Viajar a los comienzos del Tiempo… ¡Mi alma se acobardaba ante esa idea!
Puede que me consideren un cobarde por tener esa reacción. Bien, tal vez lo fuese. Pero deben recordar que ya había tenido una visión de uno de los extremos del tiempo —su amargo final— en una de las historias que había investigado: la primera, donde había presenciado la muerte del Sol sobre una playa desolada. Recordaba, también, mi náusea, incomodidad y confusión; y que sólo el miedo aún mayor a yacer indefenso en la oscuridad me había impulsado a subir nuevamente a la Máquina del Tiempo y lanzarme de vuelta al pasado.
Sabía que lo que encontrase en el amanecer de las cosas sería muy diferente —¡de forma inimaginable!—, pero era el recuerdo de ese terror y debilidad lo que me hacía vacilar.
Soy humano —¡y estoy muy orgulloso de serlo!—, pero mis experiencias extraordinarias, me atrevo a decir que distintas de las de cualquier hombre de mi generación, me habían hecho comprender las limitaciones del alma humana, o, de cualquier forma, de mi alma. Podía enfrentarme a los descendientes del hombre, como los Morlocks, y podía enfrentarme con justicia con monstruosidades prehistóricas como el Pristichampus. Y, cuando se trataba de un mero ejercicio intelectual —en el confort de salón de los linneanos— podía concebir el ir más lejos: habría podido debatir durante horas sobre la finitud del tiempo, o las ideas de von Helmholtz sobre la inevitable muerte térmica del universo.
Pero, es la verdad, encontraba la realidad mucho más desalentadora.
¡Sin embargo, la alternativa era escasamente atractiva! Siempre he sido un hombre de acción —¡me gusta agarrar las cosas!—, pero allí estaba, protegido en manos de criaturas metálicas tan avanzadas que ni siquiera podían concebir hablar conmigo, de la misma forma que yo ni pensaría en mantener una conversación espiritual con un frasco de bacilos. No había nada que yo pudiese hacer allí, en la Tierra Blanca, porque los Constructores Universales lo habían hecho todo.
¡Muchas veces deseé haber ignorado la invitación de Nebogipfel y haberme quedado en el Paleoceno! Allí formaba parte de una sociedad que crecía desarrollándose, y mis habilidades e intelecto —así como mi fuerza física— podían haber jugado un papel importante en la supervivencia y desarrollo de la humanidad en aquella época hospitalaria. Encontré que mis pensamientos, ya dirigidos hacia dentro, se volvían hacia Weena, hacia el mundo de 802 701 d.C. al que había viajado por primera vez en el tiempo, y al que había querido volver, sólo para salirme de ruta en la primera bifurcación de la historia. Si las cosas hubiesen sido diferentes, pensé —si me hubiese comportado de otra forma la primera vez, quizás habría podido salvar a Weena de las llamas, incluso a costa de mi salud o de mi vida. O, si hubiese sobrevivido a eso, quizás habría podido marcar una diferencia en aquella historia desdichada, haciendo de alguna forma que los Elois y los Morlocks se enfrentasen a su degradación común.
Por supuesto, no había hecho nada de eso; tan pronto como recuperé la Máquina del Tiempo corrí de vuelta a casa. Y ahora me veía obligado a aceptarlo, porque debido a la incesante generación de historias nunca podría volver al 802 701 d.C. o a mi propia época.
¡Parecía que mi errar nómada había terminado allí, en aquellas pocas habitaciones sin sentido! Por lo visto, los Constructores me mantendrían con vida mientras mi cuerpo pudiese funcionar. Dado que siempre he sido robusto, suponía que podía aspirar a varias décadas más de vida; si Nebogipfel tenía razón sobre la habilidades submoleculares de los Constructores, ¡quizás (así especulaba Nebogipfel para mi sorpresa) pudiesen detener, o invertir, los procesos de envejecimiento de mi cuerpo!
Pero parecía que siempre estaría falto de compañía, exceptuando mi relación desigual con un Morlock que ya era mi superior intelectual, y que con su inmersión continua en el Mar de Información pronto pasaría a preocupaciones más allá de mi comprensión.
Entonces, me encaraba con una vida larga y cómoda, pero sería la vida de un animal de zoológico, enjaulado en aquellas pocas habitaciones, sin nada importante que hacer. Era un futuro que se había convertido en un túnel, cerrado y sin fin…
Pero, por otra parte, sabía que aceptar el plan de los Constructores era algo que podría destruir por completo mi intelecto.
