IV

Después de cenar solo en el Solari, en Maiden Lane, Guild fue a un apartamento de Hyde Street. Lo recibió una joven pálida, de aspecto cansado, que se arrimó para decirle:

—Hola, John. Ya nos estábamos preguntando qué había sido de ti.

—He estado fuera. ¿Chris está?

—Yo te dejaría entrar de todos modos —dijo la chica, y acabó de abrir la puerta.

Pasaron a una habitación cuadrada, llena de libros, donde un hombre rechoncho, con el pelo rubio y estropeado, estaba casi enterrado en un viejo e inmenso sillón. Dejó el libro que leía, cogió el alto vaso de cerveza que tenía al alcance de la mano, y dijo jovialmente:

—Que entre el sabueso. Trae más cerveza, Kay. Tenía ganas de verte, John. ¿Qué te parecería escribir alguna reseña de novelas de detectives para mi página? Ya sabes: «El detective estudia al detective de ficción».

—Ya me lo habías pedido —dijo Guild—. Vete a la mierda.

—Es una buena idea, sin embargo —dijo el gordo alegremente—. Y tengo otra. Me la iba a reservar para un cuento policíaco, pero quizá tú le encuentres alguna vez utilidad para tu trabajo, así que te la vaya dar gratis.

Guild cogió el vaso de cerveza que le tendía Kay.

—Gracias —le dijo a la chica, y añadió mirando al gordo—: ¿Tengo que oírla?

—Sí. Fíjate, es un tipo sospechoso de asesinato, un crimen que requiere un coraje especial. Todas las pruebas apuntan a él, ya sabes, la típica historia. Pero el tipo es un verdadero admirador de Sam Johnson (tiene sus libros por todas partes), así que uno sabe que no mató a nadie, porque únicamente a los tímidos (esa clase de gente que dice «Sí, señor» a sus mujeres, y «Sí, señora» a los policías) les gusta Johnson. Ya ves. Johnson solo es admirado por su brutalidad y la audacia de sus groserías y malos modos y resulta que ese es el material que atrae a…

—Así que tengo que buscar a un tal Sam Johnson, que es el verdadero culpable, ¿no? —dijo el hombre oscuro.

—Chris tiene una de sus noches —dijo Kay.

—Ríete de mí y que te jodan, pero te estoy ofreciendo una pieza de psicología que algún día te podría ser útil. Recuérdalo. Es una ley. El amor por el doctor Johnson es un signo de mansedumbre patológica.

Guild hizo una mueca.

—Bien sabe Dios que me estoy ganando la cerveza —dijo, y bebió—. Si te sientes obligado a hablar, habla de Walter Irving Wynant. A lo mejor me viene bien.

—¿Por qué? —preguntó Chris.

—Lo estoy buscando. Mató a su secretaria esta tarde y se largó hacia tierras desconocidas.

—¡Imposible! —exclamó Kay.

—¡No me cuentes historias! —dijo Chris.

Guild asintió y bebió más cerveza.

—Solo se entretuvo el tiempo necesario para dispararle al tipo con quien se supone que su secretaria se iba a casar mañana.

Chris y Kay se miraron encantados. Chris se retrepó en su sillón.

—Esa historia no hay quien la supere. Pero, sabes, ni de lejos estoy tan sorprendido como debiera. La última vez que lo vi pensé que había algún problema, aunque Wynant siempre ha sido más bien tonto. Te comenté algo, ¿no te acuerdas, Kay? Y es evidente que lo que ha escrito últimamente para revistas es muy flojo. Incluso partes de su último libro… No. Ahora me estoy poniendo en plan intelectualoide. Me limitaré a lo que escribí sobre su libro cuando apareció: a pesar de sus fallos ocasionales su «compartimentalización» está más cerca de dar una respuesta al dilema de Poncio Pilatos que cualquier otra que se haya ofrecido nunca.

—¿Qué tipo de literatura hace? —preguntó Guild.

