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PARTIDA

Me encontraba fuera del espacio y el tiempo.

No era como el sueño, porque incluso durante el sueño el cerebro está activo, en funcionamiento, ordenando su carga de información y recuerdos; incluso durante el sueño, creo, uno permanece consciente, consciente de su propio yo y de su continua existencia.

Aquel intervalo, aquel hechizo intemporal, no era así. Era más bien como si la red de plattnerita me hubiese, sutil y silenciosamente, desmontado. Yo simplemente no estaba allí; y los fragmentos de mi personalidad, las astillas de mi memoria, habían sido separadas y diseminadas por el inmenso e invisible Mar de Información que tanto le gustaba a Nebogipfel.

… Y entonces —¡lo más misterioso de todo!— me encontré nuevamente allí —no puedo ser más claro—; no era exactamente como despertarse, sino como si me hubiesen conectado, de la misma forma que se enciende una lámpara eléctrica. En un momento, nada; al siguiente, consciencia plena y escalofriante.

Podía ver otra vez. Tenía una visión clara del mundo, del casco verde de la Nave del Tiempo a mi alrededor y del brillo óseo de la Tierra más allá.

¡Era la existencia una vez más! Y un pánico profundo, un horror ante el intervalo de ausencia se abrió paso por mi sistema. Nunca he temido al infierno sino a la no existencia. De hecho, tiempo antes había decidido que recibiría con agrado cualquier agonía que Lucifer reservase para los incrédulos inteligentes, ¡si esos dolores me servían como prueba de que mi conciencia todavía existía!

Pero no se me permitió rumiar mis inquietudes, porque recibí la extraordinaria sensación de elevarme. Sentí una fuerza creciente sobre mí, como si un enorme imán me impulsase hacia arriba. El tirón aumentó —yo era como un átomo por el que luchasen fuerzas monstruosas— y luego de pronto la tensión se resolvió. Volé hacia arriba, sintiéndome exactamente como si fuese nuevamente un niño pequeño levantado por las manos fuertes y seguras de mi padre; entonces había tenido la misma sensación de ligereza, la sensación de volar. La estructura de la Nave del Tiempo se levantó conmigo, por lo que era como estar en el centro de un globo inmenso y verde que se levantaba desde el suelo.

Miré abajo, o al menos lo intenté; no podía sentir la cabeza o el cuello, pero mi campo de visión se inclinó hacia abajo. Pueden imaginar que la Nave que me rodeaba tenía la forma de un barco de vapor pero enormemente ampliado —su quilla debía de tener millas de largo— y sin embargo flotaba por el paisaje con la facilidad de una nube. Podía ver el paisaje del exterior a través de las zonas abiertas en la estructura de la Nave, y ahora veía el coche del tiempo justo debajo de nosotros. Aunque mi visión estaba interrumpida por las chispas cambiantes de la Nave, creí ver dos cuerpos en el coche, un hombre y una figura más pequeña, que caían al suelo, ya inmóviles por el frío.

Mi visión era extraña, no tenía foco: o mejor, carecía de un punto central de observación. Cuando miras algo, digamos una taza de té; lo ves, y ése es básicamente el centro de tu mundo, con todo lo demás relegado a la periferia de la visión. Pero ahora mi mundo no tenía centro, o periferia. Lo veía todo, hielo, Naves, coche del tiempo. ¡Era como si todo fuese centro, o todo periferia, simultáneamente! Era desorientador y muy confuso.

Parecía que tenía la cabeza y el estómago paralizados, sin sentir nada. Podía ver, de acuerdo; pero no podía sentir nada de la cara, del cuello, de la posición del cuerpo, nada exceptuando un toque ligero casi fantasmal: los dedos de Nebogipfel todavía alrededor de los míos. Eso me confortó en cierta forma, ¡era bueno saber que al menos él estaba allí conmigo!

Pensé que estaba muerto, pero recordé que había pensado lo mismo antes, cuando fui absorbido y reconstruido por el Constructor Universal. No sabía lo que sería de mí ahora.

La Nave comenzó a elevarse de nuevo, ahora mucho más rápidamente. El coche del tiempo y la torre sobre la que se apoyaba desaparecieron. Me elevé una milla, dos millas, diez millas por encima de la superficie; el mapa completo de aquel Londres disperso apareció debajo de mí, visible a través de las chispas de la Nave del Tiempo.

Seguíamos elevándonos —debíamos de viajar más rápido que una bala de cañón—, pero no oía las ráfagas del aire, no sentía el viento en la cara: me sentía seguro, con esa sensación infantil de ligereza que ya he mencionado. El círculo del escenario de debajo se hizo más ancho, y los detalles de edificios y campos de hielo se difuminaron, palidecieron y se hicieron indistinguibles. Un cielo gris luminoso se mezclaba más y más con el blanco frío del hielo. A medida que el velo de atmósfera que me separaba del espacio exterior se hacía más delgado, el cielo nocturno, que había tenido un color gris hierro, se llenó de tonos más profundos y ricos.

Ahora estábamos a tanta altura que la curvatura del planeta se manifestó —era como si Londres fuese el punto más alto de una inmensa colina— y podía distinguir la forma de la pobre Gran Bretaña, atrapada en el mar helado.

Seguía sin tener manos ni pies, sin estómago o boca. Me parecía que me habían separado de pronto de la materia y veía las cosas con cierta serenidad.

Y seguíamos subiendo —sabía que ya estábamos muy por encima de la atmósfera— y las planicies heladas mutaron en el paisaje para convertirse en la superficie de un mundo esférico que giraba, blanco y sereno —y muy muerto—, por debajo de mí. Más allá de la brillante Tierra había más Naves del Tiempo, cientos de ellas, veía ahora, grandes, de brillo verde, naves lenticulares de millas de largo, formando una armada no definida que navegaba por el espacio, y su luz se reflejaba en el hielo arrugado que cubría la Tierra.

Oí que me llamaban: o mejor, no era oír, sino una conciencia llegada por algún medio que no querría explicar de buena gana. Intenté volverme, pero mi visión rotó.

¿Nebogipfel? ¿Eres tú?

Sí. Estoy aquí. ¿Estás bien?

Nebogipfel… no puedo verte.

Yo a ti tampoco. Pero eso no importa. ¿Sientes mi mano?

Sí.

Ahora la Tierra se hizo a un lado, y nuestra Nave se movió conjuntamente con sus compañeras. Pronto las Naves del Tiempo nos rodearon en una formación que llenaba muchas millas del espacio interplanetario; era como estar en medio de un grupo de grandes ballenas brillantes. La luz de la plattnerita era brillante, pero aun así parecía irreal, como si se reflejase en un plano invisible; de nuevo tuve esa sensación de contingencia en las Naves, como si no perteneciesen del todo a aquella realidad, o a cualquier otra.

Nebogipfel, ¿qué nos pasa? ¿Adónde nos llevan?

Amablemente me respondió:

Ya conoces la respuesta. Vamos a viajar atrás en el tiempo… de vuelta a su limite, a su corazón más profundo y oculto.

Empezaremos pronto?

Ya hemos comenzado. Mira las estrellas.

Me volví —o sentí que lo hacía— para dejar la Tierra Blanca a mi espalda, y lo vi.

Por todo el cielo, las estrellas aparecían.