El tren se dirigió hacia el norte, entre las montañas. El hombre oscuro de piel cruzó las vías, se acercó a la ventanilla de los billetes y dijo:
—¿Puede decirme cómo se va a casa del señor Wynant? La casa del señor Walter Irving Wynant.
El hombre de la ventanilla dejó de escribir en un formulario. Sus ojos se animaron, curiosos, detrás de unas gafas que le venían pequeñas, sin montura. Habló con vehemencia.
—¿Es usted periodista?
—¿Por qué?
Los ojos del hombre oscuro eran muy azules. Miraban al otro como distraídos.
—¿Eso importa?
—No, no es usted periodista —dijo el de la ventanilla. Estaba desilusionado. Miró el reloj de pared—. Mierda, debería haberlo sabido. Ya no es hora de ir allí.
Volvió a coger el lápiz que acababa de soltar.
—¿Sabe dónde está la casa?
—Claro. En lo alto del monte —el vendedor de billetes movió vagamente el lápiz hacia el oeste—. Todos los taxistas conocen el sitio, pero, si quiere ver a Wynant, no tiene usted suerte.
—¿Por qué?
El semblante del vendedor de billetes se animó. Puso el antebrazo en el mostrador, encorvó los hombros, y dijo:
—Porque el caso es que Wynant mató a todos los de la casa y luego se tiró al río, hace menos de una hora.
—Vaya —exclamó el hombre oscuro sin levantar la voz.
El de la ventanilla se pasó la lengua por los labios.
—Mató a tres, a todo el que se le puso por delante, los cortó en pedazos con un hacha y luego se ató una piedra al cuello y se tiró al río.
El hombre oscuro preguntó solemnemente:
—¿Para qué?
Un teléfono empezó a sonar detrás del vendedor de billetes.
—Si pregunta eso, es que no conocía a Wynant —replicó mientras cogía el teléfono—. Locos los hicieron y locos siguieron. El milagro es que no los matara mucho antes. ¿Sí? —contestó al teléfono.
El hombre oscuro atravesó la sala de espera y bajó las escaleras que daban a la calle. Parecían de particulares los coches aparcados junto a la estación. En el edificio siguiente una gran señal roja y blanca decía TAXI. El hombre oscuro entró, bajo la señal, en una sucia oficina donde un gordo calvo leía el periódico.
—¿Puedo coger un taxi?
—Todos están de servicio, hermano, pero espero que en cualquier momento vuelva alguno. ¿Es urgente?
—Un poco.
El calvo movió la silla y bajó el periódico.
—¿Adónde quiere ir?
—A casa de Wynant.
El calvo dobló el periódico y se levantó.
—Bueno, lo llevaré yo —dijo efusivamente, antes de cubrirse la calva con un sombrero marrón manchado de sudor.
Salieron de la oficina y —después de que el gordo se asomara a la oficina de al lado, una agencia inmobiliaria, para gritar: «Cógeme el teléfono si suena, Toby»— se montaron en un coche negro, doblaron en la primera calle a la izquierda y siguieron cuesta arriba, en dirección oeste.
Cuando llevaban recorrido medio kilómetro, el gordo, en un tono tranquilo que no encajaba con el brillo de sus ojos, dijo:
—Debe de haber allí un lío de cojones, y no es broma.
El hombre oscuro estaba encendiendo un cigarro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
El gordo lo miró oblicuamente.
—¿No se ha enterado?
—Lo único que sé es lo que acaba de contarme el de los billetes —se inclinó para devolver el encendedor a su sitio en el salpicadero—. Que Wynant había matado a tres con un hacha antes de tirarse al río.
El gordo se rio sarcásticamente.
—Dios bendito, a Lew no hay quien le gane —dijo—. Si uno se tuerce un tobillo, él dice que se ha roto la columna vertebral. Pero Wynant solo mató a dos. La mujer de Hopkins se quitó de en medio y fue la que avisó por teléfono. Los estranguló y se pegó un tiro. Me apuesto lo que sea a que, si ahora usted volviera a la estación, Lew le diría que habían matado a media docena, y con dinamita, por lo menos.
