Yo, el Morlock, los mecanismos y aparejos del pequeño coche del tiempo, todo estaba bañado por el brillo esmeralda de la plattnerita, que nos rodeaba por completo. No tenía ni idea del verdadero tamaño de la Nave; de hecho, tenía dificultades para orientarme en su interior. No era como una nave de mi siglo, ya que no tenía una subestructura bien definida, con paredes y paneles para dividir las secciones internas, el compartimiento de los motores y el resto. En su lugar, deben imaginar una red: un conjunto de nodos y filamentos que brillaban con el color de la plattnerita, arrojada a nuestro alrededor por algún pescador invisible, por lo que Nebogipfel y yo estábamos encerrados en una inmensa red de barras y curvas de luz.
La red no se extendía hasta el coche del tiempo: parecía que se detenía a la distancia a la que había estado nuestro domo. Todavía podía respirar con comodidad, y no sentía más frío que antes. La protección ambiental del domo todavía debía de estar ahí, de alguna forma; y pensé que el domo todavía estaba presente, porque veía un reflejo lejano en la superficie superior, pero tan incierta y variable era la luz de la plattnerita que no podía estar seguro.
Tampoco podía distinguir el suelo debajo del coche del tiempo. La red parecía que se extendía debajo de nosotros, dentro de la estructura del edificio. Sin embargo, no entendía cómo aquella redecilla endeble podía soportar la masa del coche del tiempo, y sentí una punzada súbita de vértigo. Dejé a un lado con determinación esa reacción primitiva. La situación era extraordinaria, pero deseaba portarme bien —¡sobre todo si aquellos iban a ser los últimos momentos de mi vida!— y no me importaba gastar energía en aliviar el desconcierto del mono asustado de mi interior, que temía caerse de un árbol verde brillante.
Estudié la red a nuestro alrededor. Los filamentos principales parecían tener el grosor de mi índice, aunque su brillo era tan intenso que me era difícil estar seguro de si su grosor no sería un efecto óptico. Esos filamentos rodeaban células de más o menos un pie de ancho, de forma irregular: por lo que pude ver, dos células no compartían una forma similar. Filamentos más delgados atravesaban las células principales, formando estructuras complejas de subcélulas; y aquellas subcélulas eran divididas a su vez por filamentos más delgados, y así sucesivamente, hasta el límite de mi visión. Me recordó los cilios que cubrían la capa exterior de un Constructor.
En los nodos donde se encontraban los filamentos primarios brillaban puntos de luz, tan desafiantemente verdes como el resto; esos puntos no permanecían en reposo, sino que migraban por los filamentos, o explotaban en pequeños fogonazos silenciosos. Deben imaginar esos pequeños movimientos en acción por toda la red, por lo que todo el conjunto estaba iluminado por un brillo cambiante y suave y por la evolución continua de la estructura y la luz.
Tenía una impresión de fragilidad —era como estar cubierto por una capa de tela de araña—, pero el conjunto tenía una cierta cualidad orgánica, y estaba convencido de que si extendía la mano y abría un agujero en la estructura, ésta pronto se repararía a sí misma.
Y en toda la Nave, ya deben imaginarlo, había una sensación extraña y contingente producida por la plattnerita: la sensación de que la Nave no estaba inmersa sólidamente en el mundo de las cosas, la sensación de que era insustancial y temporal.
La estructura estaba lo suficientemente abierta para ver el delgado casco de la Nave y el mundo exterior. Las colinas y los anónimos edificios del Londres de los Constructores todavía estaban ahí, y en el hielo eterno no había rastros de alteración. Era de noche y el ciclo estaba limpio; la Luna, un medialuna plateada, navegaba en lo alto entre las estrellas ausentes…
Y, moviéndose por entre el cielo desolado de la Tierra abandonada, vi más Naves de plattnerita. Tenían forma lenticular, eran inmensas, y sugerían la misma estructura reticular que nos encerraba a Nebogipfel y a mí. Luces más pequeñas, como estrellas cautivas, brillaban y se agitaban en los complejos interiores. El hielo de la Tierra Blanca estaba bañado por completo por el resplandor de la plattnerita; las Naves eran como inmensas nubes silenciosas que navegaban demasiado cerca del suelo.
