Columbia Forrest había sido una joven de largas piernas, bien proporcionada y delgada. Incluso su cadáver, en traje deportivo, azul, parecía ágil. El pelo, corto, era de un castaño levemente rojizo. Sus facciones eran pequeñas, regulares, atractivas a pesar de que les faltaba fuerza. Tenía tres agujeros de bala en la sien izquierda: dos disparos en la misma sien, y el tercero un poco más abajo del ojo. Guild puso suavemente la yema del dedo en el agujero inferior.
—Calibre treinta y dos —dijo——. Certero: cualquiera de los tres la hubiera matado. —Dio la espalda al cadáver—. Vamos a ver a los Hopkins.
—Creo que están en el comedor —dijo el fiscal, y se aclaró la garganta, dubitativo. Era joven y estaba preocupado. Tocó el codo de Guild con el dorso de la mano y dijo—: Tenga paciencia con Ray. Andaba un poco, me temo que bastante, enamorado de la chica, y lo está pasando mal.
—¿El ayudante del sheriff?
—Sí, Ray Callaghan.
—Todo irá bien si no molesta —dijo Guild despreocupadamente—. ¿Qué tal es el sheriff?
—¿Petersen? Estupendo.
Guild pareció considerar críticamente esta afirmación.
—No es exactamente lo que llamaríamos un cazador de hombres —dijo.
—No, no, eso no. Un sheriff, ya sabe, tiene otras cosas que hacer normalmente, pero, desde luego, no interferirá si otro se ocupa del asunto.
Boyer se humedeció los labios y acercó la cara a Guild. Parecía animado, como un muchacho.
—Y me gustaría que se ocupara usted. Me alegra que trabaje conmigo en este asunto, Guild —dijo en voz baja, muy serio—. Es… Es mi primer asesinato y… —se ruborizó—. Quisiera demostrarles que no soy tan joven como algunos han dicho.
—Formidable. Vamos a ver a los Hopkins.
El fiscal del distrito estudió la cara oscura de Guild un momento, incómodo, empezó a decir algo, cambió de idea, y salió de la habitación.
Un hombre y una mujer lo acompañaban cuando volvió. El hombre debía de tener unos cincuenta años, y era de estatura media. Tenía el pelo gris, escaso, y la cara redonda y flemática. Llevaba unos pantalones marrones, que se sujetaba con tirantes azules, nuevos, y una camisa de un azul desvaído, abierta en el pecho. La mujer tenía aproximadamente la misma edad, y era más bien baja, gorda, vestida pulcramente, de gris. Usaba gafas con montura de oro. Tenía los ojos redondos, claros, muy vivos.
El fiscal del distrito cerró la puerta y dijo:
—Le presento al señor y a la señora Hopkins, señor Guild. —Se dirigió al matrimonio—: El señor Guild trabaja conmigo. Espero que le ayuden en lo que puedan. —Los Hopkins asintieron al unísono.
—¿Qué ha pasado exactamente? —y señaló con un leve movimiento de cabeza hacia la joven muerta.
—Siempre he sabido que Wynant haría algo parecido —dijo Hopkins, mientras su mujer decía—: Fue exactamente en esta habitación, y daban tantas voces que se oían en toda la casa.
Guild movió el cigarrillo, como apuntándoles.
—De uno en uno. —Le dijo al hombre—: ¿Cómo sabía que iba a hacer una cosa así? La mujer respondió rápidamente: —Se volvía loco de celos en cuanto la perdía de vista un momento, y, cuando ella llegó de la ciudad y le dijo que lo iba a dejar para casarse, él…
Guild usó otra vez el cigarro para interrumpirla.
—¿Había perdido la cabeza?
—Totalmente, señor —dijo la señora Hopkins—. Porque, cuando entramos corriendo aquí, cuando oímos el tiroteo, y nos dijo que no soltáramos una palabra, estaba… Sus ojos… Una cosa así no se ve en la vida… Y la voz. Temblaba y se agitaba como si estuviera a punto de desmoronarse.
