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ABANDONO Y LLEGADA

No sé cuánto tiempo estuvimos tendidos allí, encogidos en la base del coche del tiempo, aferrándonos a lo que nos quedaba de calor corporal.

Suponía que éramos el único fragmento de vida que quedaba en el planeta, exceptuando, quizás, algún liquen resistente que colgaba de alguna roca congelada.

Me acerqué más a Nebogipfel y seguí hablándole.

—Déjame dormir —susurró.

—No —respondí, tan contundente como pude—. Los Morlocks no duermen.

—Yo sí. He pasado demasiado tiempo cerca de los humanos.

—Si duermes, morirás… Nebogipfel. Creo que debemos detener el coche.

Guardó silencio durante un rato.

—¿Por qué?

—Debemos regresar al Paleoceno. La Tierra está muerta, atrapada en el dominio de este terrible invierno, por lo que debemos regresar a un pasado más habitable.

—Es una buena idea… —tosió— exceptuando el detalle de que es imposible. No pude diseñar controles complejos para esta máquina.

—¿Qué dices?

—Que este coche del tiempo es básicamente balístico. Podía apuntar al pasado o al futuro, y durante un periodo de tiempo especificado; llegaremos a 1891 de esta historia, o a sus alrededores. Una vez apuntado y lanzado, no tengo control sobre la trayectoria.

»¿Entiendes? El coche sigue un camino en el tiempo determinado por las condiciones iniciales y la fuerza de la plattnerita alemana. Nos detendremos en 1891 —un 1891 helado— y no antes…

Sentí que se reducían mis temblores, pero no porque me sintiese más a gusto, sino porque, comprendí, mis propias fuerzas estaban comenzado a quedar exhaustas.

Pero quizás aquél no fuese el final, pensé: si el planeta no había sido abandonado —si los hombres fuesen a reconstruir la Tierra— quizás encontrásemos un clima que pudiéramos habitar.

—¿Y el hombre? ¿Qué hay del hombre? —azucé a Nebogipfel.

Gruñó y giró los ojos cubiertos.

—¿Cómo podría sobrevivir la humanidad? El hombre ha abandonado el planeta o se ha extinguido por completo…

—¿Abandonado la Tierra? ¡Ni siquiera los Morlocks, con vuestra Esfera alrededor del Sol, llegasteis a tanto!

Me alejé de él y me levanté apoyado en los hombros para poder ver fuera del coche del tiempo, hacia el sur. Porque era desde allí —ahora estaba seguro—, de la dirección de la Ciudad Orbital, de donde vendría cualquier esperanza.

Pero lo que vi a continuación me llenó de un miedo terrible.

El cinturón alrededor de la Tierra seguía en su lugar, las uniones entre las estaciones brillantes eran tan luminosas como siempre, pero vi que las líneas que habían anclado la ciudad al planeta habían desaparecido. Mientras me había ocupado del Morlock, los habitantes orbitales habían desmantelado los Ascensores, eliminando así su unión umbilical con la Madre Tierra.

A continuación, una luz brillante se encendió en varias de las estaciones. El resplandor se reflejó en la superficie de hielo de la Tierra, como una ristra de soles en miniatura. El anillo de metal se desplazó de su posición en el ecuador. A1 principio, esa migración era lenta; pero entonces la ciudad pareció girar sobre un eje —encendida, como una espiral de fuegos artificiales— hasta que se movió con tanta rapidez que no podía distinguir las estaciones individuales.

Luego se fue, desplazándose lejos de la Tierra hasta la invisibilidad.

El simbolismo de ese abandono era sobrecogedor y, sin el fuego de los grandes motores, la capa de hielo de la Tierra abandonada parecía más fría y más gris que antes.

Me eché en el coche.

—Es cierto —le dije a Nebogipfel.

—¿El qué?

—Que han abandonado la Tierra, la Ciudad Orbital se ha soltado y se ha ido. La historia del planeta ha terminado, Nebogipfel… ¡y también, me temo, la nuestra!

A pesar de todos mis esfuerzos, Nebogipfel cayó inconsciente, y después de un tiempo, yo no tenía fuerzas para seguir. Me acurruqué junto al Morlock, intentando proteger su cuerpo húmedo de lo peor del frío, aunque me temo que sin demasiado éxito. Sabía que, debido a nuestra velocidad por el tiempo, nuestro viaje no duraría más de treinta horas en total, ¿pero qué sucedería si la plattnerita alemana o el diseño de Nebogipfel estaban mal? Podría quedar atrapado, congelándome lentamente, en aquella dimensión atenuada para siempre, o saltar en cualquier momento al hielo eterno.

Creo que me dormí… o me desmayé.

Creí ver al Observador —la gran cabeza ancha— flotando frente a mis ojos, y más allá de su carcasa sin miembros podía ver las elusivas estrellas teñidas de verde. Intenté coger las estrellas, porque me parecían muy brillantes y cálidas; pero no podía moverme —quizá lo soñé todo— y luego el Observador desapareció.

Finalmente, con un bandazo, la potencia de la plattnerita se agotó, y el coche cayó nuevamente en la historia.

El brillo perlífero del cielo desapareció, y la luz pálida del Sol se apagó, como si le hubiesen dado a un interruptor: me encontré en las tinieblas.

Los restos de nuestro calor del Paleoceno se perdieron en el cielo. El hielo me agarró la carne —parecía que me quemaba— y no podía respirar, aunque no sabía si era por el frío o por la contaminación del aire, y sentía una gran presión en el pecho, como si me ahogase.

Sabía que no estaría consciente muchos segundos más. Decidí que al menos, antes de morir, vería aquel 1891 tan diferente de mi propio mundo. Puse los brazos debajo —ya no sentía las manos— y empujé hasta quedar medio sentado.

La Tierra yacía bajo una luz plateada, como la luz de la Luna (o al menos eso pensé al principio). El coche del tiempo estaba, como si fuese un juguete roto, en medio de una planicie de hielo antiguo. Era de noche y no había estrellas —al principio pensé que debía de haber nubes—, pero luego vi, en lo más bajo del horizonte, un trozo de Luna, y no podía entender la ausencia de estrellas; me pregunté si el frío había dañado mis ojos. El mundo hermano todavía era verde y sentí alegría: quizá todavía viviese gente allí. ¡Cuán brillante debía de ser la Tierra helada en el cielo de aquel mundo joven! Cerca del borde de la Luna brillaba una luz: no era una estrella, porque estaba demasiado cerca, quizá fuese el reflejo del Sol en un lago lunar.

Una parte de mi cerebro me obligó a preguntar por el origen de la luz plateada, porque ahora se reflejaba en la escarcha que se acumulaba en la estructura del coche del tiempo. Si la Luna seguía siendo verde, no podía ser la fuente de ese brillo élfico. ¿Qué entonces?

Con mis últimas fuerzas giré la cabeza. Y allí, en el cielo sin estrellas por encima de mi cabeza, había un disco brillante; una gasa titilante, como tejida con telas de araña, de una docena de veces el tamaño de la Luna llena.

Y, tras el coche del tiempo, aguardando pacientemente en la planicie de hielo…

No podía verlo bien; me pregunté si no me estarían fallando los ojos. Era una forma piramidal, de la altura de un hombre, pero las líneas eran difusas, como si estuviesen eternamente en movimiento.

—¿Estás vivo? —quise preguntarle a la terrible visión. Pero mi garganta estaba cerrada, mi voz congelada, y no pude plantear más preguntas.

La oscuridad se cerró a mi alrededor, y el frío retrocedió al fin.