V

La mañana siguiente, a las diez, Guild fue al Seaman’s National Bank. Se dirigió a la mesa que, según una placa, pertenecía al señor Coler, interventor. El hombre, rubio y bronceado, saludó efusivamente a Guild.

Guild se sentó y dijo:

—Me figuro que ha visto los periódicos esta mañana.

—Sí. Gracias a Dios había un seguro.

—Tendremos que cogerlo pronto para recuperar algo —dijo Guild—. Me gustaría echarle un vistazo a su cuenta y a los cheques anulados, si están disponibles.

—Muy bien. —Coler se levantó y se fue. Cuando volvió, traía un delgado paquete de cheques en una mano y un folio en la otra. Se sentó, miró el folio y dijo—: Esto es lo que pasó: el día dos Wynant ingresó este cheque por diez mil dólares…

—¿Lo trajo él mismo?

—No. Siempre hacía los ingresos por correo. El cheque lo firmaba la Modern Publishing Company, y el banco era la Madison Trust Company de Nueva York. Wynant tenía un saldo de mil ciento sesenta y dos dólares con cincuenta y cinco centavos: el cheque lo aumentó a algo más de once mil. El día cinco un cheque —cogió uno del paquete— por nueve mil dólares a favor de Laura Porter llegó a través de la cámara de compensación. —Miró el cheque—. Fechado el tres, lo depositó el día siguiente. —Miró el dorso del cheque—. Lo depositó en la Golden Gate Trust Company. —Se lo pasó a Guild a través de la mesa—. Esta operación lo dejó con un saldo de dos mil ciento sesenta y dos dólares con cincuenta y cinco centavos. Ayer recibimos un telegrama notificándonos que el cheque de Nueva York había sido aumentado de mil a diez mil dólares.

—¿Les permiten a sus clientes cobrar los cheques de fuera de la ciudad antes de que haya tiempo para comprobarlos?

Coler enarcó las cejas.

—A cuentas antiguas de la categoría del señor Wynant, sí.

—Ahora tiene una categoría sensacional —dijo Guild—. ¿Y qué otros cheques tenemos ahí?

Coler los repasó y le brillaron los ojos. Dijo:

—Hay dos más a favor de Laura Porter: por mil y por setecientos cincuenta. Los demás parecen simplemente pagos y gastos de la casa.

Se los pasó a Guild.

Guild examinó los cheques despacio, uno a uno. Luego dijo:

—Mire a ver si averigua desde cuándo viene ocurriendo esto y a cuánto asciende el total.

Coler se levantó con gusto y salió. Estuvo fuera media hora. Cuando volvió dijo:

—Por lo que he podido saber, Laura Porter lleva cobrando cheques desde hace, por lo menos, varios meses, prácticamente todo lo que ingresaba Wynant, exceptuando más de lo necesario para cubrir sus gastos ordinarios.

—Gracias —dijo Guild en voz baja, a través del humo del cigarro.

Desde el Seaman’s National Bank, Guild se dirigió a la Golden Gate Trust Company, en Montgomery Street. Una chica dejó de escribir a máquina para llevar su tarjeta al despacho del interventor, a donde inmediatamente lo acompañó. Guild intercambió un apretón de manos con un hombre gordo, de pelo blanco, que dijo:

—Me alegro mucho de verlo, señor Guild. ¿A qué criminal busca entre nosotros?

—No sé si esta vez busco a alguien. Tienen a una clienta que se llama Laura Porter. Me gustaría saber su dirección.

La sonrisa del gordo se convirtió en una mueca.

—Bueno, bueno, amigo mío, siempre es un placer hacer cuanto está en mis manos por ayudarle, pero…

Guild dijo:

—Porter ha podido tener algo que ver con una estafa de ocho mil al Seaman’s National.

La curiosidad ablandó un poco la sonrisa congelada del interventor.

Guild dijo:

—No sé si ha metido mano en el asunto, pero estoy aquí porque pienso que cabe la posibilidad. Lo único que quiero son sus señas, por el momento, y, a menos que esté totalmente seguro, no necesitaré nada más.

