Una vez más el Sol corrió como un cohete por el cielo, y la Luna, todavía verde, se apresuraba en sus fases, ya que los meses transcurrían con mayor velocidad que los latidos del corazón; pronto, la velocidad de ambos orbes se había incrementado tanto que se transformaron en las bandas de luz uniformes que ya he descrito, y el cielo adoptó el gris acero que resultaba de la mezcla de las noches y los días. A nuestro alrededor, claramente visible desde nuestra posición elevada, las capas de hielo de la Tierra Blanca se extendían a lo lejos sobre el horizonte, inalteradas ante el paso de los años, mostrando sólo una superficie brillante difuminada por la rapidez de nuestro paso.
Me hubiese gustado ver aquellos magníficos veleros interestelares surcar el espacio; pero la rotación de la Tierra me hacía imposible distinguir las frágiles naves, y tan pronto como comenzamos el viaje en el tiempo se hicieron invisibles.
Segundos después de la partida —desde nuestro punto de vista— el apartamento fue demolido. Se desvaneció a nuestro alrededor como el rocío, para dejar nuestra ampolla transparente aislada en el techo de la torre. Pensé en el extraño, pero cómodo, conjunto de habitaciones —con el baño de vapor, el ridículo papel pintado, la peculiar mesa de billar y todo lo demás—; todo había quedado fundido nuevamente en la informidad general y el apartamento, no siendo ya necesario, había sido reducido a un sueño: ¡un recuerdo platónico en la imaginación de metal de los Constructores Universales!
Sin embargo, nuestro paciente Constructor no nos abandonó. Desde mi punto de vista acelerado vi que parecía descansar allí, a unas pocas yardas de nosotros —una pirámide rechoncha, el movimiento de los cilios difuminado por nuestro paso a través del tiempo—, y entonces saltaba, abruptamente, allá, para permanecer durante unos pocos segundos, y así continuamente. Como un segundo para nosotros duraba siglos en el mundo más allá del coche del tiempo, calculé que el Constructor permanecía frente a nosotros, inmóvil, durante miles de años en cada ocasión.
Se lo comenté a Nebogipfel.
—Imagínalo, ¡si puedes! Ser inmortal es una cosa, pero estar tan dedicado a una sola obra… Es como un caballero solitario que preserva su Grial, mientras las eras históricas y las breves preocupaciones de los hombres vuelan a su lado.
Como ya he dicho, los edificios cercanos al nuestro eran torres situadas a una distancia de dos o tres millas por todo el valle del Támesis. En las semanas que habíamos pasado en el apartamento no había visto cambios en las torres, ni siquiera una puerta que se abriese. Sin embargo, ahora, gracias a la percepción acelerada, vi evoluciones lentas que recorrían la superficie de los edificios. A la estructura cilíndrica de Hammersmith se le hinchó la cara de espejo, como si fuese atacada por una enfermedad metálica, antes de ajustarse a una nueva forma de protuberancias angulares y acanaladuras. ¡Otra torre, cerca de Fulham, desapareció por completo! Estaba allí en un momento y al siguiente ya no, sin que quedase siquiera la sombra de los cimientos en el suelo para señalar dónde había estado, ya que el hielo se cerró sobre la tierra expuesta con demasiada rapidez.
Aquella evolución fluida seguía todo el rato. Comprendí que el ritmo de cambio en aquel nuevo Londres debía medirse en siglos —en lugar de los años en que se habían transformado secciones de mi propio Londres—, pero sin embargo había cambios.
Se lo comenté a Nebogipfel.
—Sólo podemos especular sobre los propósitos de esa reconstrucción —dijo—. Quizás el cambio de apariencia externa indica un cambio en la utilización interior. Pero los procesos lentos del deterioro siguen actuando incluso aquí. E incluso es posible que ocasionalmente se produzcan incidentes más espectaculares, como la caída de un meteorito.
—¡Estoy seguro de que inteligencias tan vastas como estos Constructores podrían tener en cuenta incidentes como la caída de un meteoro! Siguiendo las rocas al acercarse con telescopios y tal vez empleando las naves a cohetes y a velas para enviar lejos los objetos.
—Hasta cierto punto. Pero el sistema solar es un lugar caótico y azaroso —dijo Nebogipfel—. No puedes estar seguro de eliminar por completo todas la calamidades, sin que importen los recursos disponibles, y sin que importen tampoco los planes y la vigilancia… Por lo tanto, hasta los Constructores deben en ocasiones reconstruir, incluso la torre que habitamos.
—¿Qué quieres decir?
—Piénsalo —dijo Nebogipfel—. ¿Estás caliente? ¿Te sientes muy a gusto?
Como he dicho, la exposición aparente a las llanuras de la Tierra Blanca, resguardado sólo por la bóveda invisible de los Constructores; me había dejado tiritando de frío; pero sabía que ésa sólo podía ser una reacción interna.
—Me siento bien.
—Por supuesto. Yo también. Y, ya que llevamos viajando algo así como un cuarto de hora, sabemos que estas condiciones han persistido en este edificio durante más de medio millón de años.
—Pero —dije, siguiendo su línea de razonamiento— esta torre está tan expuesta a la depredación del tiempo como cualquier otra… por tanto nuestro Constructor debe de estar reparando el lugar continuamente, para que pueda seguir sirviéndonos.
—Sí. De otra forma, es seguro que la bóveda que nos protege se habría fracturado y desplomado hace mucho tiempo.
Por supuesto, Nebogipfel tenía razón —era otra muestra de la extraordinaria rectitud de propósito de los Constructores—, pero no me hacía sentirme más cómodo.