—No es eso lo que pregunto —dijo Guild—. ¿Estaba loco? —Y, antes de que pudiera responder la mujer, hizo otra pregunta—: ¿Cuánto tiempo llevaban ustedes trabajando para Wynant?
—Unos diez meses, ¿no, Willie? —preguntó la señora a su marido.
—Sí —asintió Hopkins—. Desde el pasado otoño.
—Exactamente —dijo la señora—, desde noviembre pasado.
—Entonces deben de saber si estaba loco. ¿Lo estaba?
—Bueno, le diré —respondió la señora Hopkins despacio, arrugando la frente—: Era, desde luego, la persona más especial de la que haya oído hablar, pero creo que todos los genios son así, y no diría yo que estuviera loco de atar, salvo con la chica.
Miró a su marido, que dijo con indulgencia:
—Sí, así son los genios. Son… excéntricos.
—Así que creen que era un genio —dijo Guild—. ¿Han leído lo que escribía?
—No, señor —dijo la señora Hopkins, incómoda—, aunque lo he intentado varias veces, pero era demasiado… No le veía ni pies ni cabeza… No tengo estudios y…
—¿Y ella con quién iba a casarse? —preguntó Guild.
El señor Hopkins movió la cabeza enérgicamente:
—No lo sé. Si dijo el nombre, no lo cogí. El que daba voces era él.
—¿Para qué fue la chica a la ciudad?
El señor Hopkins volvió a negar con la cabeza.
—Tampoco lo sé. Iba cada quince días y él siempre se ponía como loco.
—¿Ella conducía?
—Casi siempre, ayer no. Pero volvió en el coche azul, nuevo, que está aparcado ahí fuera.
Guild miró, inquisitivo, al fiscal, que dijo:
—Estamos investigándolo. Parece nuevo, y pronto sabremos de quién es.
Guild asintió y volvió a los Hopkins.
—¿Fue a San Francisco en tren ayer y ha vuelto hoy en ese coche? ¿A qué hora?
—Creo que fue a eso de las tres. A esa hora estaba aparcando —la señora Hopkins señaló las bolsas de viaje y la ropa desparramada por la habitación—. Y entonces llegó él y empezó el jaleo. Los oía desde abajo y fui a la ventana y le hice una señal a Willie (al señor Hopkins, quiero decir) y desde la puerta del comedor, al pie de las escaleras, los oímos.
Guild se volvió para apagar el cigarrillo en un cenicero de bronce que había en una mesa.
—¿Ella pasaba la noche fuera cuando iba a la ciudad?
—Casi siempre.
—Y usted tendrá alguna idea de para qué iba a la ciudad —insistió Guild.
—No, no la tengo —dijo la mujer con firmeza—. Nunca hemos sabido para qué iba, ¿verdad, Willie? Él era celoso, así que me figuro que, si ella iba a ver a alguien, no se le hubiera ocurrido contárselo a nadie que pudiera decírselo, aunque Dios sabe que sé mantener la boca cerrada tanto como cualquiera. He visto el…
Guild dejó de encender un nuevo cigarro para preguntar:
—¿Y el correo que recibía la chica? Usted ha tenido que verlo alguna vez.
—No, señor Guild, nunca, y es curioso, porque en todo el tiempo que llevamos aquí jamás hemos visto que recibiera correo, excepto revistas. Y tampoco sabemos que le escribiera a nadie.
Guild frunció las cejas.
—¿Cuánto tiempo llevaba aquí?
—Ya estaba aquí cuando llegamos nosotros. No sé cuánto llevaba, pero debe de ser mucho.
—Tres años —dijo Boyer—. Llegó en marzo, hace tres años.
—Y de sus parientes o amigos, ¿qué?
Los Hopkins negaron con la cabeza. Boyer negó también.
—¿Y los de Wynant?
La señora Hopkins volvió a mover la cabeza.
