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CONFINAMIENTO

Abrí los ojos, o más bien tuve la sensación de que retiraban mis párpados, o que me los cortaban. Mi vista estaba borrosa, mi visión del mundo refractada; me pregunté si mis globos oculares estaban helados, quizá congelados por completo. Fijé la vista en un punto al azar en el cielo sin estrellas; en la periferia de la visión vi rastros de verde —¿quizá la Luna?—, pero no podía volverme para mirar.

No respiraba. ¡Es fácil decirlo, pero es difícil expresar la ferocidad de ese descubrimiento! Me sentí como si me hubiesen sacado de mi cuerpo; no sentía ninguno de los ruidos mecánicos —el sonido de la respiración y el corazón, el millón de pequeños dolores musculares— que forman, sigilosos, la superficie de nuestras vidas humanas. Era como si todo mi ser, toda mi identidad, se hubiese reducido a aquella mirada fija.

Deberías sentir miedo, pensé; debería haber luchado por respirar, como si me ahogase. Pero no tenía esas necesidades: me sentía adormilado, como en un sueño, como si me hubiesen transformado en un espíritu.

Fue la falta de terror, creo, lo que me convenció de que estaba muerto.

Ahora una forma se movía encima de mí, interponiéndose entre el cielo y la línea de mi mirada. Era más o menos piramidal, sin contornos claros; era como una montaña, todo en sombras, flotando encima de mí.

Por supuesto, reconocí aquella aparición: era la cosa que se había plantado frente a mí cuando yacíamos en el hielo. Ahora la máquina —porque eso pensé que era— se acercó a mí. Se desplazaba con un extraño movimiento fluido; si piensan en la arena de un reloj de arena al caer en un movimiento compuesto de granos al girarlo, tendrán una idea del efecto. Vi, en el límite de la visión, que los bordes difusos de la base de la máquina se movían sobre mi pecho y estómago. Entonces sentí una serie de picaduras —pequeños zarpazos— en el pecho y la barriga.

¡La sensibilidad había vuelto! Y con la rapidez de un disparo de rifle. Sentí unos arañazos débiles contra la piel del pecho, como si cortasen tela y la doblasen. Los pinchazos se hicieron más profundos; era como si pequeños palpos de insecto llegasen hasta el interior de la piel, infestándome. Sentí dolor, un millón de pequeños pinchazos de aguja penetrando en mi interior.

Nada de muerte. ¡Vaya con la incorporeidad! Y al comprender que seguía existiendo, volvió el miedo, instantáneamente, ¡y en un torrente brutal de productos químicos que corrían agitados por mi interior!

Ahora, la imponente sombra de la criatura montaña, desenfocada y ominosa, avanzó aún más por mi cuerpo, hacia la cabeza. ¡Pronto estaría cubierto! Quería gritar, pero no podía sentir ni la boca, ni los labios, ni el cuello.

Nunca, en todos mis viajes, me he sentido tan indefenso como en aquella ocasión. Me sentí abierto, como una rana sobre una mesa de disección.

En aquel momento final, sentí que algo se movía sobre mi mano. Sentía en ella un frío indefinido, un roce de pelos: era la mano de Nebogipfel que sostenía la mía. Me pregunté si estaba tendido a mi lado, mientras se realizaba aquella horrorosa vivisección. Traté de cerrar los dedos, pero no podía mover ni un músculo.

La sombra piramidal me llegó a la cara, y el amigable trozo de cielo quedó oscurecido. Sentí agujas que se me clavaban en el cuello, mejillas, barbilla y frente. Sentí un pinchazo —un picor insoportable— en la superficie de los ojos. Deseé desviar la mirada, cerrar los ojos; pero no podía: ¡era la tortura más exquisita que puedo imaginar!

Entonces, con aquel fuego intenso que penetraba incluso en mis globos oculares, mi último eslabón de conciencia se rompió.

Cuando desperté, el retorno no tuvo ninguno de los atributos de pesadilla de la primera vez. Desperté al mundo a través de una capa de sueños bañados por el sol: navegaba por visiones fragmentarias de arena, bosques y océanos; gusté una vez más bivalvos salados y duros; y yací con Hilary Bond en el calor y la oscuridad.

