Boyer miraba a Guild con los ojos muy abiertos. El hombre oscuro, después de una breve pausa, le habló a la mujer:
—Es Columbia Forrest, la chica que fue asesinada ayer en Hell Bend.
La mujer abrió tanto los ojos como el fiscal.
—Nunca habría pensado que fuera una ladrona —exclamó, volviendo a mirar la foto—. Era tan agradable, tan bonita…
—¿Una ladrona? —preguntó Boyer con incredulidad.
—Sí —la gerente levantó la vista de la foto, confundida—. Por lo menos, eso decía el periódico, que había…
—¿Qué periódico?
—El periódico de ayer —su expresión se animó, expectante—, ¿no lo ha visto?
—No. ¿Lo tiene?
—Sí. Se lo enseñaré —se volvió rápidamente y salió por la puerta que había a su espalda.
Guild, frunciendo ligeramente los labios y levantando las cejas, miró a Boyer. El fiscal del distrito murmuró de manera bien audible:
—¿No estaba chantajeando a Wynant? ¿Le robaba?
Guild negó con la cabeza.
—Todavía no sabemos nada —dijo.
La mujer volvió muy pronto con un periódico. Se lo tendió bruscamente a Guild, y se inclinó sobre las páginas, golpeando con el dedo un titular.
—Aquí está —los nervios hacían que su voz sonara metálica—. Aquí está. Lean esto.
Boyer se situó detrás, al otro lado de la mujer, muy cerca de Guild, casi cogido de su brazo, intentando ver mejor el periódico. Leyeron:
ASESINADA SECRETARIA
FICHADA POR LA POLICÍA DE N. Y.
NUEVA YORK, Sept. 8 (A. P.). Columbia Forrest, en relación con cuyo asesinato ayer, en Hell Bend, California, la policía busca a Walter Irving Wynant, famoso científico, filósofo y escritor, fue condenada por hurto hace tres años en Nueva York, según el antiguo juez de lo penal Erle Gardner.
El antiguo juez afirmó que la joven se declaró culpable de los cargos presentados en su contra por dos grandes almacenes y fue condenada a seis meses de cárcel, aunque la sentencia fue suspendida gracias a la intervención de Walter Irving Wynant, que se ofreció a indemnizar a los almacenes y a contratar como secretaria a la joven. Esta había trabajado como mecanógrafa en una agencia de corredores de bolsa de Wall Street.
Boyer empezó a hablar, pero Guild se le adelantó dirigiéndose resueltamente a la mujer:
—Es interesante. Muchísimas gracias. Ahora nos gustaría ver su habitación.
La mujer, casi temblando de emoción, los precedió por las escaleras y les abrió la puerta del apartamento 310. Entró antes que Boyer y Guild, pero el hombre oscuro, manteniendo la puerta abierta, le lanzó una clara indirecta:
—Volveremos a verla antes de irnos.
La gerente se fue de mala gana y Guild cerró la puerta.
—Empezamos a conseguir algo —dijo Boyer.
—Puede ser —asintió Guild.
Las palabras brotaron con fluidez de labios del fiscal.
—¿Cree usted que la chica utilizó los datos bancarios de Wynant, falsificó los cheques a nombre de Laura Porter y amañó los libros de contabilidad? Él no gastaba mucho y creería tener un buen saldo. Y, luego, cuando dejó seca la cuenta, la chica extendió el último cheque, lo cobró y salió pitando.
—Puede ser, pero… —Guild clavaba pensativamente la vista en los pies del fiscal.
—¿Pero qué?
Guild levantó la vista.
—¿Por qué no huyó directamente, en vez de volver a la casa en el coche de otro hombre para decirle a Wynant que se iba con otro?
Boyer respondió rápidamente:
—Los ladrones son imprevisibles y las mujeres también, y, cuando tropiezas con una ladrona, no hay forma de averiguar lo que hará ni por qué. Puede haberse peleado con Wynant y luego ir a restregarle que se iba. Puede haberse dejado algo en la casa. O pudo ocurrírsele que así eliminaba por el momento las sospechas de la estafa en el banco. Puede tener multitud de razones, y no es necesario que fueran sensatas. Pudo haber…
Guild sonrió cortésmente.
—Veamos lo que nos dice la habitación.
En la mesa de la sala de estar encontraron un llavín que abría la puerta del apartamento. No encontraron nada más que pudiera interesarles, salvo en el cuarto de baño. Allí, en una mesa, encontraron una maquinilla de afeitar evidentemente nueva con una cuchilla en la que aparecían incipientes marcas de óxido, un tubo abierto de crema de afeitar prácticamente lleno, una brocha nueva que había sido usada pero no enjuagada, y unas tijeras. Encima del lavabo había una toalla con manchas de espuma seca.
Guild lanzó una bocanada de humo por la mesa y dijo:
—Parece que nuestro hombre delgado vino aquí a afeitarse el bigote.
Boyer, arrugando la frente, perplejo, preguntó:
—¿Y cómo sabía…?
—Puede que se lo sacara a la chica antes de matarla y entrara aquí con la llave que hay encima de la mesa, la llave de la chica. —Guild señaló las tijeras con el cigarrillo—: Todo esto encaja con Wynant y no, por ejemplo, con Fremont. Lo necesitaría para el bigote, y todo está nuevo, como si lo hubiera comprado viniendo para acá. —Se inclinó para examinar la mesa, el interior del lavabo, el suelo—. Pero no veo pelos.
