Una vez más —como ya lo habíamos hecho, muchos ciclos de la historia antes— Nebogipfel y yo caminamos por Petersham Road hacia mi casa. La lluvia golpeaba el empedrado. La oscuridad era casi completa; de hecho, la única luz provenía del frasco de plattnerita, que brillaba como una débil bombilla eléctrica arrojando sombras lóbregas sobre el rostro de Nebogipfel.
Rocé con los dedos el metal delicado y familiar de la verja que rodeaba la casa. Allí tenía algo que no creía volver a ver: la falsa fachada, los pilares del porche, los rectángulos oscuros de las ventanas.
—Vuelves a tener los dos ojos —le comenté a Nebogipfel en un susurro.
Miró su cuerpo renovado, extendiendo las palmas de forma que la carne pálida brilló bajo la luz de la plattnerita.
—No necesito prótesis —dijo—. Ya no. Ahora que he sido reconstruido… al igual que tú.
Puse las manos contra el pecho. La tela de la camisa era tosca, basta al tacto, y los huesos se notaban duros bajo la piel. Parecía muy sólido. Y todavía me sentía como yo, es decir, conservaba una continuidad de la conciencia, un único y brillante camino de recuerdos, que me llevaba desde aquel enredo de historias hasta los días simples de mi niñez. Pero yo no podía ser el mismo hombre, me habían desmontado y reconstruido en la Historia óptima. Me pregunté cuánto de aquel resplandeciente universo permanecía en mí.
—Nebogipfel, ¿recuerdas mucho de lo que pasó allí, cuando atravesamos el límite al comienzo del tiempo, el cielo brillante y lo demás?
—Todo. —Sus ojos estaban oscuros—. ¿Tú no?
—No estoy seguro —dije—. Todo parece un sueño, ahora, especialmente aquí, bajo la fría lluvia de Inglaterra.
—Pero la Historia óptima es la realidad —susurró—. Todo esto… —señaló con la mano el inocente Richmond— estas historias parciales subóptimas… esto es el sueño.
Levanté el frasco de plattnerita. Era un bote de medicina vulgar, con un tapón de goma; ni que decir tiene que no sabía de dónde había salido o cómo había acabado entre la estructura de la máquina.
—Bien, esto sí que es real —dije—. Realmente es una solución muy hermosa, ¿no? Como cerrar un círculo. —Avancé hacia la puerta—. Creo que es mejor que te quedes atrás, para que no te vea, antes de llamar.
Se echó hacia atrás, hacia las sombras del porche, y pronto fue invisible.
Tiré del llamador.
Dentro de la casa oí una puerta que se abría, un grito suave —«¡Ya voy!»— y luego pasos pesados e impacientes en la escalera. Una llave sonó en la cerradura, y la puerta se abrió con un crujido.
Una vela, sostenida sobre un candelabro de bronce, se lanzó contra mí a través de la puerta; el rostro de un hombre joven, ancho y redondo, salió fuera, con los ojos recién abiertos. Tenía veintitrés o veinticuatro años, y llevaba una bata vieja y deshilachada sobre un camisón arrugado; el cabello, de un marrón ratonil, le sobresalía a los lados de su cabeza ancha.
—¿Sí? —me soltó—. Son más de las tres de la mañana, ¿sabe…?
No sabía con seguridad lo que iba a decirle, pero ahora que el momento había llegado las palabras se me escaparon por completo. Una vez más sufrí el extraño e incómodo impacto del reconocimiento. No creo que un hombre de mi siglo se hubiese podido acostumbrar jamás a encontrarse consigo mismo, no importa cuántas veces lo hiciese, y ahora todo un conjunto de sentimientos venían a hacerlo aún más conmovedor. Porque aquél ya no era sólo una versión más joven de mí mismo: era también un antecesor directo de Moses. Era como enfrentarse cara a cara con un hermano más joven que había creído perdido.
Estudió de nuevo mi cara, ahora suspicaz.
—¿Qué demonios quiere? No hago tratos con vendedores ambulantes, incluso si ésta fuese una hora apropiada para ello.
—No —dije con amabilidad—. No, sé que no lo hace.
—Oh, lo sabe, ¿no? —Comenzó a cerrar la puerta, pero vio algo en mi cara, lo noté en su mirada, un lejano reconocimiento—. Creo que es mejor que me diga qué quiere.
Con torpeza, le mostré el frasco de medicina con la plattnerita.