El hombre oscuro se quitó el cigarrillo de la boca.
—¿Entonces no es verdad que Wynant estaba loco?
—Sí —dijo el gordo de mala gana—, en eso no había discusión posible.
—¿No?
—No. ¡SUS santos cojones! ¿No bajaba en pijama al pueblo este verano? Y, cuando la gente se hartó y le pidió a Ray que le dijera algo, ¿no se volvió como loco y dejó de bajar radicalmente? ¿No armó un escándalo con que la gente se metía en su propiedad, como si allí tuviera una mina de oro? ¿No vi con mis propios ojos cómo le tiraba una piedra a un coche que levantó polvo al pasar a su lado?
El hombre oscuro sonrió sin muchas ganas.
—No puedo responderle. Yo no conocía a Wynant.
Junto a un aviso de «Prohibido el Paso - Propiedad Privada» abandonaron el camino de grava por uno irregular, retorcido y estrecho, de tierra negra que ascendía más abruptamente, a la derecha. La maleza rozaba los laterales del coche y, de vez en cuando, las ramas de los árboles golpeaban el techo. La velocidad hacía la marcha más peligrosa y brusca de lo necesario.
—Este es el sitio —dijo el gordo. Se sentaba rígidamente al volante, luchando contra los desniveles del camino. Los ojos le brillaban de expectación.
La casa a la que se acercaban era una destartalada estructura de piedra gris del lugar y madera que necesitaba una mano de pintura gris bajo un tejado a la holandesa. Había cinco coches aparcados en la explanada, delante de la casa. El hombre que se sentaba al volante de uno de ellos, y los dos hombres que lo acompañaban, dejaron de hablar y observaron cómo se detenía el coche.
—Ya hemos llegado —dijo el gordo, y se apeó. Sus modales, de repente, eran los de alguien importante, y, como dándose importancia, hizo un gesto con la cabeza a los tres hombres.
El hombre oscuro, bajándose por el otro lado del taxi, se dirigió hacia la casa. El gordo se apresuró a seguirlo.
Un hombre salió de la casa antes de que llegaran. Era un gigante de mediana edad, que vestía ropa raída y arrugada. Tenía el pelo gris, los ojos pequeños, y masticaba chicle.
—Hola, Fern —dijo al gordo, y miró fijamente al hombre oscuro, que desde el camino los miraba imperturbable.
—Hola, Nick —dijo Fern, y se dirigió al hombre oscuro—: Le presento al sheriff Petersen. —Entornó un ojo con astucia y le dijo al sheriff—: Ha venido a ver a Wynant.
El sheriff Nick Petersen dejó de mascar.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Me llamo John Guild —dijo el hombre oscuro.
—¿Y para qué quería ver a Wynant? —dijo el sheriff. El hombre que decía llamarse John Guild sonrió.
—¿Y eso qué importa ahora que está muerto?
—¿Qué? —preguntó el sheriff con fuerza considerable.
—Ahora que está muerto —repitió Guild con paciencia. Se puso un nuevo cigarro en los labios.
—¿Y usted cómo sabe que está muerto? —el sheriff enfatizó el «usted».
Guild miró con sus ojos azules, llenos de curiosidad, al gigante.
—Me lo dijeron en el pueblo —dijo alegremente. Movió el cigarro unos centímetros para señalar al gordo—. Él me lo dijo.
El sheriff arrugó la frente con escepticismo y se limitó a proferir un vago rugido. Mascaba su chicle.
—Muy bien —dijo—. ¿Para qué buscaba usted a Wynant?
—Vamos a ver, ¿está muerto o no? —dijo Guild.
—Por lo que yo sé, no.
