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INESTABILIDADES

El fuego devorador nos tragó durante una fracción de segundo. Un nuevo calor —insoportable— recorrió el coche del tiempo, y grité. Pero, afortunadamente, el calor se retiró tan pronto como se apagó el incendio de la ciudad.

En aquel instante de fuego, la antigua ciudad desapareció. Primer Londres desapareció de la superficie de la Tierra, y lo que quedó fueron unos pocos salientes de cenizas y ladrillos fundidos; y aquí y allá rastros de cimientos. El suelo desnudo fue pronto colonizado por los atareados procesos de la vida —una lenta vegetación cubrió las colinas y las praderas, y árboles enanos se apresuraron a seguir su ciclo en la orilla de mar—, pero el avance de esa nueva ola de vida era lento. Parecía condenada a una existencia atrofiada; porque una niebla perlífera lo cubría todo, oscureciendo el brillo paciente de la Ciudad Orbital.

—Así que Primer Londres ha quedado destruido —dije maravillado—. ¿Crees que hubo una guerra? El fuego debió de haber durado décadas, hasta que no quedó nada más que quemar.

—No fue una guerra —dijo Nebogipfel—. Pero creo que fue una catástrofe provocada por el hombre.

Ahora vi la cosa más extraña. Lo nuevos árboles dispersos morían, pero no se marchitaban siguiendo su ciclo, como los dipterocarpos que había visto antes. Más bien, los árboles se incendiaban —ardían como inmensas cerillas— y todos desaparecieron en un instante. Vi también que una gran quemadura se extendió por la hierba y arbustos, un ennegrecimiento que persistía durante las estaciones, hasta que ya no creció más hierba, y la tierra quedó desnuda y oscura.

Encima, las nubes perlíferas se hacían más gruesas y la bandas del Sol y la Luna quedaron oscurecidas.

—Creo que esas nubes son de cenizas —le dije a Nebogipfel—. Parece que la Tierra arde… Nebogipfel, ¿qué pasa?

—Es como temía —dijo—. Tus amigos derrochadores… esos nuevos humanos…

—¿Sí?

—Con su intromisión y descuido, han destruido el equilibrio vital del clima del planeta.

Temblé, porque hacía frío: era como si el calor se escapase del mundo por un desagüe intangible. Al principio agradecí aquel alivio del calor ardiente; pero aquel frío pronto se hizo insoportable.

—Atravesamos una fase de exceso de oxígeno, de una mayor presión atmosférica —dijo Nebogipfel—. Los edificios, plantas y hierbas, incluso la madera húmeda, arden espontáneamente en tales condiciones. Pero no durará mucho. Es una transición a un nuevo equilibro… Es una inestabilidad:

La temperatura caía en picado —el área adoptó el aspecto de un noviembre frío— y me apreté la camisa más cerca del cuerpo. Tuve la breve impresión de un parpadeo blanco —era la aparición estacional de la nieve y hielo de invierno— y luego el hielo y el permafrost se asentaban sobre la tierra, sin tener en cuenta las estaciones, formando una superficie dura de un blanco grisáceo que parecía permanente.

La Tierra quedó transformada. A1 oeste, al norte y al sur, los contornos de la tierra quedaban ocultos por la capa de hielo y nieve. Al este, el viejo mar del Paleoceno había retrocedido varias millas; podía ver hielo en la playa, y —lejos al norte— un blanco reflejo fijo que indicaba la presencia de icebergs. El aire estaba claro, y una vez más pude ver el Sol y la verde Luna subiendo por el cielo, pero ahora el aire tenía ese color perlífero que se asocia con lo más profundo del invierno, justo antes de una nevada.

Nebogipfel se había inclinado sobre sí mismo, con las manos bajo los brazos y las piernas dobladas debajo. Cuando le toqué el hombro, la carne estaba helada. Era como si su esencia se hubiese retirado a lo más profundo de su cuerpo. Los pelos de la cara y pecho se habían cerrado sobre sí mismos, como las plumas de un pájaro. Sentí culpa por sus problemas, porque consideraba las heridas de Nebogipfel como mi responsabilidad, ya sea directa o indirectamente.

—Venga, Nebogipfel. Ya hemos pasado antes por periodos glaciares, fueron mucho peores que éste, y sobrevivimos. Atravesamos un milenio cada pocos segundos. Pronto pasaremos esto y volveremos a salir a la luz del Sol.

—No lo entiendes —susurró.

—¿Qué?

—Esto no es simplemente una Época Glacial. ¿No lo entiendes? Esto es cualitativamente diferente… la inestabilidad… —Cerró los ojos de nuevo.

