—El Manchu solo está a cinco o seis calles de aquí —le dijo Guild a Boyer cuando salían de la Golden Gate Trust Company—. Deberíamos pasarnos por allí ahora, a ver qué podemos sacarle a Francis Xavier Kearny.
—¿Lo conoce?
—Bueno, a distancia. Se lleva estupendamente con la policía de aquí y se supone que es intocable.
El fiscal asintió. Se mordió los labios, arrugó la frente, en silencio, hasta que llegaron al coche. Entonces dijo:
—Lo que hemos sabido hoy parece relacionarlos a él, a la chica, a los Fremont y a Wynant.
—Sí —asintió Guild—, eso parece.
—¿O cree usted que ella podría haber dado el nombre de Wynant porque, como secretaria suya, sabía que le era posible coger la carta del banco pidiendo informes y contestarla, sin que él supiera nada del asunto?
—Eso parece bastante razonable —dijo el hombre oscuro—, pero tenemos la visita que Wynant hizo ayer al Manchu.
Las arrugas de la frente del fiscal se hicieron más profundas.
—¿Para qué cree que Wynant fue al…? ¿Estaba de acuerdo con ellos?
—No lo sé. Sé que alguien tiene los doce mil dólares que la chica retiró ayer. Sé que quiero seis mil para el Seaman’s National. Doble a la izquierda en la próxima esquina.
Entraron juntos en el Restaurante Manchu. Una sonriente camarera china les dijo que el señor Kearny no estaba, y que no se le esperaba hasta las nueve de la noche. No sabían dónde podían encontrado antes de las nueve. Salieron del restaurante y volvieron al coche de Boyer.
—Vamos a Guerrero Street —dijo Guild—, aunque tenemos que parar antes en alguna cabina para que llame a la policía por lo del apartamento de Leavenworth Street y a la oficina para que recojan los cheques anulados en ambos bancos, así sabremos si alguno es falso.
Rodeó con las manos el cigarrillo que estaba encendiendo, y añadió:
—Ahí mismo, pare aquí.
El fiscal se detuvo ante el Mark Hopkins.
—No tardo —dijo Guild, saltando del coche para entrar en el edificio.
Cuando salió diez minutos más tarde, parecía pensativo.
—La policía no encuentra huellas en el coche de Wynant, y me gustaría saber por qué.
—Puede haberse tomado la molestia de…
—Sí, sí —asintió el hombre oscuro—, pero me pregunto por qué. Bueno, vamos a Guerrero Street. Si Fremont no vuelve de Hell Bend, veremos qué podemos sacarle a la chica. Debe de saber dónde anda Kearny durante el día.
Un criado filipino les abrió la puerta de los Fremont.
—¿El señor Charles Fremont está?
—No, señor.
—¿La señorita Fremont?
—Veré si todavía está arriba.
El criado los acompañó a la sala de estar y subió. Guild señaló hacia el cristal roto de la ventana.
—Es el disparo contra Fremont —señaló al agujero en la pared verde—. Ahí dio.
Sacó del bolsillo de su chaqueta un proyectil deformado y se lo enseñó a Boyer:
—Aquí está.
La expresión de Boyer se había animado. Se acercó a Guild y empezó a hablarle en voz baja, nerviosa.
—¿Cree posible que todos participaran en el mismo juego y que Wynant descubrió que su secretaria lo traicionaba además de estar preparándose para irse con…?
Guild hizo un gesto brusco con la cabeza, hacia la puerta del vestíbulo.
—Shhh.
Pasos ligeros bajaron las escaleras y Elsa Fremont, en un entallado y luminoso haori azul sobre un pijama de seda verde claro, entró en la habitación.
—Buenos días —dijo, tendiéndole la mano a Guild—. Para mí todavía es temprano.
Usó la otra mano para ocultar a medias un bostezo, y añadió:
—No hemos cerrado el local hasta cerca de las ocho de la mañana.
Guild le presentó al fiscal del distrito, y preguntó:
—¿Su hermano ha subido a Hell Bend?
—Sí, se iba cuando llegué a casa —se dejó caer en el sofá, con la pierna doblada, sentándose sobre un pie. No llevaba medias y usaba zapatillas bordadas—. Siéntense.
