En contraste con mi celda espartana, a Nebogipfel le habían dado una verdadera suite. Había cuatro habitaciones, cada una tan grande como la mía y de forma aproximadamente cónica, con ventanas y puertas, que nuestros anfitriones no habían considerado necesario ponerme a mí: ¡estaba claro que tenían en mejor consideración su intelecto que el mío!
Destacaba la misma falta de mobiliario que yo había padecido, aunque los Morlocks tienen necesidades más simples, y no era una incongruencia tan grande para Nebogipfel. Sin embargo, en una habitación encontré un objeto estrafalario: un artefacto en forma de mesa de unos doce pies de largo y seis de ancho, todo bordeado de una sustancia verde brillante. La mesa era aproximadamente rectangular, aunque los bordes tenían forma irregular; una única bola —blanca, de algún material denso— estaba en la superficie. Cuando la empujé, la bola rodó bien, aunque sin tapete se movía libre y caramboleó en los bordes con satisfactoria solidez.
Intenté descubrir algún sentido profundo en aquel artefacto; ¡pero por muchas vueltas que le daba —y como habrán deducido por mi descripción— no era más que una mesa de billar! Al principio especulé con que se tratase de otro eco distorsionado de una habitación de hotel del siglo diecinueve, pero si así era se trataba de una elección muy extraña, y al no tener tacos y con una sola bola era poco probable que se tratase de un desafío deportivo.
Confundido, dejé la mesa y probé las puertas y las ventanas. Las puertas funcionaban con pomos, para agarrarlos y girarlos, pero llevaban a otras habitaciones de la misma suite o a mi cámara original; no había salida al mundo exterior. Descubrí, sin embargo, que los paneles que cubrían las ventanas transparentes podían levantarse, y por primera vez pude inspeccionar aquel nuevo 1891, aquella Tierra Blanca.
¡Me encontraba a unos mil pies del suelo! Parecía que estábamos en lo más alto de una inmensa torre cilíndrica, cuyo perfil veía descender por debajo de mí. Todo lo que vi reafirmó mi primera impresión, justo antes de que el frío me derrotase, cuando di mi último vistazo desde el coche del tiempo: se trataba de un mundo eternamente hundido en el hielo. El cielo era de color bronce de cañón, y la tierra cubierta por el hielo era de un blanco grisáceo como el de los huesos descubiertos, sin rastro de los atractivos tonos azules qué a veces se aprecian en los campos nevados. Al mirar, pude ver cuán terriblemente estable era realmente aquel mundo, exactamente como lo había descrito Nebogipfel: la luz del día se reflejaba feroz sobre el manto de hielo agrietado que cubría la tierra, y la blancura que cubría el mundo devolvía el calor del Sol al espacio. La pobre Tierra estaba muerta, atrapada en lo más profundo de aquel pozo de hielo, una estabilidad climática absoluta, eterna, la estabilidad definitiva de la muerte.
Vi Constructores aquí y allá —con la misma forma que el que teníamos en la habitación de Nebogipfel— sobre el paisaje helado. Cada Constructor estaba siempre solo, simplemente allí como un monumento deforme, una mancha de gris acero frente al blanco óseo del hielo. ¡Nunca los vi moverse!
Era como si se limitasen a aparecer en el lugar donde estaban, formándose, quizá, del aire (después descubrí que esa evaluación preliminar no estaba lejos de la verdad).
La Tierra estaba muerta, pero había signos de inteligencia. Más edificios grandes —como el nuestro— moteaban el paisaje. Tenían formas geométricas simples: cilindros, conos y cubos. Desde mi punto de vista privilegiado podía ver el sur y el oeste, y desde mi atalaya podía contemplar los grandes edificios esparcidos hasta Battersea, Fulham, Mitcham y más allá. Por lo que podía ver, estaban espaciados de media a una milla de distancia; y todo el conjunto —los campos de hielo, los Constructores mudos, los edificios anónimos y dispersos se conjuraba para crear un Londres terrible e inhumano.