Miré a mi alrededor, hacia el suelo; sentí que la torre se había hecho tan insustancial como un nido de termitas, continuamente excavada y reconstruida por los Constructores Universales, ¡y sentí vértigo!
Percibí un cambio en la luz. El paisaje glacial se extendía a nuestro alrededor aparentemente inalterado; pero me parecía que el hielo estaba iluminado con una luz más oscura.
Las bandas del Sol y la Luna, difuminadas e indistintas por su movimiento precesional, todavía cabeceaban en el cielo; pero —aunque la Luna parecía que todavía brillaba con el verde violento de la vegetación transplantada— parecía que el Sol atravesaba un ciclo de cambio.
—Tengo la impresión —señalé— de que el Sol parpadea. Varía su brillo, en una escala de siglos o más.
—Creo que tienes razón.
Ahora estaba seguro de que era esa incertidumbre de la luz la que provocaba esa ilusión extraña y desorientadora sobre el paisaje helado. Si se ponen cerca de una ventana, con la mano frente a la cara y los dedos extendidos, al mover la mano adelante y atrás frente a los ojos se tendría quizás un fenómeno similar al que describo.
—Maldito parpadeo —protesté—, parece que se mete dentro de los ojos, que altera el ritmo de la mente…
—Pero mira la luz —dijo Nebogipfel—. Obsérvala. Cambia de nuevo.
Me centré en ello, y recibí la recompensa de observar un nuevo aspecto de extraño comportamiento del Sol. Tenía un cierto verdor, sólo en unos momentos, cuando veía un verde pálido recorrer el camino celestial del Sol, pero aun así real.
Ahora que sabía que el verde estaba presente, podía detectar un destello esmeralda sobre las colinas heladas y los edificios de Londres. Era una visión conmovedora, como un recuerdo de la vida que había desaparecido de aquellas colinas.
Nebogipfel dijo:
—Creo que el parpadeo y los destellos verdes están relacionados… —El Sol, dijo, es la mayor fuente de energía y materia del sistema solar. Los Morlocks mismos lo habían explotado para construir la Esfera—. Ahora, creo, los Constructores Universales también hurgan en ese gran cuerpo: extraen del Sol las materias primas que necesitan…
—Plattnerita —dije, emocionándome—. Eso son los destellos verdes, ¿no? Los Constructores extraen plattnerita del Sol.
—O emplean sus habilidades alquímicas para convertir la materia y la energía solar en plattnerita, que en realidad es lo mismo.
Para que el brillo de la plattnerita nos fuese visible, decía Nebogipfel, los Constructores debían de estar formando grandes acumulaciones del material en la estrella. Cuando estaban completas, las acumulaciones se llevaban a los lugares de construcción en alguna esquina del sistema solar; y comenzaba la creación de nuevas acumulaciones. El parpadeo que veíamos debía de representar la formación y desmantelamiento acelerado de aquellos grandes trozos de plattnerita.
—Es extraordinario. —Dejé escapar en un suspiro—. ¡Los Constructores deben de estar sacando del Sol trozos que se comparan con la masa de los mayores planetas! Ensombrece incluso la construcción de vuestra gran Esfera, Nebogipfel.
—Sabemos que los Constructores no carecen de ambición.
Ahora me pareció que el parpadeo del paciente Sol se hacía menos pronunciado, como si los Constructores se acercaran al final de la extracción. Podía ver más manchas verdes características de la plattnerita en el cielo, pero ahora estaban separadas de la banda del Sol: en su lugar, se precipitaban por el firmamento como falsas lunas. Comprendí que aquéllas eran estructuras de plattnerita —enormes edificios espaciales construidos con la sustancia— situadas en una lenta órbita alrededor de la Tierra.
La cambiante luz de la plattnerita se reflejaba en la piel de nuestro paciente Constructor, ¡que permaneció con nosotros mientras el cielo sufría aquellos cambios extraordinarios!
Nebogipfel consultó los indicadores cronométricos.
—Hemos atravesado casi ochocientos mil años… creo que es tiempo suficiente. —Tiró de las palancas y el coche del tiempo dio unos bandazos, mostrando así la incomodidad habitual del viaje en el tiempo, y además de luchar contra el temor y el asombro, también tuve que luchar contra las náuseas.
Inmediatamente el Constructor desapareció de mi vista. Grité —¡no pude evitarlo!— y me agarré al banco del coche del tiempo. Creo que nunca me había sentido tan perdido y solo como en aquel momento en que nuestro fiel acompañante durante ochocientos mil años nos abandonó —o eso parecía— de pronto en un mundo extraño.
El cabeceo de la banda del Sol se suavizó y desapareció; en segundos percibí el cambio de luz que marca el paso de la noche al día, y el cielo perdió su tono gris luminoso.
Ahora la luz verde de la plattnerita llenaba el aire a mi alrededor; estaba por completo alrededor de nuestra bóveda, y oscurecía las impasibles planicies de la Tierra Blanca con su parpadeo lechoso.
El aleteo de días y noches se redujo a un latido más lento que mi pulso. Justo en el último instante, vi fugazmente —no fue más que un vistazo— un campo de estrellas que se abría paso a través de la superficie de las cosas, brillante y cercano; y vi fugazmente varios cráneos inmensos y enormes ojos humanos. Entonces Nebogipfel tiró por completo de las palancas —el coche se detuvo— y salimos a la historia, y la multitud de Observadores se desvaneció; y quedamos bajo una inundación de luz verde.
¡Estábamos inmersos en una Nave de plattnerita!