—¿Y eso qué significa? —preguntó el fiscal con ansiedad.
El hombre oscuro sonrió levemente.
—Algo debe significar —dijo. Se puso derecho después de examinar el suelo—. Ha debido tener mucho cuidado para no dejar pelos del bigote cuando se lo cortó, aunque sabe Dios por qué.
Miró pensativamente los utensilios para afeitarse sobre la mesa.
—Adelantaremos más si hablamos con el novio de la chica.
Encontraron abajo a la gerente, esperándolos en el vestíbulo. Lucía una espléndida sonrisa que invitaba a la conversación. Guild dijo:
—Muchísimas gracias. ¿Hasta cuándo tenía pagado el alquiler?
—Hasta el día quince.
—Entonces no tendrá inconveniente en impedir que entre nadie hasta ese día. Impídalo. Y, si entra usted, no toque nada. Habrá policías arriba. ¿Está segura de que no vio a nadie anoche, a primera hora?
—Sí, señor. Estoy segura de que no vi a nadie entrar ni salir del apartamento, aunque Dios sabe que, de haber tenido llave, habrían podido entrar sin que yo…
—¿De cuántas llaves disponía la chica?
—Le di una, pero ella pudo hacer más, todas las que quisiera, y probablemente las hizo si era una… ¿Qué ha hecho?
—No lo sé. ¿Recibía mucho correo?
—Bueno, no demasiado, y la mayoría tenía pinta de ser propaganda y cosas así.
—¿Recuerda la procedencia de alguna carta?
La mujer se ruborizó.
—Nunca, nunca miro el correo de mis clientes. De lo único que me preocupo es de mis asuntos, mientras paguen el alquiler y no armen más ruido que los demás.
—Eso está bien —dijo Guild, dándole su tarjeta—. Muchísimas gracias. Probablemente volvamos, pero, si ocurriera algo, algo que pareciera guardar relación con la chica, ¿le importaría llamarme? Déjeme un mensaje, si no estoy.
—Por supuesto, señor, lo haré —prometió—. ¿Hay…?
—Muchísimas gracias —repitió Guild, y salió con el fiscal del distrito.
Estaban acomodándose en el coche del fiscal cuando Boyer preguntó:
—¿Para qué cree que Wynant dejó la llave en el apartamento, si era de ella y él la usaba?
—¿Por qué no iba a dejarla? Solo entró a afeitarse y quizás a registrar el apartamento. No iba a tener ocasión de volver, y dejarla encima de la mesa era más cómodo que tirada en la calle.
Boyer asintió, dubitativo, y puso el coche en marcha. Guild lo guio hasta la zona de la Golden Gate Trust Company, donde aparcaron. Después de unos minutos de espera, les hicieron pasar al despacho del interventor del pelo blanco.
Se levantó cuando entraron. Ni su sonrisa ni un bromista «Es usted mi sombra» ocultaron su inquietud y curiosidad.
—Señor Bliss —dijo Guild—, le presento al señor Boyer, fiscal del distrito de Whitfield County.
Boyer y Bliss se estrecharon las manos. El interventor les señaló dos sillas a sus visitantes.
Guild dijo:
—Nuestra Laura Porter es la Columbia Forrest que fue asesinada ayer en Hell Bend.
La cara de Bliss se puso roja. Había algo próximo a la indignación en la voz con la que dijo:
—Eso es ridículo, Guild.
La malicia empequeñecía la sonrisa del hombre oscuro.
—¿Quiere usted decir que en cuanto alguien se convierte en uno de sus clientes se asegura una vida larga y feliz?
El interventor sonrió entonces.
—No, pero… —dejó de sonreír—. ¿Está implicada en la estafa al Seaman’s National Bank?
—Fue ella —contestó Guild. Y añadió con sonriente malicia todavía—: A menos que esté seguro de que ninguno de sus clientes tocaría un solo céntimo ajeno.
El interventor, sin prestar atención a las últimas palabras de Guild, se retorció en su sillón y miró nervioso a la puerta.
El hombre oscuro dijo:
—Necesitaríamos un extracto de su cuenta y quiero mandar un perito calígrafo para que vea los cheques, pero ahora tenemos prisa. Quisiéramos saber cuándo abrió la cuenta, qué referencias presentó, y el saldo.
Bliss pulsó uno de los botones que tenía en su mesa, pero antes de que nadie entrara en el despacho, se levantó y salió, murmurando:
—Perdónenme.
Guild sonrió.
—Perderá cinco kilos antes de saber si lo han estafado o no, y diez si descubre que sí.
Cuando el interventor volvió, cerró la puerta, apoyó en ella la espalda y habló como si hubiera estado buscando las palabras:
—La cuenta de la señorita Porter presenta un saldo de treinta y ocho dólares con cincuenta centavos. Retiró doce mil dólares en metálico ayer por la mañana.
—¿Ella en persona?
—Sí.
Guild se dirigió a Boyer:
—Le enseñaremos al cajero su foto cuando salgamos para estar doblemente seguros.
Volvió a hablar al interventor:
—¿Y sobre la fecha de apertura de la cuenta y las referencias que presentó?
El hombre del pelo blanco consultó una ficha que tenía en la mano.
—Abrió la cuenta el ocho de noviembre del año pasado —dijo——. Presentó referencias de Francis X. Kearny, propietario del Restaurante Manchu, en Grant Avenue, y de Walter Irving Wynant.