—Esto es para usted.
Sus cejas se elevaron al ver el frasco de brillo verde.
—¿Qué es?
—Es… —¿Cómo podía explicárselo?—. Es una muestra. Para usted.
—¿Una muestra de qué?
—No lo sé —mentí—. Me gustaría que usted lo descubriese.
Parecía sentir curiosidad, pero todavía vacilaba; y entonces cierta tozudez le llenó el rostro.
—¿Descubrir qué?
Comencé a irritarme con esas preguntas tontas.
—Maldita sea, hombre… ¿no tiene usted iniciativa? Haga algunas pruebas…
—No estoy seguro de que me guste su tono —dijo envarado—. ¿Qué tipo de pruebas?
—¡Oh! —Me pasé la mano por el pelo mojado; semejante pomposidad no encajaba bien en un hombre tan joven—. Es un nuevo mineral, ¡eso ya lo puede ver!
Frunció el ceño, todavía más suspicaz.
Me incliné y dejé el frasco en los escalones.
—Lo dejaré aquí. Puede examinarlo cuando quiera, y sé que querrá hacerlo. No quiero malgastar su tiempo. —Me volví y comencé a recorrer el camino, mis pasos sonaban fuertes aun a pesar de la lluvia.
Cuando miré atrás vi que había recogido el frasco y su resplandor verde suavizó las sombras que producía la vela en su rostro. Gritó:
—Pero su nombre…
Sentí un impulso.
—Es Plattner —dije.
¿Plattner? ¿Le conozco?
—Plattner —repetí desesperado, y busqué una mentira más detallada en los oscuros recovecos de mi cerebro—. Gottfried Plattner…[2]
Fue como si lo dijese otra persona, pero tan pronto como las palabras salieron de mi boca supe que tenían algo de inevitables.
Ya estaba; ¡el círculo se había cerrado!
Siguió llamándome, pero caminé resuelto colina abajo.
Nebogipfel me esperaba en la parte de atrás de la casa, cerca de la Máquina del Tiempo.
—Ya está hecho —le dije.
Una primera muestra de la mañana se filtraba por el cielo cubierto y podía ver al Morlock como una silueta granulosa: tenía las manos unidas a la espalda y el pelo pegado contra el cuerpo. Los ojos eran enormes estanques rojos.
—No vas muy adecuadamente vestido —le dije amable—. En esta lluvia…
—Apenas importa.
—¿Qué harás ahora?
—¿Qué harás tú?
Como respuesta me incliné y levanté la Máquina del Tiempo. Giró chirriando como una vieja cama y se posó en el césped con un ruido seco.
Recorrí la estructura de la máquina con la mano; había musgo y trozos de hierba pegados a las barras de cuarzo y al asiento, y un carril estaba muy doblado.
—Puedes volver a casa, ¿sabes? —dijo—. A 1891. Está claro que los Observadores nos han traído de vuelta a tu historia original, la versión primera de las cosas. Sólo tienes que viajar hacia delante unos pocos años.
Consideré esa idea. En cierta forma hubiese sido cómodo regresar a esa época acogedora, y a mi conjunto de posesiones, compañeros y logros.
Y hubiese disfrutado otra vez de la compañía de algunos de mis viejos compinches, Filby y el resto. Pero…
—Tengo un amigo en 1891 —le dije a Nebogipfel (pensaba en el Escritor)—. Es sólo un joven. Un tipo extraño en cierta forma, muy intenso, y sin embargo tenía una forma de mirar las cosas…
»Parecía ver más allá de la superficie de todo, más allá del Aquí y Ahora que nos obsesiona a todos, y percibir los cambios, las tendencias, las corrientes profundas que nos conectan con el pasado y el futuro. Creo que sabía lo pequeña que es la humanidad frente al tiempo evolutivo; y creo que eso le hacía sentirse impaciente con el mundo en el que estaba atrapado, con los interminables y lentos procesos de la sociedad, incluso con su propia y enfermiza naturaleza humana.
»Era como un extraño en su propio tiempo —concluí—. Y, si yo volviese, así es como me sentiría. Fuera del tiempo. Porque, no importa cuán sólido parezca el mundo, siempre sabré que miles de universos, diferentes en un grado pequeño o grande, se apilan a mi alrededor, fuera de mi alcance.
»Supongo que me he convertido en un monstruo… Mis amigos tendrán que considerarme perdido en el tiempo y tendrán que llorarme como deseen.