El fiscal del distrito se sentó en una silla, frente a Elsa Fremont. El hombre oscuro se sentó en el sofá, junto a ella.
—Venimos del Manchu —dijo.
Los ojos lanceolados de la chica se empequeñecieron un poco.
—¿Han comido bien? —preguntó.
Guild sonrió y dijo:
—No fuimos a eso.
—Ah —dijo ella. Ahora su mirada era franca y confiada.
—Fuimos a ver a Frank Kearny —dijo Guild.
—¿Lo consiguieron?
—¿Verlo? No.
—Es difícil encontrarlo allí durante el día —dijo la chica despreocupadamente—, pero está en el local todas las noches.
—Eso nos han dicho. —Guild sacó los cigarrillos del bolsillo y le ofreció—. ¿Dónde cree que podríamos encontrarlo a estas horas?
La pelirroja negó con la cabeza y cogió un cigarro.
—Pueden registrarme. Vivía en Sea Cliff, pero no sé adónde se mudó —se inclinó hacia Guild para que le encendiera el cigarro. Cuando estuvo encendido, preguntó—: ¿Y qué más les da esperar a la noche para verlo?
Guild le ofreció tabaco al fiscal, que negó con la cabeza y murmuró:
—No, gracias.
El hombre oscuro se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió antes de contestarle a la chica:
—Lo estamos buscando para que nos diga qué sabe de Columbia Forrest.
Elsa Fremont, impasible, dijo:
—No creo que Frank la conociera.
—Sí —dijo Guild—, por lo menos como Laura Porter.
La sorpresa de la chica pareció auténtica. Se acercó a Guild.
—Repítalo.
—Columbia Forrest —dijo Guild con voz deliberadamente monótona— tenía un apartamento en Leavenworth Street donde era conocida como Laura Porter. Frank Kearny la conocía.
La chica, arrugando la frente, dijo muy seria:
—Si no pareciera tan seguro de lo que dice, no lo creería.
—¿Lo cree?
Elsa Fremont dudó y, por fin, dijo:
—Bueno, conociendo a Frank, yo diría que es posible.
—¿Sabe usted algo del apartamento de Leavenworth?
Negó con la cabeza, mirando a Guild a los ojos, cándidamente.
—No.
—¿Sabía que se hacía llamar Laura Porter?
—No.
—¿Había oído hablar de Laura Porter?
—No.
Guild aspiró y expulsó humo.
—Me parece que la creo —dijo en un tono de despreocupación—. Pero su hermano sí debe de haber sabido algo del asunto.
La chica miró con las cejas fruncidas el cigarrillo que tenía en la mano, el pie sobre el que no se sentaba, y por fin la cara oscura de Guild.
—No tiene por qué creerme —dijo despacio—, pero, sinceramente, no creo que mi hermano sepa nada.
Guild sonrió cortésmente.
—Puedo creerla y seguir pensando que se equivoca —dijo.
—Me gustaría —dijo con ingenuidad— que me creyera y pienso que tengo razón.
Guild hizo un vago gesto con el cigarro.
—¿Qué hace su hermano, señorita Fremont? —preguntó—. Para ganarse la vida, me refiero.
—Es el manager de un par de boxeadores —dijo la chica—. Uno no vale nada. El otro es Sammy Deep.
—El peso gallo chino —asintió Guild.
—Sí. Charley cree que tiene un campeón.
—Es un buen chico. ¿Quién es el otro?
—Un desastre, Terry Moore. Si suele ir al boxeo, seguro que lo ha visto perder por K. O.
Boyer habló por primera vez desde que había rechazado el cigarro:
—Señorita Fremont, ¿dónde nació usted?
—Aquí, en San Francisco, en Pacific Avenue.
La respuesta pareció decepcionar a Boyer, que preguntó:
—¿Y su hermano?
—También aquí, en San Francisco.
La decepción se hizo más profunda en la expresión del joven fiscal del distrito, y, cuando volvió a hablar, su voz traslucía poca esperanza.
—¿Su madre también era actriz, artista de variedades?
