5

LA VISIÓN FINAL

¡Un universo infinito!

Se puede mirar, a través de las nubes de humo de Londres, las estrellas que marcan el cielo catedralicio; es todo tan inmenso, tan inalterable, que es fácil suponer que el cosmos es algo sin fin y que ha existido por siempre.

Pero eso no puede ser. Y sólo tienes que hacerte una pregunta de sentido común —¿por qué es oscuro el cielo nocturno?— para comprender la razón.

Si tienes un universo infinito, con estrellas y galaxias dispersas en un vacío sin fin, entonces no importa en qué dirección mires, tus ojos encontrarían el rayo de luz de una estrella. El cielo nocturno brillaría en todas partes con la misma intensidad que el Sol…

Los Constructores habían desafiado la misma oscuridad del cielo.

Mis impresiones tenían una dureza diamantina: no había contornos suaves, ni atmósfera, nada más que el brillo infinito producido por la multitud de puntos y motas de luz. Aquí y allá creí encontrar estructuras y características reconocibles —constelaciones de estrellas más brillantes frente al fondo general—, pero el efecto total era tan deslumbrante que no podía encontrar una misma formación dos veces.

Las chispas de luz de plattnerita que me acompañaban —los Constructores, con Nebogipfel entre ellos— se alejaron de mí, por arriba y abajo, como fragmentos esmeralda de un sueño. Me dejaron aislado. No sentí ni miedo ni incomodidad. El movimiento que había sentido en el momento de la no linealidad había desaparecido, dejándome sin sensación de lugar, tiempo o duración…

Pero entonces —después de un intervalo que no pude medir— percibí que no estaba solo.

La forma surgió contra la luz de las estrellas, como si hubiesen colocado una lámina de linterna mágica frente a mí. Comenzó siendo una simple sombra contra el brillo universal —al principio ni siquiera estaba seguro de que hubiese algo ahí, exceptuando las proyecciones de mi imaginación desesperada—, pero finalmente ganó una cierta solidez.

Era una bola, aparentemente de carne, colgando en el espacio, al igual que yo, sin soporte. Estimé que estaba a ocho o diez pies de mí (donde y como estuviese yo) y quizá tenía cuatro pies de ancho. Le colgaban tentáculos. Oí un sonido suave y burbujeante. Tenía un pico de carne, no tenía agujeros de la nariz, y dos enormes párpados se recogían como cortinas para revelar ojos —¡ojos humanos!— que se fijaron en mí.

Por supuesto, lo reconocí; era una de las criaturas que había denominado Observadores, aquellas enigmáticas visiones que me visitaban durante mis viajes en el tiempo.

La cosa se deslizó hacia mí. Tenía los tentáculos en alto, y vi que los dedos eran articulados y formaban dos grupos, como manos alargadas y distorsionadas. Los tentáculos no eran lacios y sin hueso, como los de un calamar, sino que tenían múltiples articulaciones y parecía que acababan en uñas o pezuñas, de hecho, se parecían bastante a dedos.

Fue como si me cogiese. Nada de esto puede ser real —pensé desesperadamente— porque yo ya no era real, ¿no? Yo era un punto de conciencia; no había nada de mí que pudiese ser cogido de esa forma…

Y sin embargo me sentí acunado por él, extrañamente seguro.

El Observador aparecía inmenso ante mí. Su piel era suave y estaba cubierta de un vello fino; los ojos eran inmensos —de color azul cielo—, con toda la hermosa complejidad de los ojos humanos, e incluso ahora podía olerlo; emitía un ligero aroma animal, como de leche, pensé. Me sorprendió cuán humano era. Eso puede que les parezca extraño, pero allí —tan cerca de la bestia, y suspendido en medio de aquella inmensidad sin estructura— sus puntos en común con la forma humana eran más impresionantes que sus increíbles diferencias. Me convencí de que era humano: quizá tremendamente distorsionado por el paso del tiempo evolutivo, pero de alguna forma cercano a mí.

Pronto el Observador me soltó, y sentí que flotaba alejándome de él.

Parpadeó; oí el lento susurro de sus párpados. Recorrió con la vista el cielo uniforme, como si buscase algo. Con el más suave de los murmullos, se alejó de mí. Se volvió al hacerlo y los tentáculos colgaron tras él.

Durante un momento sentí una punzada de pánico —porque no tenía deseos de quedar varado otra vez con mi única compañía en la desolada Perfección óptima—, pero de repente me deslicé tras el Observador. Lo hice sin querer, como una hoja de otoño que es arrastrada por las ruedas de un carruaje.

Ya he mencionado aquellas posibles constelaciones que había visto, brillando en el fondo cubierto de luz del espacio infinito. En aquel momento me parecía que un grupo de estrellas, frente a nosotros, se estaba dispersando, como una bandada de pájaros; mientras que otro detrás de mí (podía variar mi punto de vista) se contraía.

¿Puede ser así?, me pregunté. ¿Puede ser que esté viajando a una velocidad tan enorme que incluso las estrellas mismas se mueven por el campo visual, como postes frente a un tren?

De pronto vinieron volando multitud de partículas de roca, brillando como el polvo bajo la luz; se arremolinaban a mi alrededor, y se perdían de nuevo detrás de mí. Exceptuando ese montón de polvo, no vi planetas, o cualquier otro objeto rocoso, en todo el tiempo que permanecí en la Historia óptima, y me pregunté si el gran calor y la radiación intensa evitarían la formación de planetas a partir de los fragmentos generales.

El universo corría a mi lado más y más rápido, motas apresuradas contra el brillo general.