—¿Qué quieres decir? ¿Va a durar mucho más que antes? ¿Cien mil años, medio millón? ¿Cuánto?

Pero no contestó.

Puse los brazos a mi alrededor e intenté mantenerme caliente. Las garras del frío se hundieron más profundamente en la piel de la Tierra, y aumentó el grosor del hielo, siglo tras siglo, como una marea que subiese lentamente. El cielo parecía despejarse —la luz de la banda solar parecía brillante y dura, aunque aparentemente sin calor— y supuse que el daño provocado a la delgada capa de gases vitales se estaba reparando con lentitud, ahora que el hombre ya no era una fuerza sobre la Tierra.

Aquella Ciudad Orbital todavía colgaba, brillante e inaccesible, en el cielo sobre la tierra helada, pero no había rastros de vida en la Tierra, y todavía menos de la humanidad.

¡Después de algunos millones de años de aquello empecé a sospechar la verdad!

—Nebogipfel —dije—. No va a acabar nunca… esta Edad de Hielo, ¿no?

Giró la cabeza y murmuró algo.

—¿Qué? —Acerqué el oído a su boca—. ¿Qué has dicho?

Sus ojos se habían cerrado y estaba insensible.

Agarré a Nebogipfel y lo levanté del banco. Lo deposité en el suelo de madera del coche del tiempo, luego me tendí a su lado y apreté; mi cuerpo contra el suyo. No estaba muy cómodo: el Morlock era como un frío trozo de carne contra el pecho, haciéndome sentir aún más frío; y tuve que luchar contra los restos de mi desprecio por la raza de los Morlocks. Pero lo soporté todo, porque esperaba que mi calor corporal lo mantuviese con vida un poco más. Le hablé, y le masajeé hombros y brazos; lo hice hasta que despertó, porque creía que si le dejaba permanecer inconsciente se deslizaría sin saberlo hasta la muerte.

—Explícame esa inestabilidad climática tuya —dije.

Giró la cabeza y murmuró:

—¿Qué sentido tendría? Tus amigos nuevos humanos nos han matado…

—El sentido es que me gustaría saber qué me está matando.

Después de algo más de persuasión, el Morlock se rindió.

Me dijo que la atmósfera de la Tierra era algo dinámico. La atmósfera sólo poseía dos estados estables naturales, dijo Nebogipfel, y ninguno de los dos podía sostener vida; y el aire, si se le alteraba demasiado, caería en cualquiera de esos estados, lejos de la estrecha banda de condiciones adecuadas para la vida.

—Pero no entiendo. ¿Si la atmósfera es una mezcla inestable como sugieres, cómo es que el aire se las ha arreglado para mantenernos, como ha hecho, durante muchos millones de años?

Me dijo que la acción de la vida misma había alterado ampliamente la evolución de la atmósfera.

—Hay un equilibrio de gases atmosféricos, temperatura y presión, que es ideal para la vida. Por lo tanto la vida actúa, en grandes ciclos inconscientes, implicando miles de millones de organismos, para mantener el equilibrio.

»Pero el equilibrio es inherentemente inestable. ¿Entiendes? Es como un lápiz que se apoya sobre la punta: ese sistema se caerá con la más pequeña alteración. —Giró la cabeza—. Aprendimos que era arriesgado jugar con los ciclos de la vida, nosotros los Morlocks; aprendimos que si eliges alterar los distintos mecanismos que mantienen la estabilidad atmosférica, entonces deben ser reparados o remplazados. ¡Qué pena —dijo con dificultad— que los nuevos humanos, esos héroes tuyos capaces de viajar a las estrellas, no hayan aprendido lecciones tan simples como ésa!

—Explícame lo de las dos estabilidades, Morlock; ¡porque me parece que vamos a visitar una o la otra!

En el primero de los estados estables letales, dijo Nebogipfel, la superficie de la Tierra ardería: la atmósfera se haría tan opaca como las nubes sobre Venus, y se convertiría en una trampa de calor. Tales nubes, de millas de ancho, impedirían el paso de la mayor parte de la luz del Sol, dejando sólo un pálido brillo rojizo; desde la superficie no podría verse el Sol, ni los planetas o las estrellas. Los rayos brillarían continuamente en la lóbrega atmósfera, y la superficie estaría al rojo vivo: desprovista por completo de vida.

—Ésa es una posibilidad —dije, intentado evitar mis estremecimientos—, pero comparado con este maldito frío, suena como un club de vacaciones… ¿Y el segundo de los estados estables?

—La Tierra Blanca.

Cerró los ojos, y no me habló más.