—Estupendo —dijo Guild, y los ojos le brillaron—. ¿Dónde está?
—Eso me gustaría saber a mí —respondió el sheriff melancólicamente—. ¿Y usted para qué lo quiere?
—Me manda su banco. Necesito verlo por asuntos de negocios —los ojos de Guild ahora parecían soñolientos, confidenciales.
—¿Sí? —la frente arrugada del sheriff demostraba más incomodidad que irritación—. Bueno, pues ahora ninguno de sus asuntos es confidencial para mí. Tengo derecho a saber todas y cada una de las cosas que cualquiera sepa sobre Wynant.
Guild entrecerró ligeramente los ojos. Expulsó humo.
—Es mi obligación —insistió el sheriff en tono de queja—. Oiga, Guild, usted no tiene derecho a ocultarme ninguno de los asuntos de Wynant. Es un asesino, y en este pueblo yo soy el responsable de la ley y el orden.
Guild frunció los labios.
—¿A quién ha matado?
—A Columbia Forrest, ahí mismo —dijo Petersen, moviendo el pulgar hacia la casa—. La dejó seca de un tiro y se largó, Dios sabe adónde.
—¿No mató a nadie más?
—Santo Dios —preguntó el sheriff de mala manera—, ¿no es bastante?
—Hombre, para mí sí, pero en el pueblo ven las cosas con más amplitud. —Guild miró pensativamente al sheriff—. ¿No ha dejado rastro?
—Nada —Petersen refunfuñó—, pero estamos difundiendo por teléfono su descripción y la de su coche. —Suspiró, movió con incomodidad los hombros inmensos—. Bueno, continuemos con lo nuestro. ¿Qué negocios tenía usted con Wynant? —Pero, cuando Guild iba a contestar, el gigante dijo—: Espere, mejor entramos en la casa, buscamos a Boyer y Ray y liquidamos el asunto en un momento.
Dejaron al gordo y entraron en la casa, a una habitación agradable, amueblada en tonos tostados, donde pronto se les reunieron otros dos hombres. Uno era casi tan alto como el sheriff, un hombre rubio y huesudo, casi recién estrenada la treintena, duras la mandíbula y la boca y sombría la mirada. El otro era más joven, más bajo, con las mejillas sonrosadas como un muchacho, los ojos penetrantes y oscuros, y el pelo oscuro y bien peinado. Cuando el sheriff se los presentó a Guild, dijo que el más alto se llamaba Ray Callaghan, ayudante del sheriff, y que el otro era el fiscal del distrito, Bruce Boyer. Les informó de que John Guild era uno que quería ver a Wynant. El joven fiscal del distrito, cerca de Guild, sonrió, intentando ser agradable, y preguntó:
—¿Qué asuntos le han traído por aquí, señor Guild?
—Quería hablar con Wynant de su cuenta bancaria —respondió lentamente el hombre oscuro.
—¿De qué banco?
—El Seainan’s National de San Francisco.
—Ya. ¿Y para qué? ¿Cuál era el asunto que lo ha obligado a usted a venir hasta aquí?
—Digamos que un descubierto —dijo Guild, deliberadamente evasivo.
La mirada del fiscal pareció de repente preocupada.
Guild hizo un mínimo gesto con la mano oscura que sostenía el cigarro.
—Mire, Boyer —dijo—, si usted quiere que yo esté con usted, usted tiene que estar conmigo.
Boyer miró a Petersen. El sheriff le devolvió la mirada con ojos que no querían comprometerse. Boyer se volvió a Guild.
—No le estamos ocultando nada —dijo con sinceridad—. No tenemos nada que ocultar.
Guild asintió.
—Estupendo. ¿Qué ha pasado aquí?
—Wynant descubrió que la chica, Forrest, quería dejarlo. Le pegó un tiro y se largó en su coche —dijo rápidamente—. Eso es todo.
—¿Quién es esa Forrest?
—Su secretaria.
