Al viajar al pasado, las flotas de colonización de la Tierra volvían a su punto de origen, y se desmantelaban los cambios que el hombre había provocado en mundos y estrellas. Y a medida que la ola de civilización y cultura se retiraba, las Esferas que ocultaban las estrellas desaparecían una a una. Miré maravillado cómo las viejas constelaciones se reunían como candelabros. Sirio y Orión brillaban tan espléndidas como en cualquier noche de invierno; la Estrella Polar estaba sobre mi cabeza y podía distinguir el aspecto de sartén de la Osa Mayor. Muy por debajo de mí, más allá de la curvatura de la Tierra, había extrañas agrupaciones de estrellas que nunca había visto desde Inglaterra: no conocía las constelaciones de las antípodas tan bien como para reconocerlas todas, pero podía distinguir la brutal forma de cuchillo de la Cruz del Sur, las manchas brillantes que eran las Nubes de Magallanes y aquellos dos gemelos luminosos, Alfa y Beta Centauri.
Y ahora, al sumergirnos más en el pasado, las estrellas comenzaron a desplazarse por el cielo. En pocos momentos, me pareció, las constelaciones familiares desaparecieron, a medida que el movimiento propio de las estrellas —demasiado lento para distinguirlo en una vida humana— se hizo visible ante mi perspectiva cósmica.
Le comenté ese nuevo fenómeno a Nebogipfel.
Sí. Y mira la Tierra.
Miré. La máscara de glaciación que había desfigurado aquel globo querido y exhausto se retiraba. Vi cómo el blanco retrocedía hacia los polos, en grandes pulsos, exponiendo el marrón y azul de la tierra y el mar que estaban debajo.
De pronto, el hielo había desaparecido —desterrado a los polos— y el mundo giraba lentamente debajo de nosotros, con los conocidos continentes restaurados. Pero la Tierra estaba cubierta de nubes; y las nubes estaban manchadas de colores imposibles, marrones, púrpuras, naranjas. Las costas estaban cercadas con luz y grandes ciudades brillaban en el corazón de cada continente: Vi que incluso había grandes ciudades flotantes en medio de los océanos. Pero el aire estaba tan enrarecido que en aquellas grandes ciudades —si alguien se atrevía a ir por la superficie— estaba claro que tenían que llevar máscaras y filtros para poder respirar.
Es evidente que presenciamos los últimos días de la modificación de la Tierra por los nuevos hombres, dije. Debemos estar recorriendo millones de años a cada minuto…
Sí.
Entonces, ¿por qué no vemos la Tierra girar como una peonza alrededor de su eje, o correr alrededor del Sol?
Todo lo que vemos es una reconstrucción, dijo Nebogipfel. Es algo similar a una proyección, basada en las observaciones que llegan al Mar de Información a medida que viajamos: esa parte del Mar que transportan las Naves. Fenómenos como la rotación de la Tierra son suprimidos.
Nebogipfel, ¿qué soy yo? ¿Sigo siendo un hombre?
Todavía eres tú mismo, dijo con firmeza. La única diferencia es que ahora la maquinaria que te mantiene no está hecha de carne y hueso, sino de constructor en el Mar de Información… Tienes miembros, no de nervios y sangre, sino de conocimientos.
Parecía que su voz flotaba en el espacio, alrededor mío; había perdido la sensación reconfortante de su mano en la mía, y ya no sabía si estaba cerca, aunque tenía la sensación de que la «cercanía» ya no era una idea relevante, porque tampoco tenía una idea clara de dónde estaba «yo». Sabía que aquello en que me hubiese convertido ya no era un punto de conciencia mirando desde una caverna de huesos.
El aire de la Tierra se aclaró. Por todo el planeta, con prontitud sorprendente, las luces de las ciudades se apagaron y murieron y pronto la mano del hombre no dejó marca sobre la Tierra.