Así, lentamente, me llegó el despertar.

Yacía sobre una superficie dura. Mi espalda, que respondía con una punzada cuando intentaba moverme, era muy real; como lo eran las piernas abiertas, los brazos y los dedos, el ruido mecánico del aire por los agujeros de la nariz y el pulso de la sangre en las venas. Yacía en la oscuridad —completa y absoluta—, pero aquel hecho, que antes me hubiese aterrorizado, ahora me parecía accesorio, porque de nuevo estaba vivo, rodeado por el murmullo mecánico de mi cuerpo. ¡Sentí alivio, puro e intenso, y dejé escapar un grito de alegría!

Me senté. Cuando puse las manos en el suelo encontré allí partículas gruesas, como si una capa de arena cubriese una superficie más dura. Aunque sólo llevaba la camisa, los pantalones y las botas sentía calor. Seguía en la más completa oscuridad; pero los ecos de aquel grito tonto regresaron a mis oídos y tuve la sensación de estar en un lugar cerrado.

Volví la cabeza de un lado a otro buscando una ventana o puerta; pero fue inútil. Sin embargo, percibí una presión en la cabeza —algo sujeto a la nariz— y cuando levanté las manos para investigar encontré allí una gafas pesadas en las que el vidrio formaba una sola pieza con la montura.

Probé aquel dispositivo… y la habitación se llenó de luz brillante.

Al principio me deslumbró, y cerré los ojos todo lo que pude. Me quité las gafas y descubrí que la luz desaparecía dejándome nuevamente en las tinieblas. Y cuando me volví a colocar las gafas, la luz regresó.

No fue un gran esfuerzo para mi ingenio entender que la oscuridad era la realidad; y que la luz era producida para mí por las gafas, que había activado sin querer. Aquellas lentes eran equivalentes a las gafas de Nebogipfel, que el pobre Morlock había perdido en la tormenta del Paleoceno.

Los ojos se ajustaron a la oscuridad; me puse en pie y me investigué. Estaba entero y parecía sano; no pude encontrar en manos y brazos rastros de la acción difusa de la criatura piramidal sobre la piel. Sin embargo, noté una serie de marcas blancas en la tela de la camisa y pantalones; cuando las repasé con los dedos, encontré costuras onduladas, como si hubiesen intentado reparar las ropas de forma algo burda.

Me encontraba en una cámara de unos doce pies de ancho y otros tantos de alto; hasta aquel momento era la habitación más extraña que había visitado en todos mis viajes por el tiempo. Para imaginarla, deben comenzar con una habitación de hotel de finales del siglo diecinueve. Pero la habitación no tenía la estructura rectangular común en mi época; al contrario, era un cono redondo, algo similar a una tienda. No había puerta, ni mobiliario de ningún tipo. El suelo estaba recubierto de una capa uniforme de arena, en la que podía ver las marcas del lugar donde había dormido.

En las paredes había un papel chillón —un invento púrpura y abarrotado— y lo que parecían marcos de ventana flanqueados por cortinas gruesas. Pero los marcos no tenían vidrio sino paneles cubiertos por el mismo papel.

No había fuentes de luz en la habitación. En su lugar, un brillo difuso y continuo inundaba el aire, como la luz en un día nuboso. Ya me había convencido de que la luz que veía era producto de las gafas más que algo físico. El techo era una confusión barroca, decorado con pinturas increíbles. Aquí y allá en la cascada barroca podía distinguir fragmentos de formas humanas, pero tan confusos y distorsionados que no podía seguirlos: no era grotesco, sino más bien torpe y desorientado, como si el artista hubiese tenido la habilidad de un Miguel Ángel pero la visión de un niño retrasado. Y así era: ¡los elementos, supongo, de una habitación de hotel barata de mi época transformados por aquella peculiar geometría en un producto onírico!