Volví con Nebogipfel, que todavía estaba de pie frente al Constructor. El pellejo metálico del objeto se arrugaba y brillaba, como si fuese la superficie de un estanque lleno de peces metálicos que nadaban bajo su superficie, y luego una protuberancia —un tubo de unas pocas pulgadas de ancho— salió de la piel, brillando con la misma textura metálica que la pirámide, y se acercó al ojo de Nebogipfel.
Lo reconocí, por supuesto; era el regreso del dispositivo ocular que había visto antes. En un momento se encajaría en el cráneo de Nebogipfel.
Caminé alrededor del Constructor. Como ya he dicho, era en apariencia un montón de escoria fundida; en cierta forma estaba animado y era móvil, porque lo había visto, o a otro similar, arrastrarse sobre mi propio cuerpo.
Pero no podía imaginar su utilidad. Al examinarlo más de cerca, vi que su superficie estaba cubierta de pelos metálicos: cilios, como limaduras de hierro, que se contoneaban en el aire, activos e inteligentes. Y tuve la sensación exasperante y dolorosa de que había más niveles de detalle que escapaban a mi vista avejentada. La textura de la superficie móvil era simultáneamente fascinante y repulsiva: mecánica, pero con algo parecido a la vida. No me tentaba tocarlo —no podía soportar la idea de que aquellos cilios retorcidos tocasen mi piel— y no tenía instrumentos para investigar. Sin medios para realizar un examen más profundo, no podía acometer un estudio de la estructura interna de la pirámide.
Noté cierto grado de actividad en el borde inferior de la pirámide. Al agacharme, vi que pequeñas comunidades de cilios metálicos —del tamaño de hormigas, o más pequeños— dejaban continuamente el Constructor.
Por lo general, los trozos caídos parecía que se disolvían al tocar el suelo; sin duda, se dividían en componentes demasiado pequeños para verlos; pero en ocasiones observé que los trozos del Constructor se alejaban más y más por el suelo, nuevamente como hormigas, hacia un destino desconocido. De forma similar, grupos de cilios surgían del suelo, trepaban por las faldas del Constructor y se unían a su sustancia, ¡como si siempre hubiesen sido parte de él!
Le comenté todo eso a Nebogipfel.
—Es sorprendente —dije—, pero no es difícil imaginar lo que pasa. Los componentes del Constructor se unen y se separan por sí mismos. Corren por el suelo, e incluso, por lo que sé o puedo ver, vuelan por el aire. Los trozos sueltos deben de morir, de alguna forma, si son defectuosos, o unirse al cuerpo brillante de otro desafortunado Constructor.
»Maldita sea —dije—, el planeta debe de estar cubierto por una capa delgada de esos cilios sueltos, ¡retorciéndose aquí y allá! Y, pasado un tiempo, quizás un siglo, no debe quedar nada del cuerpo original de la bestia que aquí vemos. ¡Todos sus fragmentos, sus análogos de pelo y dientes y ojos, se habrán ido a visitar a los vecinos!
—No es un diseño exclusivo —dijo Nebogipfel—. En tu cuerpo, y en el mío, las células mueren y son remplazadas continuamente.
—Quizá, pero aun así, ¿qué significa decir que este Constructor de aquí es un individuo? Es decir: si compro un cepillo, y cambio el mango y la cabeza, ¿me queda el mismo cepillo?
El ojo rojo grisáceo del Morlock se volvió hacia la pirámide, y el tubo de metal se hundió en el agujero con un sonido líquido.
—Este Constructor no es una máquina única, como un coche —respondió—. Está compuesta, construida, a partir de millones de submáquinas… miembros, si quieres. Están distribuidas de forma jerárquica, emanando de un tronco central por medio de ramas y capilares, al igual que un arbusto. Los miembros más pequeños, en la periferia, son demasiado diminutos para que puedas verlos: funcionan a un nivel molecular o atómico.
—¿Pero para qué —pregunté— sirven esos miembros de insecto? Uno puede mover átomos y moléculas, pero ¿por qué? Es un asunto tedioso e improductivo.
