abrió al chico porque estaba haciendo el equipaje a toda prisa, antes de que Wynant llegara a la casa, o porque estaba ya muerta?

Boyer, en un tono de absoluta sorpresa, empezó a decir:

—Pero los Hopkins dijeron que…

Guild dijo:

—Espere. Deje que Callaghan responda.

Callaghan dijo con la voz ronca de rabia:

—Deje que Callaghan responda si Callaghan quiere, y da la casualidad de que no quiere. ¿Qué le parece? —Miró desafiante a Guild—. No tengo nada que ver con usted —añadió, y miró desafiante a Boyer—. Usted no tiene nada que ver conmigo. Soy ayudante del sheriff y Petersen es mi jefe. Diríjase a él para lo que necesite. ¿Entendido?

La cara oscura de Guild permanecía impasible. Su voz, también.

—No es usted el primer ayudante de sheriff que ha intentado pasar a la historia por ocultar información. —Empezó a llevarse el cigarrillo a los labios, volvió a bajarlo, y dijo—: Usted recibió la llamada de los Hopkins, fue el primero en acudir al lugar de los hechos, ¿no? ¿Qué encontró que se ha reservado para usted?

Callaghan se puso en pie. Lane y el dueño de la funeraria se levantaron inmediatamente de sus asientos.

Boyer dijo:

—Esperen, señores. Es absurdo que nos peleemos.

Guild, sonriendo, se dirigió al ayudante del sheriff como si no pasara nada.

—No está usted en una situación precisamente agradable, Callaghan. Se moría por la chica. Probablemente se pondría tan celoso como Wynant al oír que se iba con Fremont. Y tiene la sangre caliente, como un niño. ¿Dónde estaba usted ayer a las dos de la tarde?

Callaghan, mascullando maldiciones ininteligibles, arremetió contra Guild.

Lane y el de la funeraria se interpusieron rápidamente entre los dos hombres, forcejeando con el ayudante del sheriff. Lane volvió la cabeza para darle una orden apaciguadora al perro que rugía en un rincón. El mayor de los Callaghan no se levantó, pero se inclinó sobre la mesa para lanzar quejumbrosos reproches a su hijo, que le daba la espalda. La señora Callaghan irrumpió en la habitación y empezó a regañar a su hijo.

Boyer, nervioso, le dijo a Guild:

—Creo que es mejor que nos vayamos.

Guild se encogió de hombros.

—Como usted diga, aunque me gustaría saber qué hacía Callaghan ayer a primera hora de la tarde.

Pasó tranquilamente la mirada por la habitación y siguió a Boyer hacia la puerta de la calle.

Fuera, el fiscal del distrito exclamó:

—¡Santo Dios! ¡No creerá que Ray la mató!

—¿Por qué no? —Guild lanzó al asfalto, en un amplio arco rojo, lo que quedaba del cigarro—. No lo sé. Alguien la mató, y le diré un secreto: que me jodan si creo que fue Wynant.