El interventor se acarició los labios, arrugó la frente, se aclaró la garganta y dijo por fin:

—Bueno, si le doy las señas, se entiende que es…

—Estrictamente confidencial —dijo Guild—, exactamente como la información de que han estafado al Seaman’s National.

Cinco minutos después salía de la Golden Gate Trust Company llevando en el bolsillo una nota con una dirección: Laura Porter, Leavenworth 1157.

Cogió un tranvía hasta California Street. Cuando pasaba por los Apartamentos Cathedral se levantó de improviso y se bajó del tranvía en la esquina siguiente. Rehizo el camino hasta el edificio de apartamentos.

—¿La señorita Helen Robier? —dijo en la conserjería. El hombre al otro lado del mostrador negó con la cabeza.

—Aquí no hay nadie con ese nombre, a no ser que esté visitando a alguien.

—¿Podría decirme si vivió aquí, digamos, hace cinco meses?

—Lo intentaré.

Se volvió para hablar con otro empleado. El otro se acercó a Guild y dijo:

—Sí. La señorita Robier vivió aquí, pero ha muerto.

—¿Muerto?

—Murió en accidente de coche el 4 de julio.

Guild frunció los labios.

—¿Se aloja aquí un tal MacWilliams?

—No.

—¿Nunca se ha alojado?

—Creo que no. Lo comprobaré.

Cuando volvió fue categórico:

—No.

Fuera de los Apartamentos Cathedral, Guild miró el reloj. Eran las doce menos cuarto. Volvió a pie al hotel. Boyer se levantó de un sillón en el vestíbulo y fue a su encuentro, diciendo:

—Buenos días. ¿Cómo está usted? ¿Algo nuevo? Guild se encogió de hombros.

—Algo hay que algo podría significar, sí. Mejor lo hablamos comiendo —dijo, y guio al fiscal hacia el restaurante del hotel.

Ya sentados, después de pedir la comida, Guild informó a Boyer de su conversación con los Fremont, el disparo que los había interrumpido, y su busca de Wynant que lo había conducido hasta su coche; de su conversación con Chris —«Chistopher Maxim», dijo, «crítico literario del Dispatch»—; de su visita al Manchu y su encuentro con Elsa Fremont; y de sus visitas, esa mañana, a los dos bancos y al edificio de apartamentos. Habló con rapidez, sin malgastar palabras, sin que se le escapara nada relevante.

—¿Cree usted que Wynant fue al restaurante chino, sabiendo que la chica trabajaba allí, para enterarse de dónde vivían ella y su hermano? —preguntó Boyer cuando Guild hubo terminado.

—No, si es verdad que estuvo en casa de los Fremont armando un estropicio hace un par de semanas.

Boyer se puso rojo.

—Es verdad. Entonces…

—Dígame lo que usted ha estado haciendo —contestó Guild— y a lo mejor podemos hacer juntos nuestras suposiciones. Vamos a esperar a que nos sirva el camarero.

Cuando tuvieron la comida delante y volvieron a quedarse solos, el fiscal del distrito dijo:

—Ya le dije que Lane había visto a Wynant cuando iba al local chino.

—Sí. ¿Y las huellas dactilares? —dijo Guild, y se metió comida en la boca.

—Examiné la casa y tomamos las huellas de todos los que sabíamos que estuvieron allí, pero las comprobaciones no se habían hecho todavía cuando salí esta mañana temprano.

—¿Tomaron las de la chica muerta?

—Por supuesto. Y usted estuvo allí. Mándenos las suyas.

—Muy bien, aunque me preocupé de no tocar nada. ¿Ha dado resultado la alarma general?

—Ninguno.

—Sabemos, de todas formas, que vino a San Francisco. ¿Y las circulares que se iban a mandar?

—Se están imprimiendo ahora: foto, descripción, muestras de la caligrafía de Wynant. Haremos una nueva tirada en cuanto tengamos las huellas dactilares, pero quiero difundir rápidamente algo.

—Estupendo. Le pedí a la policía de aquí que tomara huellas en el coche. ¿Algo más por su parte?

—Eso ha sido todo.