Confié esas dudas a Nebogipfel.
—Comprendo tus temores, y aplaudo tu honestidad al enfrentarte a tus debilidades. Has aprendido muchas cosas sobre ti mismo, desde la primera vez que nos encontramos…
—¡Deja de halagarme, Nebogipfel!
—No tienes que decidirte ahora.
—¿Qué quieres decir?
Nebogipfel me describió la inmensa amplitud tecnológica del proyecto de los Constructores.
Para impulsar las Naves se tendrían que preparar vastas cantidades de plattnerita.
—Los Constructores trabajan a grandes escalas de tiempo —dijo el Morlock—. Pero, aun así, este proyecto es ambicioso. Según las propias estimaciones de los Constructores (y esto es vago, porque los Constructores no planean de la misma forma que los humanos; más bien se limitan a construir, de forma cooperativa, incrementa) y con dedicación completa, del mismo modo que las termitas) pasará otro millón de años antes de que las Naves estén listas.
—¿Un millón de años…? ¡Los Constructores deben de ser realmente pacientes para crear esquemas a esa escala!
Mi imaginación quedó atrapada por la ambición de todo aquello, ¡tanto me sorprendían las cifras! Considerar un proyecto a escala geológica, y prepararse para enviar naves al origen del tiempo. Le dije a Nebogipfel que el asombro me dominada, una sensación casi mística.
Nebogipfel me dedicó una mirada algo escéptica.
—Muy bien —dijo—. Pero debemos intentar ser prácticos.
Dijo que había conseguido que trajesen el improvisado coche del tiempo; así como herramientas, materiales, y un suministro de plattnerita…
Entendí inmediatamente su intención.
—¿Sugieres que nos metamos en el coche del tiempo y saltemos un millón de años, mientras que los pacientes Constructores completan el desarrollo de las Naves?
—¿Por qué no? No tenemos otra forma de llegar al lanzamiento de las Naves. Los Constructores pueden ser funcionalmente inmortales, pero nosotros no lo somos.
—Bien, ¡no sé!, parece… Es decir, ¿pueden los Constructores estar seguros de cumplir el programa de construcción, a tiempo y como lo han planeado, en un intervalo tan inmenso? En mi época, la especie humana sólo tenía una décima parte de esa edad.
—Debes recordar —dijo Nebogipfel—, que los Constructores no son humanos. Son, realmente, una especie inmortal. Pueden formarse cúmulos de conciencia que vuelve a disolverse en el Mar, pero la continuidad de la acumulación de Información, y la constancia de su propósito, es inalterable…
»De cualquier forma —dijo mirándome—, ¿qué perderías? Si viajas en el tiempo y descubres que los Constructores, después de todo, se cansaron antes de terminar las Naves, ¿qué?
—Bien, podríamos morir, por ejemplo. ¿Qué pasa si dentro de unos lejanos millones de años no hay ningún Constructor para recibirnos y atender nuestras necesidades?
—¿Y qué? —repitió el Morlock—. ¿Miras en tu corazón y estás realmente contento… —movió una mano para señalar el pequeño apartamento— de vivir así durante el resto de tu vida?
No contesté; pero creo que leyó la respuesta en mi cara.
—Además…
—¿Sí?
—Una vez construido, es posible que elijamos emplear el coche del tiempo para viajar en otra dirección.
—¿Qué quieres decir?
—Nos darán mucha plattnerita… podríamos incluso, si quieres, regresar al Paleoceno.
Miré furtivo a mi alrededor, sintiéndome como un criminal conspirador.
—Nebogipfel, ¿y si los Constructores te oyen decir esas cosas?
—¿Y qué si lo hacen? No somos prisioneros. Los Constructores nos consideran interesantes… y creen que tú deberías acompañar las Naves en su viaje final, por tu importancia histórica y causal. Pero no nos obligarían, ni nos mantendrían aquí si nuestra tristeza fuese tan profunda que no pudiésemos sobrevivir.
—¿Y tú? —le pregunté con cuidado— ¿Tú qué quieres hacer?
—No he tomado una decisión —me respondió—. Mi preocupación principal ahora es abrir tantas posibilidades de futuro como me sea posible.
Aquélla era una actitud muy adecuada, y así —¡acabadas ya las introspecciones!— estuve de acuerdo con Nebogipfel en que debíamos empezar a reconstruir el coche del tiempo. Nos enfrascamos en una conversación detallada sobre los materiales y herramientas que precisaríamos.