—No tenía. Es lo que decía siempre, que no tenía parientes ni amigos en el mundo.
—¿Quién es su abogado?
La señora Hopkins parecía estupefacta.
—Si tenía alguno, yo no lo sé, señor Guild. A lo mejor puede usted encontrar algo en sus papeles o en sus cosas.
—Eso haré —dijo Guild bruscamente, con el cigarrillo en la boca, y les abrió la puerta a los Hopkins, que salieron de la habitación.
Cerró cuando salieron y, apoyando la espalda en la puerta, echó un vistazo a la habitación, y miró el cadáver tapado con una manta, sobre la cama, y la ropa desparramada, y las tres bolsas de viaje, y, por fin, la mancha de sangre en la alfombra azul celeste.
Boyer lo observaba con expectación.
Mirando la mancha de sangre, Guild preguntó:
—¿Ha dado parte a la policía de San Francisco?
—Sí, por supuesto. Y hemos difundido la descripción de Wynant y la descripción y matrícula de su coche, de Los Ángeles a Seattle, y, al este, hasta Salt Lake.
—¿Cuál es el número de matrícula?
Boyer se lo dijo, y añadió:
—Es un Buick descapotable, del año pasado.
—¿Qué pinta tiene Wynant?
—No lo he visto nunca, pero es muy alto. Puede medir muy bien uno noventa. Y es delgado. Dicen que no llega a los setenta kilos. ¿Sabe? Es tuberculoso: por eso vino aquí. Anda por los cuarenta y cinco años, y está bronceado, pero amarillo, con los ojos castaños y el pelo muy oscuro. Tiene bigote (de unos diez centímetros, por lo menos), poblado y enmarañado, y tiene las cejas pobladas y enmarañadas. Hay montones de fotografías suyas en su habitación. Puede usted cogerlas. Llevaba un traje de tweed gris bastante arrugado, sombrero gris y zapatos marrones. Tiene los hombros anchos y rectos y anda casi de puntillas y a grandes pasos. No fuma ni bebe y tiene la costumbre de hablar solo.
Guild se guardó el lápiz y un sobre.
—¿Los de huellas dactilares han examinado ya la casa?
—No. Yo…
—Podría sernos útil, sacarnos de dudas si pone la mano por ahí. Supongo que tenemos muestras de su letra. Podemos, en todo caso, conseguirlas en su banco. Intentaremos…
Alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo Boyer.
La puerta se abrió para que un hombre asomara la cabeza.
—Lo llaman por teléfono —dijo.
El fiscal siguió al hombre escaleras abajo. Durante su ausencia, Guild fumaba y observaba sombríamente la habitación.
Volvió el fiscal, y dijo:
—El coche pertenece a Charles Fremont, con domicilio en Guerrero Street, San Francisco.
—¿Número de matrícula? —Guild sacó otra vez el lápiz y el sobre. Boyer le dio el número. Lo apuntó, y dijo—: Creo que voy a ir a ver a Fremont ahora mismo.
El fiscal del distrito miró su reloj.
—Me pregunto si no podría escaparme un momento para acompañarlo.
Guild frunció los labios.
—No sé si debería. Uno de nosotros tendría que quedarse a examinar las cosas de Wynant y tratar de unir cabos sueltos. No he visto a nadie a quien podamos confiarle un trabajo así.
—Perfecto —dijo Boyer sin vacilar, aunque parecía decepcionado—. ¿Seguirá en contacto conmigo?
—Por supuesto. Déjeme la tarjeta que le he dado y le anotaré mi dirección y mi teléfono. ¿Y si me llevo el coche de Fremont? —preguntó Guild con ojos soñolientos.
El fiscal arrugó la frente.
—No sé —dijo, despacio—. Podría… Bueno, sí, desde luego, si lo cree conveniente. ¿Me llamará por teléfono en cuanto vea a Fremont? ¿Me informará de lo que sea?
—Um‐hmm…