La chica negó con la cabeza.
—Era maestra. ¿Por qué?
La explicación de Boyer iba dirigida a Guild.
—Estaba pensando en el matrimonio de Wynant en París.
El hombre oscuro asintió.
—Fremont es demasiado mayor. Solo es diez o doce años más joven que Wynant —sonrió sin mala fe—. ¿Quiere otra idea para especular? Fremont y la chica muerta tienen las mismas iniciales: C. F.
Elsa Fremont se echó a reír.
—Todavía más —dijo—. Celebraban el cumpleaños el mismo día, el veintisiete de mayo, aunque, por supuesto, Charley es mayor.
Guild sonrió al oír este dato mientras los ojos del fiscal se llenaban de preocupación.
El hombre oscuro miró su reloj.
—¿Le dijo su hermano cuánto tiempo iba a estar en Hell Bend? —preguntó.
—No.
Guild se dirigió a Boyer:
—¿Por qué no llama para ver si está allí? Si está, pídale que nos espere. Si se ha ido, lo esperaremos nosotros a él aquí.
El fiscal del distrito se levantó de su silla, pero, antes de que hablara, la chica le preguntó con inquietud:
—¿Quieren ver a Charley por algo en especial? ¿No es nada de lo que yo pueda informarles?
—Ya nos ha dicho que no sabe nada —dijo Guild—. Queremos información sobre Laura Porter.
—Ah —dijo, y parecía menos preocupada.
—Su hermano conoce a Frank Kearny, ¿no es así? —preguntó Guild.
—Sí, sí. Por eso trabajo en su local.
—¿Hay por aquí algún teléfono que podamos usar?
—Claro —se levantó y abrió una puerta que daba a la habitación contigua. Cuando el fiscal del distrito salió, Elsa cerró la puerta a su espalda, volvió a su sitio en el sofá, al lado de Guild, y preguntó—: ¿Han sabido alguna otra cosa, además de que se hiciera llamar Laura Porter y tuviera el apartamento?
—Cosas sueltas —dijo Guild—, pero, antes de atar cabos, es demasiado pronto para decir lo que significan. No le he preguntado si Kearny y Wynant se conocen, ¿verdad?
Negó rotundamente con la cabeza.
—Si se conocen, yo no lo sé. No lo sé. Le estoy diciendo la verdad, señor Guild.
—Estupendo, pero a Wynant lo vieron entrar en el Manchu.
—Lo sé, pero… —interrumpió la frase con un estremecimiento. Se acercó más a Guild—. ¿No pensará que Charley ha hecho algo que no debería haber hecho, verdad?
La expresión de Guild demostraba tranquilidad.
—No le mentiré —dijo—. Creo que todos los que están relacionados con el caso han hecho algo que no deberían.
La chica hizo una mueca de impaciencia.
—Creo que está tratando de confundir las cosas, según le conviene —dijo—. Así parecerá que hace algo, aunque sea incapaz de encontrar a Wynant. ¿Por qué no lo encuentra? —su voz se iba elevando—. Es lo que tiene que hacer. ¿Por qué no lo encuentra, en vez de molestar a todo el mundo? Él es el único que ha hecho algo. La mató e intentó matar a Charley, y es la única persona que usted busca. No yo, ni Charley, ni Frank. Es Wynant.
Guild se rio con indulgencia.
—Tal como usted lo dice, parece la cosa más sencilla del mundo —dijo—, y me gustaría que acertara.
A la chica se le pasó la indignación. Apoyó la mano en la mano de Guild. Los ojos le brillaban, asustados.
—No hay nada más, ¿verdad? —preguntó—. ¿Algo que no sepamos?
Guild, con la mano que tenía libre, le dio unas palmadas en el dorso de la mano.
—Hay… —le aseguró con voz agradable—. Hay muchas cosas que ninguno de nosotros sabe y las que sabemos no tienen sentido.
—Entonces…
El fiscal del distrito abrió la puerta, sin llegar a entrar. Estaba pálido y sudoroso.
—Fremont no está en Hell Bend —dijo, desorientado—. No ha ido.
—¡Dios mío! —murmuró Elsa Fremont.