Nebogipfel me estudió. La plattnerita le daba un lustre verde al pelo que cubría su cuerpo.
—¿Estás bien? ¿Pareces un poco turbado?
Tuve que reírme.
—Tienes talento para subestimar las cosas, Morlock. ¿Turbado? Yo diría que sí…
Me giré en el asiento, busqué detrás de mí, y encontré un tazón lleno de las nueces y frutas desconocidas que los Constructores nos habían dado. Enterré los dedos en la comida y me llené la boca con ella; encontré que la acción simple y animal de comer era una agradable distracción de las cosas sorprendentes y apenas comprensibles que me rodeaban. Me pregunté, de hecho, si aquélla no sería la última comida que tomaría, ¡la última cena sobre la Tierra!
—Creo que esperaba que el Constructor estuviese aquí para recibirnos.
—Pero creo que sí está aquí —dijo Nebogipfel. Levantó la mano y la luz esmeralda brilló en sus dedos pálidos—. Las Naves están claramente diseñadas según los mismos principios arquitectónicos que los Constructores. Creo que podemos decir que «nuestro» Constructor todavía está aquí: pero ahora su conciencia está representada por algún conjunto de esos puntos de luz, dentro de esta red de plattnerita. Y la Nave está con seguridad conectada con el Mar de Información; de hecho, quizá podemos decir que es un nuevo Constructor Universal en sí misma. La Nave está viva… tan viva como los Constructores.
»Pero como está hecha de plattnerita, esta Nave debe ser mucho más. —Me miró, con un único ojo profundo y negro tras las gafas—. ¿Entiendes? Si esto es vida, es un nuevo tipo de vida. Vida de plattnerita. La primera que no está atada, como el resto, al lento giro de los engranajes de la historia. Y fue construida aquí, con nosotros como foco… La Nave está aquí por nosotros, para llevarnos, como prometió el Constructor. Él está aquí.
Por supuesto, Nebogipfel tenía razón; y ahora me preguntaba, con algo de autoconciencia nerviosa, ¿cuántas de esas otras Naves que recorrían el cielo sin estrellas de la Tierra como enormes animales, estaban aquí abajo, de alguna forma, por nuestra presencia?
Pero al mirar el cielo cubierto de plattnerita otra observación me sorprendió.
—Nebogipfel, ¡mira la Luna!
El Morlock se volvió; vi que la luz verde que jugueteaba con el pelo de su cara estaba ahora resaltada de plata.
Mi observación era elemental: la Luna había perdido su delicioso verdor. El color de la vida que había llegado de la Tierra para cubrirla, durante todos esos millones de años, se había marchitado, exponiendo el blanco óseo de las arenosas montañas y mares. Ahora el satélite en su palidez mortal era indistinguible de la Luna de mi época, exceptuando quizás el brillo más intenso de la cara oscura: había una vieja Luna más vívida acunada en los brazos de la Nueva Luna, y sabía que aquella iluminación mayor debía ser achacada, solamente, al incremento del brillo de la Tierra cubierta de hielo, que debía brillar en los cielos sin aire de la Luna como un segundo sol.
—Debe de haber sido la variación forzada del Sol —especuló Nebogipfel—. El proyecto de plattnerita de los Constructores… tal vez alteró finalmente el equilibrio vital.
—¿Sabes? —dije con algo de amargura—, creo que, después de todo lo que he visto y oído, me confortaba algo la persistencia de esa porción de verde terrestre en lo alto del cielo. El pensar que en algún lugar, no imposiblemente lejos, todavía podía persistir un fragmento de la Tierra que recordaba: que podía haber una improbable jungla de baja gravedad por la que todavía caminaban los hijos del hombre… Pero ahora sólo puede haber ruinas y huellas en esa terrible superficie, para acompañar las que cubren el cadáver de la Tierra.