Al hablar había tomado mi decisión.
—Todavía tengo una vocación. Todavía no he terminado lo que empecé cuando viajé en el tiempo después de mi primera visita. Aquí se ha cerrado un círculo, pero otro sigue abierto, colgando como un hueso roto, en el lejano futuro…
—Lo entiendo —dijo el Morlock.
Subí al asiento de la máquina.
—Pero ¿qué hay de ti, Nebogipfel? ¿Vendrás conmigo? Puedo imaginar un papel para ti allí, y no quiero dejarte varado aquí.
—Gracias, pero no. No me quedaré aquí mucho tiempo.
—¿Adónde irás?
Levantó el rostro. La lluvia se detenía, pero una fina niebla de gotas todavía cubría el cielo y caía contra las grandes córneas de sus ojos.
—Yo también veo el cierre de círculos —dijo—. Pero siento curiosidad por lo que hay más allá de los círculos…
—¿Qué quieres decir?
—Si hubieses vuelto aquí y hubieses disparado contra tu yo más joven, bien, no habría habido contradicción causal: en su lugar, habrías creado una nueva historia, una variante nueva en la multiplicidad, en la que mueres joven a manos de un extraño.
—Eso lo tengo claro ahora. No hay paradoja posible dentro de una única historia, debido a la existencia de la multiplicidad.
—Pero —continuó el Morlock con calma— los Observadores te han traído aquí para que te entregases la plattnerita a ti mismo, para que iniciases la secuencia de sucesos que llevó al desarrollo de la primera Máquina del Tiempo y a la creación de la multiplicidad. Por tanto hay un cierre mayor, el de la multiplicidad en sí misma.
Vi adónde iba.
—Hay un cierto bucle causal cerrado después de todo —dije—, una serpiente que se muerde su propia cola… ¡La multiplicidad no podría haberse producido sino fuese por la existencia de la multiplicidad en primer lugar!
Nebogipfel dijo que los Observadores creían que la resolución de esa Paradoja Final requería la existencia de más multiplicidades: ¡una multiplicidad de multiplicidades!
—El orden superior es lógicamente necesario para resolver el bucle causal —dijo Nebogipfel—, de la misma forma que nuestra multiplicidad era necesaria para resolver las paradojas de una única historia.
—Pero ¡maldita sea, Nebogipfel! Mi mente se tambalea ante esa idea. Colectividades paralelas de universos; ¿es posible?
—Más que posible —dijo—. Y los Observadores tienen la intención de viajar allí. —Agachó la cabeza. El amanecer ya era muy brillante y podía ver que la carne pálida alrededor de sus ojos se arrugaba incómoda—. Y me llevarán con ellos. No puedo concebir una aventura mayor… ¿Puedes tú?
Sentado en el asiento de la máquina di un último vistazo a mi alrededor, al amanecer normal en algún momento del siglo diecinueve. Las casas, llenas de personas durmiendo, destacaban a todo lo largo de Petersham Road; olía el aroma de la hierba, y en algún lugar una puerta se cerró de golpe, y algún lechero o cartero comenzaba su jornada.
Sabía que nunca volvería a recorrer ese camino.
—Nebogipfel, cuando lleguéis a esa multiplicidad mayor, ¿entonces qué?
—Hay muchos órdenes de infinito —dijo Nebogipfel con calma; la lluvia le caía por los contornos de la cara—. Es como una jerarquía de estructuras universales… y de ambiciones. —Su voz conservaba el borboteo suave de los Morlocks, una entonación extraña, pero también estaba llena de maravilla—. Los Constructores podían haber poseído un universo; pero eso no era suficiente. Por tanto desafiaron la finitud, y tocaron los límites del tiempo, los atravesaron y permitieron que la Mente colonizase y habitase los muchos universos de la multiplicidad. Pero, para los Observadores de la Historia óptima, ni siquiera eso es suficiente; y buscan formas de ir más allá, hacia mayores órdenes del infinito…
—¿Y si triunfan? ¿Descansarán?
—No hay descanso. No hay límite. No hay final para el más allá, ningún límite que la vida y la Mente no puedan desafiar y atravesar.
Mi mano se tensó sobre las palancas de la máquina, y toda la masa rechoncha tembló como una rama al viento.
—Nebogipfel, yo…
Levantó la mano.
—Vete —dijo.
Tragué aire, agarré la palanca de arranque con ambas manos, y partí con un ruido sordo.