Pasé muchas horas solo, o en compañía de Nebogipfel, en las ventanas del apartamento.
No vi muestras de vida animal o vegetal sobre la superficie de la Tierra Blanca. Por lo que veía, estábamos aislados en una pequeña burbuja de luz y calor, sobre una inmensa torre; y durante todo el tiempo que estuvimos allí, jamás abandonamos aquella burbuja.
De noche, el cielo más allá de nuestras ventanas era generalmente claro, con sólo unos ligeros cirros en lo más alto de la atmósfera letal. Pero, a pesar de aquella claridad —todavía no podía entenderlo—, no había estrellas, o mejor, muy pocas, un puñado comparadas con la multitud que una vez había brillado sobre la Tierra. Ya me había dado cuenta de ello a mi llegada allí, pero creo que lo había achacado al frío o a la desorientación. Confirmarlo, ahora que estaba caliente y tenía la cabeza despejada, era preocupante; quizás era la cosa más extraña de aquel nuevo mundo.
La Luna —aquel paciente planeta compañero— todavía giraba alrededor de la Tierra, atravesando sus fases con regularidad inmemorial; pero sus antiguas planicies seguían manchadas de verde. La luz de la Luna ya no tenía el color frío de la plata, sino que bañaba el paisaje de la Tierra Blanca con el más moderado de los brillos verdes, devolviendo a la Tierra un eco de la vegetación que una vez ella había disfrutado, y que ahora estaba atrapada bajo el hielo inmisericorde.
Observé de nuevo el resplandor, como si fuese una estrella cautiva, que brillaba en el cuerno más oriental de la Luna. Mis primeras ideas habían sido que veía el reflejo del Sol en algún lago lunar, pero el brillo era tan constante que al final decidí que debía de ser intencionado. Imaginé que era un espejo —una construcción artificial—, quizá sobre alguna montaña lunar y diseñado de tal forma que su reflejo siempre caía sobre la Tierra. En lo que a su propósito se refiere, especulé que podría datar de la época en que la degradación de las condiciones atmosféricas en el Planeta Madre todavía no era tal como para expulsar a los hombres de la Tierra, pero, quizás, eran tan duras que habían provocado el colapso de cualquier cultura superviviente.
Imaginé hombres lunares: Selenitas, como podríamos llamarlos, descendientes de la humanidad. Los Selenitas debían de haber observado el progreso letal de los grandes fuegos que se desataron sobre la corteza llena de oxígeno de la Tierra. Los Selenitas habían sabido que los hombres todavía habitaban sobre la Tierra, pero eran hombres que habían perdido la civilización; hombres que vivían como salvajes, incluso como animales, deslizándose a algún estado prerracional. Quizás a ellos también les impactó el colapso de la Tierra; es posible que la sociedad Selenita no pudiese sobrevivir sin provisiones de la Madre Tierra.
Los Selenitas llorarían a sus primos del mundo materno, pero no podían llegar hasta ellos… y por lo tanto intentaron mandar una señal. Construyeron un inmenso espejo, que debía de tener media milla de ancho, o más, para ser visible a través de distancias interplanetarias.
Puede que los Selenitas tuviesen un fin más ambicioso en mente que simplemente inspirar desde los cielos. Por ejemplo, podrían haber enviado —haciendo parpadear el espejo con algún equivalente del código Morse— algunas instrucciones sobre cosechas o ingeniería —el secreto perdido de la máquina de vapor, quizás—, algo, de cualquier forma, más útil que simples mensajes de buena suerte.
Pero al final no sirvió de nada. Al final, el puño de la glaciación cubrió el planeta. Y el gran espejo lunar fue abandonado, y los hombres desaparecieron de la faz de la Tierra.
Ésas, de todos modos, eran mis especulaciones, mientras miraba por las ventanas de la torre; no tenía forma de saber si tenía razón —porque Nebogipfel era incapaz de leer aquella nueva historia de la humanidad con tanto detalle—, pero de cualquier forma el brillo de aquel espejo aislado en la Luna se convirtió para mí en el símbolo más elocuente del colapso de la humanidad.
La característica más sorprendente del cielo nocturno no era, sin embargo, la Luna, ni siquiera la ausencia de estrellas: era el disco en forma de red de varias docenas de veces el tamaño de la Luna que vi nada más llegar. Aquella estructura era extraordinariamente compleja y estaba en movimiento. Piensen quizás en una tela de araña iluminada por detrás, con las gotas de rocío brillando y corriendo por la superficie; ahora imaginen cientos de pequeñas arañas arrastrándose por esa superficie, su lento movimiento invisible, trabajando obviamente para reforzar y extender la estructura, ¡y ahora coloquen su visión a través de muchas millas de espacio interplanetario!, y tendrán algo de lo que vi.
Podía ver el disco mejor en las primeras horas de la mañana —quizás a las tres—, y en aquellos momentos podía distinguir los hilos fantasmales de luz —tenues y delgados— que subían desde el lado más lejano de la Tierra a través de la atmósfera hasta el disco.
Discutí esas cosas con Nebogipfel.
—Es bastante extraordinario… como si esos rayos formasen una especie de jarcia que sujetase el disco a la Tierra; ¡por lo que todo el conjunto es como una vela que remolca la Tierra por el espacio sobre un viento espectral!
—Tu lenguaje es pintoresco —dijo—, pero captura algo del sabor de la empresa.
—¿Qué quieres decir?
—Que es una vela —dijo—. Pero no remolca la Tierra: más bien, la Tierra da una base para el viento que guía la vela.
Nebogipfel me describió aquel tipo nuevo de yate espacial. Se construía en el espacio, dijo, ya que era demasiado frágil para levantarlo desde la Tierra.
La vela consistía, esencialmente, en un espejo; y el «viento» que la llenaba era luz: porque las partículas de luz que caen sobre la superficie especular producen una fuerza impulsiva, de la misma forma que las moléculas de aire que forman la brisa.
—El «viento» proviene de rayos de luz coherente, generados por proyectores terrestres tan anchos como una ciudad —dijo—. Son esos rayos los que has visto como «hilos» que unen el planeta a la vela. La presión de la luz es pequeña pero insistente, y es extraordinariamente eficiente en la transferencia de momento, especialmente cuando se acerca uno a la velocidad de la luz.
Él suponía que los Constructores no viajarían en tales naves como entidades discretas, como lo habían hecho los pasajeros de los grandes barcos de mi época. En. su lugar, los Constructores se desmontarían y dejarían que sus componentes corriesen por la nave y se uniesen a ella. Al llegar al destino, se reemsamblarían como Constructores individuales, en la forma más eficiente para los mundos que encontrasen allí.
—¿Pero cuál crees que es el destino del yate espacial? ¿La Luna, o uno de los planetas… o…?
En la forma lacónica y desdramatizada de los Morlocks, Nebogipfel dijo:
—No. Las estrellas.