Y en ese momento, mientras me sentía tan llorón, sonó algo como un disparo, ¡y nuestra cubierta protectora se fracturó como una cáscara de huevo!
Vi una serie de fracturas —un delta complejo— que se extendía por la superficie del domo.
Incluso mientras miraba, un trozo pequeño del domo, no mayor que mi mano, se soltó y cayó en el aire, deslizándose como un copo de nieve.
Y más allá del domo fracturado los filamentos de plattnerita de la Nave se extendían, creciendo, hacia Nebogipfel y hacia mí.
—Nebogipfel, ¿qué sucede? Sin el domo, ¿moriremos? —Me encontraba en un estado febril y eléctrico, en el que cada terminación nerviosa estaba henchida de sospecha y temor.
—Debes intentar no tener miedo —dijo Nebogipfel.
Con un gesto simple y sorprendente me agarró la mano con sus delgados dedos de Morlock, y la sostuvo como un adulto sostendría la de un niño.
Era la primera vez que sentía el tacto de sus dedos fríos desde aquellos terribles momentos en que el Constructor me había reconstruido, y un eco distante de nuestro compañerismo en el Paleoceno volvió para confortarme en medio del hielo de la Tierra Blanca. Me temo que grité, destrozado por el temor, y me hundí más en el asiento, deseando escapar; mientras los dedos débiles de Nebogipfel se agarraban a los míos.
El domo se fracturó aún más, y oí una lluvia suave al caer los fragmentos sobre el coche del tiempo. Los filamentos de plattnerita penetraron todavía más en el domo, con los nódulos de luz corriendo por ellos.
—Nos llevan con ellos, los Constructores, esos seres de plattnerita, hacia el amanecer del tiempo, y quizá más allá… pero no así. —Nebogipfel indicó su propio cuerpo frágil—. No podríamos sobrevivir ni por un minuto… ¿Lo entiendes?
Los tentáculos de plattnerita me palparon la cabeza, la frente y los hombros; me agaché, para evitar el frío contacto.
—Quieres decir —dije— que tenemos que volvernos como ellos. Como los Constructores… ¡debemos rendirnos al toque de esos cilios de plattnerita! ¿Por qué no me advertiste?
—¿Te hubiese ayudado? Es la única forma. Tu miedo es natural; pero debes dominarlo, sólo un momento más, y entonces… entonces serás libre…
Podía sentir el peso helado de los hilos de plattnerita sobre muslos y hombros. Intenté mantenerme quieto y entonces sentí uno de esos cables vivientes moviéndose por mi frente; podía sentir claramente el roce de los cilios contra mi carne, y no pude evitar gritar y luchar contra aquel peso suave, pero ya me era imposible levantarme del asiento.
Ahora estaba inmerso en el verde y mi visión del mundo exterior —de la Luna, los campos de hielo de la Tierra e incluso de la estructura de la Nave— estaba oscurecida. Los nodos cuasianimados y variables de luz pasaban por encima de mi cuerpo deslumbrándome. El tazón de frutas se salió de entre los dedos y chocó contra el suelo del coche; pero incluso el ruido de la caída pronto se apagó, al apagarse mis sentidos.
Hubo un temblor final en el domo, una lluvia de fragmentos a mi alrededor. Había un punto frío en mi frente, el aliento distante del invierno, y luego sólo sentí el frío de los dedos de Nebogipfel; ¡era todo lo que podía percibir, exceptuando el roce omnipresente y líquido de la plattnerita! Imaginé que los cilios se soltaban y —como ya habían hecho antes— se introducían en los resquicios de mi cuerpo. Tan rápida fue la invasión de luz que ya no podía mover ni un dedo, ni tampoco gritar —estaba quieto como en una camisa de fuerza—, y los tentáculos se abrieron paso a la fuerza por entre mis labios, como gusanos, y dentro de mi boca, para disolverse contra la lengua; y sentí una presión fría en la superficie de los ojos…
Estaba perdido, incorpóreo, inmerso en la luz esmeralda.