—Al contrario —dijo cansado—. Si puedes hacer ingeniería al nivel más fundamental de la materia, y si tienes tiempo y paciencia suficientes, puedes hacerlo todo. —Me miró—. Sin la ingeniería molecular de los Constructores, tú y yo ni siquiera hubiésemos sobrevivido a nuestro primer encuentro con la Tierra Blanca.
—¿Qué quieres decir?
—La «cirugía» que han realizado con nosotros —dijo Nebogipfel— fue a nivel celular, al nivel al que se produjeron los daños de la congelación.
Nebogipfel me describió, con detalles horrorosos, cómo por el frío que habíamos encontrado, las paredes de mis células (y las suyas) habían estallado por la congelación y la expansión de su contenido… y ninguna cirugía que yo conociese podría haber salvado nuestras vidas.
En su lugar, los microscópicos miembros exteriores del Constructor se habían separado del cuerpo principal y habían atravesado mi sistema dañado, realizando reparaciones en las células congeladas a nivel molecular. Cuando llegaron al otro lado —hablando crudamente— habían salido de mi cuerpo y se habían reunido con su padre.
Yo había sido reconstruido, de dentro hacia fuera, por medio de un ejército burbujeante de hormigas de metal. Lo mismo que Nebogipfel.
Me recorrió un escalofrío y sentí más frío que en ningún momento desde mi rescate.
Me rasqué el brazo, casi involuntariamente, como si quisiese arrancar aquella infección tecnológica.
—Pero esa invasión es monstruosa —protesté—. La idea de esos pequeños trabajadores atareados, atravesando la sustancia de mi cuerpo…
—Supongo que hubieses preferido el brutal escalpelo romo de un cirujano de tu época.
—Quizá no, pero…
—Te recuerdo que, en contraste, tú no fuiste capaz de arreglar un hueso roto sin dejarme tullido.
—Pero eso es diferente. ¡Yo no soy médico!
—¿Crees que esta criatura lo es? De cualquier forma, si hubieses preferido morir, sin duda podrán arreglarlo.
—Por supuesto que no. —Pero me rasqué la piel, ¡y supe que pasaría mucho tiempo antes de que volviese a sentirme cómodo con mi cuerpo reconstruido! Pensé en algo que me alivió—. Al menos —dije—, esos miembros del Constructor son simplemente mecánicos.
—¿Qué quieres decir?
—Que no están vivos. Si lo estuviesen…
Liberó el rostro del Constructor y me miró con el agujero de su cara lleno de cilios de metal.
—No, te equivocas. Esas estructuras están vivas.
—¿Qué?
—Según cualquier definición razonable de la palabra. Pueden reproducirse. Pueden manipular el mundo exterior, creando condiciones locales de mayor orden. Tienen estados internos que pueden cambiar independientemente de los estímulos externos; tienen recuerdos que pueden consultarse a voluntad… Ésas son todas características de la Vida, y la Mente. Los Constructores están vivos, y son conscientes… tan conscientes como tú o yo. De hecho, más.
Ahora estaba confuso.
—Pero eso es imposible. —Señalé el dispositivo piramidal—. Esto es una máquina. Ha sido fabricada.
—Ya he encontrado antes los límites de tu imaginación —dijo severo—. ¿Por qué habría de construirse un trabajador mecánico con las limitaciones del diseño humano? Con la vida mecánica…
¿Vida?
—… uno es libre de explorar otras morfologías… otras formas.
Levanté una ceja al Constructor.
—¡La morfología de un seto de alheñas, por ejemplo!
—Y además —dijo—, te fabricó a ti. ¿Eso te hace menos vivo?
¡Aquello se estaba convirtiendo en un debate demasiado metafísico para mí! Caminé alrededor del Constructor.
—Pero si está vivo y es consciente… ¿es una persona? ¿O varias personas? ¿Tiene un nombre? ¿Un alma?
Nebogipfel se volvió hacia el Constructor una vez más y dejó que el dispositivo ocular se acurrucase en su cara.
—¿Un alma? Éste es tu descendiente. También lo soy yo, por un camino histórico diferente. ¿Tengo yo un alma? ¿La tienes tú?
Dejó de mirarme, y observó el corazón del Constructor.