Hubo ráfagas de vulcanismo, grandes chorros que arrojaban nubes de cenizas que cubrían el mundo —o, mejor, al retroceder en el tiempo las nubes penetraban en las perforaciones volcánicas— y me parecía que los continentes se desplazaban lejos de las posiciones que ocupaban en los mapas escolares. En las grandes praderas del hemisferio norte parecía haber una lucha —lenta, milenaria— entre dos tipos de vegetación: por un lado, el pasto verde marrón y los bosques de hoja caduca que bordeaban los continentes en el límite de la capa de hielo; y por el otro lado, el verde virulento de la jungla tropical. Durante un momento ganó la jungla y con un gesto barrió hacia el norte desde el ecuador, hasta que cubrió la tierra desde los trópicos, hasta Europa y Norteamérica. Incluso Groenlandia fue, durante un momento, verde. Entonces, con la misma rapidez con que había conquistado la Tierra, la gran jungla retrocedió de nuevo a su fortaleza ecuatorial, y tonos más pálidos de verde y marrón ocuparon los continentes del norte.
La deriva de los continentes se hizo más pronunciada. Y a medida que los continentes entraban en distintas regiones climáticas cambiaban también los colores de la vida, por lo que grandes bandas de verde y marrón cubrían las tierras desgraciadas. Erupciones volcánicas enormes y devastadoras moteaban aquel vals geológico.
Ahora los continentes se unieron —era como ver un rompecabezas que se reunía— para formar una sola masa inmensa que ocupaba medio globo. El interior de aquel gran campo pronto se convirtió en un desierto.
Ya hemos alcanzado trescientos millones de años en el pasado…, dijo Nebogipfel. No hay mamíferos, ni aves, e incluso los reptiles apenas han nacido.
No tenía ni idea de que fuese tan grácil, como un ballet rocoso, respondí. ¡Los geólogos de mi época tenían todavía tanto por entender! Es como si todo el planeta estuviese vivo y en evolución.
Ahora el gran continente se dividió en tres grandes masas. Ya no podía distinguir las formas familiares de las tierras de mi época, porque los continentes giraban como platos en una mesa pulida. Cuando se rompió el inmenso desierto central el clima se hizo más variado, y pude ver una serie de mares poco profundos que franjeaban las tierras.
Nebogipfel habló:
Ahora los anfibios vuelven a los mares y sus miembros primarios se desvanecen. Pero en la Tierra todavía hay insectos y otros invertebrados: milpiés, ácaros, arañas y escorpiones…
No es un lugar muy agradable, señalé.
También hay libélulas gigantes y otras maravillas. El mundo no carece de belleza.
Ahora la Tierra empezaba a perder la capa verde, y un marrón óseo quedó al descubierto al retirase la marea de vida, y supuse que pasábamos más allá de la aparición sobre la Tierra de las primeras plantas con hojas. Pronto, la superficie de la Tierra se convirtió en una máscara informe de marrón y azul cenagoso. Sabía que la vida persistía en los mares, pero allí también se estaba simplificando, con filos enteros que desaparecían en las entrañas de la historia: primero los peces, luego los moluscos, y ahora las esponjas, las medusas y los gusanos… AL final, comprendí, sólo un alga verde y delgada —que trabajaba para convertir la luz del Sol en oxígeno— sería lo que quedase en los mares oscuros. La tierra era rocosa y estéril, y la atmósfera se hizo más densa, manchada de amarillo y marrón por los gases venenosos. Grandes fuegos surgieron sobre la Tierra, simultáneamente. Nubes densas enmascaraban el globo y los mares retrocedían como charcos secos. Pero las nubes no persistieron durante mucho tiempo. La atmósfera se hizo más delgada, luego bastante escasa, hasta que desapareció por completo. La corteza expuesta brilló con un rojo uniforme, menos las grandes heridas naranjas que se abrían y cerraban como bocas. No había mares, ni diferencia entre el océano y la tierra: sólo una corteza interminable y castigada sobre la que flotaban las Naves del Tiempo, observadoras y gráciles.
Luego el brillo de la corteza creció en intensidad —hasta ser un resplandor intolerable— y, con una explosión de fragmentos ardientes, ¡la joven Tierra se sacudió en su eje, tembló y voló en pedazos!