—¿Han encontrado algo en los papeles de Wynant?

—Nada. Aparte de lo que parecía ser notas de trabajo, no había mucho material. Puede verlos cuando volvamos.

Guild, sin dejar de comer, asintió como si estuviera plenamente satisfecho.

—Lo primero para esta tarde es hacerle una visita a la señorita Porter —dijo—, y a lo mejor sacamos algo más.

—¿Cree que lo chantajeaba?

—La gente chantajea a la gente —admitió Guild.

—Solo hablo por hablar —dijo el fiscal del distrito, un poco avergonzado—; dejo salir las ideas que me pasan por la cabeza.

—Déjelas, déjelas —lo animó Guild.

—¿Cree que podría ser la hija que tuvo en París con la actriz?

—Podríamos intentar descubrir qué fue de la mujer y los niños. A lo mejor Columbia Forrest era su hija.

—Pero usted sabe la situación que había en la casa del monte —protestó Boyer—. Eso hubiera sido incesto.

—Cosas así ya han pasado otras veces —dijo Guild gravemente—. Por eso tienen nombre.

Guild pulsó el timbre correspondiente al nombre de Laura Porter en el portal de un pequeño edificio de apartamentos de piedra caliza, en el número 1157 de Leavenworth Street. Boyer, respirando con dificultad, lo acompañaba. No hubo respuesta. No hubo respuesta ni la segunda ni la tercera vez que tocó el timbre, pero cuando pulsó el marcado con la palabra GERENTE el cierre automático zumbó.

Abrieron la puerta y entraron en un vestíbulo poco iluminado. Una puerta se abrió frente a ellos y una mujer dijo:

—¿Sí? ¿Qué quieren?

Era pequeña, de rasgos marcados, pelo gris, nariz aguileña y ojos vivos.

Guild avanzó hacia ella diciendo:

—Queremos ver a la señorita Laura Porter, del trescientos diez, pero no contesta al timbre.

—Creo que no está —dijo la mujer del pelo gris—. No suele estar. ¿Quieren dejarle algún mensaje?

—¿Cuándo cree que volverá?

—Pues no lo sé.

—¿Sabe cuándo se fue?

—No, señor. Algunas veces veo a mi gente entrar y salir, y otras veces no. No los vigilo, y a la señorita Porter la veo menos que a nadie.

—Ah, ¿no pasa aquí mucho tiempo?

—No lo sé, caballero. Mientras paguen el alquiler y no armen demasiado ruido, no me preocupan.

—¿No le preocupan? ¿No estaba sola? ¿Vivía con alguien?

—No. Quiero decir mi gente, mis clientes, los del edificio…

Guild se dirigió al fiscal.

—Déle una tarjeta.

Boyer se hurgó en los bolsillos buscando las tarjetas, sacó una y se la pasó a Guild, que se la dio a la mujer.

—Necesitamos una pequeña información sobre la señorita Porter —dijo el hombre oscuro en voz baja y confidencial mientras la encargada entornaba los ojos para leer la tarjeta a la luz debilísima—. No tiene ningún problema, por lo que sabemos, pero…

La mujer levantó la vista. Los ojos, inquisitivos, estaban muy abiertos.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Guild se inclinó sobre ella, abrumándola.

—¿Desde cuándo vive ella aquí? —murmuró como en un aparte.

—Desde hace unos seis meses. Hace seis meses.

—¿Recibía muchas visitas?

—No lo sé. No recuerdo haber visto a nadie, pero no prestamos demasiada atención y cuando veo a gente entrar no sé a qué apartamento viene.

Guild se enderezó, alargó la mano izquierda y pulsó el interruptor de la luz, iluminando el vestíbulo. Metió la mano derecha en el bolsillo interior de su abrigo y sacó las fotos de Wynant y su difunta secretaria. Se las dio a la mujer.

—¿Los ha visto alguna vez?

Miró la foto del hombre y negó con la cabeza.

—No —dijo—, y, de haberlo visto, no es un hombre que se me hubiera olvidado.

Miró la foto de Columbia Forrest.

—¡Es…! ¡Es la señorita Porter! —exclamó.