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EXPERIMENTOS Y REFLEXIONES

Después de tres o cuatro días sentí que debía lavarme adecuadamente. Como ya he dicho, no había nada que pareciese un baño, y no me resultaba satisfactoria la limpieza gatuna que podía realizar con los tazones de agua. Deseaba un baño o, mejor aún, un chapuzón en el mar del Paleoceno.

Me llevó un tiempo —pueden considerarme tonto en este asunto— volver a pensar en el cubículo de porcelana del que he hablado, y que había ignorado desde la primera vez que exploré de forma preliminar la cámara. Volví a acercarme a él, y coloqué un pie cauteloso en la base de porcelana. Una vez más, salió vapor de las paredes.

De pronto lo entendí. En un rapto de entusiasmo, me quité ropa y botas (me quedé con la gafas) y me metí en el pequeño cubículo. El vapor onduló a mi alrededor; el sudor comenzó y el vaho se pegó a las gafas. Había supuesto que el vapor ocuparía toda la habitación convirtiéndola en una sauna, pero se mantuvo en el área del cubículo, sin duda debido a un sistema basado en diferencias en la presión del aire.

Después de todo, aquél era mi baño: no era como los de mi época, ¿pero por qué debería serlo? Mi casa de Petersham Road se había perdido en una historia diferente. Recordé que los romanos, por ejemplo, no sabían nada de jabones y detergentes; se habían visto obligados a recurrir a ese tipo de métodos para quitarse la suciedad de los poros. Y el poder limpiador del vapor quedó demostrado en mi caso, aunque, al no tener los rascadores de los romanos, me vi obligado a usar las uñas para quitarme la roña acumulada en la piel.

Cuando salí de la sauna busqué una forma de secarme ya que no tenía toalla. Consideré, no demasiado convencido, utilizar la ropa; luego, inspirado, pensé en la arena. Descubrí que aquel material, aunque me raspaba la piel, eliminaba muy bien la humedad.

Mi experiencia con la sauna me obligó a algunas reflexiones. ¿Cómo había podido tener una mente tan estrecha que me había llevado tanto tiempo deducir la función de un artefacto tan obvio? Después de todo, en mi propia época había habido muchas zonas del mundo que no conocían los placeres de la fontanería moderna y la porcelana, de hecho, muchos distritos de Londres, si uno se creía los reportajes más atormentados del Pall Mall Gazette.

Estaba claro que los desconocidos hombres de las estrellas de aquella época se habían tomado mucho trabajo para proveerme de una habitación que me pudiese agradar. Después de todo, ahora estaba en una historia radicalmente diferente; quizá lo extraño de la cámara —la falta de facilidades sanitarias reconocibles, la comida inusual, y demás— no era tan importante o raro como me parecía.

Se me habían proporcionado los elementos de una habitación de hotel de mi propia época, pero estaban complementados con arreglos sanitarios que parecían pertenecer a la época precristiana; y en lo que se refiere a la comida, los platos de nueces y frutas que se suponía debía comer eran más adecuados para mis remotos ancestros recolectores de fruta, digamos de cuarenta mil años antes de mi nacimiento.

¡Era una mezcla, una confusión de fragmentos de épocas dispares! Pero creía percibir una estructura en todo aquello.

Pensé en la distancia que me separaba de los habitantes de aquel mundo. Desde la fundación de Primer Londres se habían sucedido cincuenta millones de años de desarrollos, más de cien veces la distancia evolutiva entre el Morlock y yo. En distancias tan inimaginables, el tiempo queda comprimido —de la misma forma que los estratos sedimentarios se apretan los unos sobre los otros debido al peso de los depósitos superiores— hasta que el intervalo entre julio César y yo, o incluso entre el primer representante de genero Homo que caminó sobre la Tierra y yo —que desde mi punto de vista parecía tan inmenso— se hacía prácticamente inexistente.

Considerando todo eso, pensé, mis invisibles anfitriones habían hecho un trabajo muy bueno intentando descubrir qué condiciones me serían más cómodas.

En cualquier caso, ¡parecía que mis expectativas, después de todas mis experiencias, todavía estaban ancladas en mi propio siglo, y en una parte minúscula del globo! Una idea humillante —una prueba de mi pequeñez de espíritu—, y dediqué algo de tiempo, reacio, a la meditación interior. Pero no soy por naturaleza un hombre reflexivo y pronto me encontré nuevamente irritado por las condiciones de mi encierro. ¡Aunque parezca desagradecido, quería recuperar la libertad! Aunque no veía forma de conseguirlo.

Creo que permanecí en la prisión durante quince días. Cuando llegó la libertad, fue tan rápida como inesperada.

Desperté en la oscuridad.