Fue como si algunos de esos fragmentos volaran a través de mí. La rocas brillantes se abrieron paso por mi conciencia, y se perdieron en el espacio. ¡Y entonces acabó! Ahora sólo quedaba el Sol… y un disco de escombros y gas, sin forma, girando en remolino alrededor de la estrella luminosa.
Una onda atravesó la nube de Naves del Tiempo, como si la fusión invertida de la Tierra hubiese producido un impacto físico en aquella armada suelta.
Ésta es una época extraña, Nebogipfel, dije.
Mira a tu alrededor…
Lo hice, y vi que, por todo el cielo, había varias estrellas —quizás una docena— que incrementaban su brillo. Ahora las estrellas estaban en una especie de formación, una estructura dispersa por el cielo, aunque tan distante que sólo se mostraban como puntos. Espirales de gas parecían reunirse para formar una nube, extendida por el cielo y que envolvía aquella colección de estrellas.
Ésas son las verdaderas compañeras del Sol, dijo Nebogipfel. Sus hermanas, si te gusta más: las estrellas que compartieron la nube originaria del Sol. Una vez formaban un cúmulo tan brillante y cercano como las Pléyades… pero la gravedad no pudo mantenerlas juntas y antes del nacimiento de la Tierra se separaron.
Una de las jóvenes estrellas llameó directamente sobre mi cabeza. Se expandió, para hacerse de pronto tan grande como para tener disco, pero haciéndose más roja y apagada… hasta que finalmente murió, y cl brillo de esa parte de la nube también murió.
Ahora otra estrella, casi diametralmente opuesta a la posición de la primera, atravesó el mismo ciclo: la llamarada, seguida de la expansión en un brillante disco carmesí, y después la extinción.
Todo ese drama magnífico, deben imaginarlo, se ejecutaba contra un fondo de absoluto silencio.
Estamos presenciando el nacimiento de las estrellas, dije, pero a inversa.
Sí. Las estrellas embrionarias encienden las nubes de gases donde nacen —esas nebulosas son un espectáculo maravilloso—, pero después de la ignición estelar, los gases más ligeros escapan del calor, dejando solamente los materiales más pesados…
Materiales que se condensan para formar mundos, dije.
Sí.
Y entonces —¡tan pronto!— le tocó al Sol. Se produjo la llamarada incierta de luz blanca amarillenta, un resplandor que se reflejó en las proas de plattnerita de las Naves del Tiempo, y luego se hinchó hasta convertirse en un globo inmenso que engulló momentáneamente la armada de Naves del Tiempo en una nube de luz carmesí… y entonces, al final, se dispersó en el vacío general.
Las Naves estaban colgadas en la súbita oscuridad. Las últimas compañeras del Sol llamearon, se hincharon y murieron; y nos quedamos en una nube de hidrógeno frío e inerte que reflejaba el resplandor verde de la plattnerita.
Sólo las estrellas remotas marcaban el cielo y vi que pronto resplandecían y llameaban, para desaparecer a su vez. Pronto los cielos se oscurecieron, y supuse que existían menos y menos estrellas.
Súbitamente, un nuevo tipo de estrella brilló en el cielo. Había un buen montón: docenas de ellas estaban lo bastante cerca para mostrar un disco, y la luz de esas nuevas estrellas era, estoy seguro, lo suficientemente brillante para leer el periódico con ella, ¡aunque no estaba en posición de intentar semejante experimento!
Maldita sea, Nebogipfel, ¡qué visión más increíble! La astronomía hubiese sido un poco diferente bajo un cielo como éste, ¿no?
Ésta es la primerísima generación de estrellas. Son las únicas luces en todo el nuevo cosmos… Cada una de esas estrellas tiene una masa cientos de miles de veces superior a la del Sol, pero queman su combustible a un ritmo prodigioso, su esperanza de vida es de unos pocos millones de años.
Y de hecho, mientras hablaba, vi que las estrellas se expandían, enrojecían y se dispersaban, como inmensos globos sobrecalentados.
Pronto acabó; y el cielo estuvo oscuro de nuevo. Negro, exceptuando el brillo verde de las Naves del Tiempo, que avanzaban, firmes y decididas, hacia el pasado.