Guild frunció los labios y preguntó:
—¿Solo eso?
El huesudo ayudante del sheriff dijo con voz ronca, tensa:
—¡Ya está bien, hombre!
Le brillaban los ojos, inyectados en sangre.
El sheriff, evitando la mirada de su ayudante, masculló:
—Vamos a no complicar las cosas, Ray.
El fiscal del distrito miró impaciente al ayudante del sheriff. Guild lo miró muy serio.
El ayudante del sheriff enrojeció un poco, movió los pies. Se dirigió otra vez al hombre oscuro, con la misma voz ronca:
—Está muerta, y lo menos que podría hacer usted es hablar de ella con respeto.
Guild se encogió de hombros.
—Yo no la conocía —dijo fríamente—. Estoy tratando de descubrir qué ha pasado. —Miró fijamente al hombre huesudo y luego miró a Boyer—. ¿Por qué quería dejar a Wynant?
—Para casarse. Se lo dijo cuando volvió de la ciudad y Wynant vio la maleta y… Se pelearon y, como no cambiaba de opinión, le pegó un tiro.
Los ojos azules de Guild enfocaron oblicuamente la cara del huesudo ayudante del sheriff.
—Vivía con Wynant, ¿no? —preguntó sin rodeos.
—¡Eres un hijo de puta! —gritó el ayudante del sheriff, y la voz se le quebró. Lanzó el puño derecho contra la cara de Guild.
Guild evitó el puño dando un paso atrás, aparentemente sin prisa. Había empezado a retroceder antes de que el puño iniciara el trayecto hacia la cara. Miró muy serio cómo el puño le pasaba cerca.
El inmenso Petersen cayó sobre su ayudante, rodeándolo con los brazos.
—Basta, Ray —gruñó—. ¿Por qué no te comportas? No es momento de perder la cabeza.
El ayudante no peleó.
—¿Qué le pasa? —preguntó Guild al fiscal. No demostraba ningún resentimiento—. ¿Estaba enamorado de la chica, o algo por el estilo?
Boyer asintió furtivamente, y luego arrugó la frente e hizo con la cabeza una señal de advertencia.
—Muy bien —dijo Guild—. ¿Dónde han conseguido ustedes la información sobre lo sucedido?
—Nos la dieron los Hopkins. Cuidaban de la casa de Wynant. Estaban en la cocina y oyeron toda la pelea. Subieron cuando oyeron los disparos y Wynant los mantuvo a distancia con la pistola y les dijo que volvería a matarlos si hablaban con alguien antes de que pasara una hora, pero llamaron por teléfono a Rayen cuanto Wynant se fue.
Guild tiró a la chimenea la colilla del cigarro y encendió otro. Luego cogió una tarjeta de un billetero marrón que llevaba en el bolsillo interior de la americana, y se la dio a Boyer.
JOHN GUILD
SOCIEDAD DE AGENCIAS DE DETECTIVES
EDIFICIO FROST, SAN FRANCISCO
—La semana pasada Wynant ingresó un cheque de diez mil dólares, de un banco de Nueva York, en su cuenta del Seaman’s National Bank —dijo Guild—. Ayer el banco descubrió que el cheque había sido rectificado, de mil a diez mil dólares. Y ya ha perdido seis mil en el asunto.
—Pero en el caso de un cheque rectificado —dijo Boyer—, entiendo que…
—Sí —asintió Guild—, el banco no es responsable, teóricamente, pero siempre hay lagunas jurídicas y… Bueno, estamos trabajando para la compañía de seguros que cubre al Seaman’s National, y buscar a Wynant y recuperar lo que podamos sería un buen negocio.
—Me alegra que vea las cosas así —dijo con entusiasmo el fiscal del distrito—. Y me alegra muchísimo que colabore con nosotros.
Le tendió la mano.
—Gracias —dijo Guild, estrechándosela—. Veamos a los Hopkins, y al cadáver.