Caminé un poco y las botas apretaron la arena. No encontré uniones en las paredes, ni rastros de puertas. En un lado de la habitación había un cubículo, de unos tres pies de lado, hecho de porcelana blanca. Cuando dejé la arena y entré en la plataforma de porcelana, inesperadamente salió vapor silbando de unos agujeros en las paredes. Me eché atrás, sorprendido, y los chorros se apagaron; el vapor bailaba alrededor de mi rostro.

Encontré una serie de tazones en la arena. Tenían el ancho de una mano y eran bajos, como platos. Algunos de los tazones contenían agua y los otros, trozos de comida: alimentos simples, como fruta, nueces, bayas y cosas por el estilo, pero nada que pudiese reconocer de inmediato. Sediento, vacié un par de tazones. Los encontré difíciles de manejar; al ser bajos, tenían tendencia a derramarme el contenido sobre la barbilla, y se parecían tanto a una taza, pensé, como los platos que uno utiliza para dar de beber al gato o al perro. Mordisqueé un poco de la comida; el sabor de la fruta era soso pero aceptable.

Al terminar tenía los dedos manchados, y miré a mi alrededor buscando un lavabo o un baño. Por supuesto, no los había; recurrí al contenido de otro de los tazones para lavarme, y me sequé la cara con una esquina de la camisa.

Probé las ventanas falsas, y salté sin éxito intentado alcanzar el techo; la superficie de paredes y suelo era tan suave como la de un huevo pero irrompible. Cavé en la arena y descubrí que llegaba hasta unas nueve pulgadas de profundidad; debajo había un mosaico de fragmentos de colores brillantes, como de estilo romano, pero, al igual que el techo, el mosaico no representaba ningún retrato o escena que pudiese reconocer, sino que era más bien un conjunto inconexo de diseños.

Estaba solo, y no venía ningún sonido de más allá de las paredes: de hecho, no había sonidos en mi universo, exceptuando el ruido de mi propia respiración, los latidos de mi corazón, ¡los mismo sonidos a los que había dado la bienvenida con tanto vigor poco antes!

Después de un rato, ciertas necesidades humanas se manifestaron. Resistí aquellas presiones todo lo que pude, pero al final me vi obligado a cavar hoyos en la arena para hacer mis necesidades.

A1 cubrir uno de aquellos hoyos sentí una vergüenza extraordinaria. ¡Me pregunté qué pensarían los viajeros estelares de aquel lejano 1891 de semejante representación!

Cuando me cansé, me senté en la arena con la espalda contra la pared. Al principio me dejé las gafas puestas, pero la iluminación era demasiado brillante para descansar, por lo que me las quité y las tuve en la mano mientras dormía.

Así comenzó mi estancia en aquella extraña habitación. Al desvanecerse mis temores iniciales, me asaltó un impaciente aburrimiento. Estaba prisionero de forma similar a mi estancia en la Prisión de Luz de los Morlocks, y había salido de allí sin deseos de repetir la experiencia. Llegué a sentir que cualquier cosa, incluso un peligro, sería preferible a permanecer en aquella prisión aburrida y sin sentido. Mi exilio en el Paleoceno —a cincuenta millones de años del periódico más cercano— creo que me había curado del impulso hacia la lectura; pero aun así, en ocasiones creí que me volvería loco por falta de alguien con quien hablar.

Los tazones de agua y comida se rellenaban cada vez que dormía. Nunca descubrí el mecanismo que lo permitía. No encontré señales de una máquina similar a la de los Morlocks; pero tampoco vi que rellenase los tazones alguien parecido a un mayordomo. En una ocasión, para experimentar, dormí con un tazón enterrado bajo el cuerpo. Cuando me levanté, descubrí que volvía a estar lleno de agua, como si de un milagro se tratase.

Llegué a la conclusión preliminar de que, por algún medio, una máquina sutil construía el contenido en los mismos tazones, ya sea a partir de sustancias en los tazones o tomando materiales del aire. Pensé —¡aunque no deseaba seguir investigando!— que mis desechos enterrados eran desmantelados por el mismo mecanismo discreto. Era una imagen extraña y no muy agradable.