Me senté sin las gafas. Al principio no sabía exactamente qué me había molestado, y entonces lo oí: un sonido suave, un respirar lejano, tranquilo. Era el más sutil de los ruidos —casi inaudible— y sabía que si se hubiese producido en las calles de Richmond en las primeras horas de la mañana no me habría alterado en absoluto. Pero allí mis sentidos habían incrementado su sensibilidad a causa de mi larga soledad, durante quince días no había oído ningún sonido que no produjese yo mismo, exceptuando el silbido suave del baño de vapor. Me planté las gafas en la cara. La luz inundó mis ojos y parpadeé impaciente por ver.

Las gafas me mostraron un brillo suave, como de luz de luna, que penetraba en la habitación. Había una puerta abierta en la pared de la celda. Tenía forma de losange, con el umbral a unas seis pulgadas del suelo, y cortaba una de las falsas ventanas.

Me puse en pie, me encajé la camisa —me había acostumbrado a dormir utilizándola como almohada— y atravesé el quicio. La respiración suave aumentó de volumen y —superpuesta a ella, como el sonido de un arroyo en la brisa— oí una voz líquida: ¡un sonido casi humano, una voz que reconocí al instante!

La puerta llevaba a otra cámara, de igual tamaño y forma que la mía. Pero allí no había falsas ventanas, ni torpes intentos de decoración, ni arena en el suelo; en su lugar, las paredes estaban desnudas, de un color gris metálico apagado, y había varias ventanas, cubiertas; y una puerta con manilla. No había muebles, y en la habitación dominaba un único artefacto inmenso: era la máquina piramidal (o una idéntica) que había visto por última vez cuando comenzó a caminar sobre mi cuerpo. Ya he dicho que tenía la altura de un hombre y una base en proporción; la superficie visible era metálica, pero de una estructura cambiante y compleja. Si imaginan una forma piramidal de seis pies de alto cubierta por un montón difuso de hormigas metálicas, entonces tendrán la esencia del artefacto.

Pero aquella monstruosidad apenas me llamó la atención; porque de pie ante ella, y parecía que mirando el interior de la pirámide con algún tipo de dispositivo ocular, estaba Nebogipfel.

Me eché adelante, y extendí los brazos con placer. Pero el Morlock se limitó a quedarse de pie, paciente, y no reaccionó ante mi presencia.

—Nebogipfel —dije—, no sabes lo feliz que me siento de haberte encontrado. Creía que me volvería loco, ¡loco de soledad!

Vi que uno de sus ojos —el dañado— estaba cubierto por un dispositivo ocular; el tubo se extendía hacia la pirámide, mezclándose con el cuerpo del objeto, y el conjunto se movía con el minúsculo movimiento como de hormigas que caracterizaba a la pirámide. Lo miré con algo de repulsión, porque no me gustaría que me hubiesen colocado un dispositivo así en mi ojo.

El otro ojo desnudo de Nebogipfel, grande y rojo grisáceo, giró hacia mí.

—De hecho, fui yo el que te encontró a ti, y pedí verte. Y cualquiera que sea tu estado mental, al menos veo que estás bien —dijo—. ¿Las partes congeladas, cómo van?

Me quedé confundido.

—¿Qué partes congeladas? —Me palpé la piel, pero sabía muy bien que estaba ileso.

—Entonces han hecho un buen trabajo —dijo Nebogipfel.

—¿Quiénes?

—Los Constructores Universales.

Con eso supuse que se refería a la máquina piramidal y a sus primos.

Noté lo recto de su postura y lo bien peinado que llevaba el pelo. Comprendí que bajo aquella luz lunar no necesitaba gafas, como las necesitaba yo, para poder ver; estaba claro que las habitaciones se habían diseñado con sus necesidades en mente más que las mías.

—Tienes buen aspecto, Morlock —dije entusiasta—. Tienes la pierna recta, y el brazo también.

—Los Constructores se las han arreglado para reparar la mayoría de mis heridas. Francamente, ahora estoy tan bien como cuando subí por primera vez a tu Máquina del Tiempo.

—Todo menos el ojo —dije con pena, porque me refería al ojo que había destrozado con mi miedo y furia—. Supongo que esos Constructores tuyos no pudieron salvarlo.

—¿Mi ojo? —Parecía sorprendido. Separó su cara del aparato acular; el tubo se separó del rostro con un ruido suave y orgánico, y se metió en el interior metálico de la pirámide—. En absoluto —dijo—. Elegí que me lo reconstruyesen de esta forma. Tiene ciertas ventajas, aunque admito que tuve dificultades para explicar mis deseos a los Constructores…

Se volvió hacia mí. La cuenca era un agujero vacío. Los restos del ojo habían sido extraídos, y parecía como si hubiesen abierto el hueso y profundizado el hueco. En la cuenca brillaba un metal húmedo y tembloroso.