—Esto —Chris se levantó resoplando, fue a uno de los estantes, sacó un voluminoso tomo negro titulado, en grandes letras de oro, «Conocimiento y creencia», lo abrió al azar, y leyó—: «La ciencia se relaciona con las unidades de percepción. Una unidad de percepción es una diferencia definida, es decir, limitada. El dato científico de que el blanco existe significa que el blanco es la diferencia entre un determinado campo de percepción y el resto del ente perceptor. Si uno mira una ininterrumpida extensión blanca, percibe el blanco porque su percepción se encuentra limitada por su campo visual: el área extravisual de su entorno le da, por contraste, la percepción del blanco. No se trata de definiciones científicas. No pueden serlo. La ciencia no puede definir, no puede delimitar por sí misma. Las definiciones de la ciencia deben ser definiciones filosóficas. La ciencia no puede conocer lo que no es cognoscible. La ciencia no puede conocer la existencia de lo que no conoce. La ciencia se ocupa de lo percibido y no de lo no percibido. Así, la teoría de la relatividad de Einstein —según la cual los fenómenos de la naturaleza serán iguales, esto es, no diferentes, para dos observadores que se desplazan a velocidad uniforme, sea la que sea y en relación con uno y otro— es una hipótesis filosófica, no científica. La filosofía, como la ciencia, no puede definir, no puede delimitar por sí misma. Las definiciones de la filosofía deben ser formuladas desde un punto de vista que, en cierto modo, mantenga la misma relación con la filosofía que el punto de vista filosófico mantiene con la ciencia. Estas definiciones serían…».

—Ya es bastante —dijo Guild. Chris cerró el libro de golpe.

—Así es todo lo que escribe —dijo alegremente, y volvió a su sillón y su cerveza.

—¿Y qué sabes de él? —preguntó Guild—. Aparte de sus escritos, digo. No empieces otra vez con eso. Quiero saber si solo estaba loco de celos o si había perdido totalmente la cabeza, y, sea lo que sea, me gustaría saber cómo cogerlo.

—No lo he visto desde hace seis o siete meses, o incluso más —dijo Chris—. Wynant fue siempre un poco maniático, y menos sociable que el demonio. Imprevisible, quizá, o quizá algo mucho peor.

—¿Y qué sabes de él?

—Lo que todo el mundo sabe —dijo Chris con desprecio—. Nació en algún sitio de Devonshire. Fue a Oxford. Se fue virgen a la India y volvió con un libro de economía, un libro bastante bueno, pero propio de un visionario. Se casó con una actriz que se llamaba Hana Drix, o algo por el estilo, en París, y allí vivió con ella tres o cuatro años, y salió con otro libro. Creo que tuvieron dos niños. Después ella se divorció y él se fue a África y, más tarde, creo, a Suramérica. El caso es que viajó mucho antes de instalarse en Berlín durante el tiempo suficiente para escribir su «Antropología especulativa» y dar algunas conferencias. No sé dónde estuvo durante la guerra. Cayó por aquí un par de años más tarde con una obra de metafísica en dos volúmenes llamada «La deriva de la consciencia». Se ha quedado en Estados Unidos desde entonces, los últimos cinco años aquí, en las montañas, escribiendo «Conocimiento y creencia».

—¿Hay parientes o amigos?

Chris movió la cabeza, muy despeinada.

—A lo mejor saben algo sus editores, Dale&Dale.

—Y, como crítico, ¿tú qué piensas?

—Yo no soy crítico —dijo Chris—, soy reseñador.

—Vale, lo que seas. ¿Crees que lo que escribe es sensato?

Chris encogió perezosamente sus hombros inmensos.

—Reconozco que algunos de sus libros son más que buenos. Pero otros… Puede ser que estén por encima de mi inteligencia. Eso también es posible. Pero las cosas de revista barata que hace últimamente, desde «Conocimiento y creencia», sé perfectamente que son tonterías, o incluso algo peor. El periódico mandó a un chico para que lo entrevistara, hace un par de semanas, cuando todo el mundo armaba follón a propósito de ese antropólogo ruso, y el chico volvió con tres o cuatro folios terribles. No los hubiéramos publicado si no fuera porque el nombre de Wynant pesa, y por cómo juraba el chico que había transcrito exactamente lo que le habían dicho. Yo diría que, muy probablemente, a Wynant se le había ido la cabeza.

—Gracias —dijo Guild, y fue a coger su sombrero. Pero entonces el hombre y la chica empezaron a preguntarle a él. Así que se sentaron los tres, y hablaron y fumaron y bebieron cerveza hasta después de la medianoche.