Las estrellas se hicieron más intensas, y pasaron de ser puntos a ser globos que se precipitaban contra mí, para desvanecerse en un momento a mi espalda.

Nos elevamos y flotamos sobre el plano de una galaxia; era una gigantesca espiral de estrellas cuyos distintos colores brillaban, pálidos y deslucidos, contra el fondo de blancura general. Pero pronto incluso ese inmenso sistema se perdió debajo de mí, ahora convertido en un disco luminoso y giratorio, y al final fue una diminuta mancha de luz incierta, perdida en medio de millones de manchas parecidas.

Y durante todo aquel sorprendente vuelo —deben imaginarlo— tenía ante mí la imagen de los hombros redondos y oscuros del Observador, mientras se balanceaba delante de mí por entre aquella marea de luz, imperturbable ante el paisaje estelar que atravesábamos.

Pensé en las veces que había observado a aquella criatura y sus compañeros. Tenía aquel distante eco de murmullos durante mis primeras expediciones en el tiempo, y entonces mi primera imagen clara de un Observador cuando, bajo la luz del Sol moribundo del futuro, había visto cómo saltaba irregularmente algo parecido a una pelota de fútbol que brillaba por el agua. En ese momento lo consideré un ciudadano de aquel mundo condenado. Más tarde, había tenido aquellas visiones —entrevistas a través del brillo verde de la plattnerita— de Observadores flotando en la máquina mientras yo viajaba en el tiempo.

Ahora sabía que durante mi breve y espectacular carrera como viajero del tiempo había sido seguido —estudiado— por los Observadores.

Los Observadores debían de ser capaces de seguir a voluntad las líneas de Tiempo Imaginario, para atravesar a voluntad las infinitas historias de la multiplicidad con la facilidad con que un buque de vapor atraviesa una corriente; los Observadores habían tomado el tosco dispositivo explosivo de no linealidad creado por los Constructores y lo habían desarrollado hasta la perfección.

Ahora atravesábamos un vacío inmenso —un agujero en el espacio— con paredes formadas por filamentos y planos, hojas de luz compuestas de galaxias y nubes de estrellas sueltas. Incluso allí, a millones dé años luz de la nebulosa estelar más cercana, persistía el baño general de radiación y el cielo a mi alrededor estaba lleno de luz. Y, más allá de las burdas paredes de aquella cavidad, podía distinguir una estructura mayor: podía ver que «mi» vacío era uno entre muchos en un campo mayor de sistemas estelares. Era como si el universo estuviese lleno de algo parecido a la espuma, con burbujas en una masa de brillante material estelar.

Pronto pude apreciar una cierta regularidad extraña en la espuma. Por ejemplo, a un lado el vacío estaba marcado por el plano de una galaxia. Ese plano, de materia mantenida unida con tanta densidad que resplandecía de forma significativamente más brillante que el fondo general, estaba tan claramente definido —tan plano y extenso— que en mi mente se formó la idea de que no se trataba de una situación natural.

Ahora miré con más cuidado. Aquí creí que podía ver otro plano —limpio y bien definido— y allá distinguir una especie de lanza de luz, completamente rectilínea, que parecía cubrir el espacio de lado a lado, y más allá de nuevo vi un vacío, pero de forma cilíndrica muy bien definida…

El Observador corría ahora frente a mí, sus grupos de tentáculos estaban bañados por la luz de las estrellas y sus ojos estaban abiertos y fijos en mí.

Artificial. La palabra era ineludible; comprendí que la conclusión era tan evidente que tenía que haberlo pensado antes, ¡si no fuese por la escala monstruosa de todo aquello! La Historia óptima era un producto de ingeniería —y aquel artificio debía de ser lo que el Observador quería que entendiese con aquel inmenso viaje.

Recordé las viejas predicciones de que un universo infinito tendería a un colapso gravitatorio desastroso; era otra de las razones por las que nuestro cosmos no podía ser, lógicamente, infinito. Porque, de la misma forma que la Tierra y los otros planetas se habían formado a partir de agrupamientos en la turbulenta nube de escombros alrededor del nuevo Sol, habría remolinos en la nube todavía mayor de galaxias que poblaban la Historia óptima, remolinos en los que estrellas y galaxias caerían a una escala inmensa.

Pero era evidente que los Observadores cuidaban la evolución de su cosmos para evitar catástrofes de ese tipo. Habían aprendido que el Espacio y el Tiempo eran en sí mismos entidades dinámicas y ajustables. Los Observadores manipulaban la torsión, el colapso, la rotación y corte del Espacio y del Tiempo en sí mismos, para conseguir el objetivo de un cosmos estable.

Por supuesto, esa cuidadosa supervisión no podía terminar nunca, si el universo debía permanecer viable, y, pensé, si el universo era eterno, tampoco tendría comienzo. Esa idea me inquietó brevemente: era una paradoja, un ciclo causal. Debía existir la vida para que pudiera producir las condiciones necesarias para que existiera vida aquí…

¡Pero pronto me deshice de esas confusiones! Estaba siendo, comprendí, demasiado parroquial en mis razonamientos: no permitía que las cosas fuesen infinitas. Ya que este universo era infinitamente antiguo —y la vida había existido en él durante un periodo de tiempo infinitamente largo—, el ciclo benigno en que la vida mantenía las condiciones de su propia supervivencia no había comenzado nunca. La vida existía en él porque el universo era viable; y el universo era viable porque la vida existía para hacer que lo fuese… y así indefinidamente, una regresión infinita, sin comienzo, ¡y sin paradoja!

Con arrogancia me sentí divertido ante mi propia confusión. ¡Claramente me llevaría algo de tiempo comprender el significado del Infinito y la Eternidad!