En la habitación del hotel sonó el teléfono cuando Guild ya se había quitado el abrigo. Descolgó.

—¿Sí? Sí… —esperó—. Sí, Boyer. Se presentó en casa de Fremont y le disparó… No, no causó daños, solo nos dio una buena sorpresa… Sí, pero hemos encontrado su coche… ¿Dónde? Sí, veamos… ¿Mañana? ¿A qué hora? Estupendo. Llámeme aquí, al hotel… De acuerdo.

Colgó el teléfono, empezó a desabotonarse el traje, se detuvo, miró su reloj de pulsera, volvió a ponerse el abrigo, cogió el sombrero y salió.

En California Street tomó un tranvía que iba en dirección hacia el este, subió la colina y descendió hasta Chinatown, apeándose en Grant Avenue. Una lluvia casi tan fina como niebla había empezado a caer, venida del norte. Guild se bajó de la acera para evitar a un ruidoso grupo de borrachos que salía de un restaurante chino, siguió la calle y, en la primera esquina, en la acera opuesta, se paró en otro restaurante. Era un edificio de ladrillo rojo que intentaba parecer oriental mediante dorados y luces de muchos colores, cornisas y ménsulas evidentemente falsas, tres franjas que marcaban la separación entre plantas, con postes a manera de pilares y un saledizo de terracota que imitaba un tejado, rematado por un mástil que soportaba nueve anillos de aluminio falso. Había un gran letrero luminoso: MANCHU.

Se quedó mirando el llamativo edificio mientras encendía un cigarro. Luego entró. La chica del guardarropa no le cogió el sombrero.

—Cerramos a la una —dijo.

Miró a la gente que se subía al ascensor, y volvió a mirar a la chica.

—Esos están entrando.

—Van arriba. ¿Tiene usted tarjeta de socio?

Guild sonrió.

—Por supuesto. Me la he dejado en el otro traje.

La chica no se inmutó.

—Ah, ya, hermana. —Guild le dio un dólar de plata, cogió el resguardo del sombrero y se metió en el ascensor atestado.

En el cuarto piso salió del ascensor con los demás y entró en un gran salón, viejo y alargado, donde, surgiendo de un pequeño escenario, una pista de baile alargada formaba una península entre mesas servidas por chinos en smoking. Había cuarenta o cincuenta personas en el local. Algunas bailaban al ritmo de un piano, un violín y una trompa.

Le dieron a Guild una mesa pequeña, cerca de una ventana cerrada. Pidió un sándwich y un café.

El baile acabó y una mujer de mediana edad y cara de arpía, con un precioso cuerpo y piel de satén cantó una versión modificada de Christopher Colombo. Bailaron una pieza más. Entonces Elsa Fremont salió al centro de la pista y cantó Hollywood Papa. Un escotado vestido verde resaltaba el rojo de su pelo e intensificaba el verdor de sus ojos lanceolados. Guild fumaba, bebía café y la miraba. Cuando terminó la canción, aplaudió con los demás.

Elsa Fremont se acercó directamente a su mesa, sonriendo, y dijo:

—¿Qué hace usted aquí?

Se sentó frente a Guild, y Guild volvió a sentarse.

—No sabía que trabajaba aquí.

—¿No? —su sonrisa era agradable, sus ojos escépticos.

—No —dijo Guild—, aunque quizá debería haberlo sabido. Un tal Lane, que vive cerca de Wynant en Hell Bend, lo vio entrar aquí esta tarde.

—Vendría al local de abajo —dijo la chica—. Nosotros no abrimos hasta medianoche.

—Lane no sabía nada del asesinato antes de llegar a casa esta noche. Llamó al fiscal del distrito y le dijo que había visto a Wynant y el fiscal me ha llamado. He pensado que si me pasaba por aquí a lo mejor pescaba algo.

—¿Y? —preguntó la chica con no muy buena cara.

—Bueno, la he encontrado a usted.

—Pero yo no estaba en el local de abajo esta tarde —dijo—. ¿A qué hora fue?

—Media hora antes de que le dispararan a su hermano.

—Ya ve —dijo triunfalmente—. Sabe que yo estaba en casa a esa hora hablando con usted.

—Sí, eso lo sé —dijo Guild.