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LUCES EN EL CIELO

Lo último que vi fueron dos personas —hombre y mujer, desnudos— que parecían precipitarse por la playa. Una sombra cayó brevemente sobre el coche, quizá producida por alguno de los inmensos animales de aquella época; pero pronto nos movíamos demasiado rápido para distinguir esos detalles, y caímos en el tumulto incoloro del viaje en el tiempo.

El Sol pesado del Paleoceno saltó por encima del mar, e imaginé que desde el punto de vista de nuestro movimiento en el tiempo la Tierra giraba alrededor de su eje como una peonza y corría veloz como un cohete alrededor de su estrella. La Luna también era visible como un disco apresurado, ensombrecido por el parpadeo de sus fases. El camino diario del Sol se transformó en una banda de luz argentina que cabeceaba limitada por los equinoccios, y el día y la noche se fundieron en el brillo azul grisáceo del que ya he hablado.

Los dipterocarpos temblaban por el crecimiento y la muerte, y debían hacerse a un lado por el brote de plantas más jóvenes; pero la escena que nos rodeaba —el bosque, el mar suavizado por nuestro movimiento en el tiempo hasta convertirlo en una planicie cristalina— permaneció esencialmente estático, y me pregunté si, a pesar de todos los esfuerzos de Nebogipfel y míos, el hombre no había podido sobrevivir en el Paleoceno.

Entonces, inesperadamente, el bosque murió y desapareció. Era como si hubiesen retirado del suelo la manta de vegetación. Pero la tierra no estaba desnuda; tan pronto como desapareció el bosque, una confusión de marrones y grises cuadriculados —los edificios de Primer Londres en expansión— cubrió el paisaje. Los edificios fluían sobre las colinas desnudas hasta el mar, para convertirse allí en muelles y puertos. Las construcciones individuales se estremecían y morían, casi demasiado rápido para que pudiésemos seguirlas, aunque una o dos persistieron, lo suficiente —supongo que varios siglos para hacerse casi opacas, como modelos toscos. El mar perdió su color azul y mutó a una capa de gris sucio, con las olas difusas por nuestro viaje; el aire parecía estar teñido de marrón, como la niebla del Londres de 1891, lo que daba a la escena un brillo crepuscular sucio, y el aire parecía más cálido.

Era sorprendente que a medida que los siglos quedaban atrás, sin que importase el destino de los edificios individuales, la forma general de la ciudad seguía siendo la misma. Podía ver la banda del río central —el proto-Támesis— y las cicatrices de las rutas principales permanecían, en su aspecto esencial, inalteradas por el tiempo; era una perfecta demostración de cómo la geomorfología, la forma del paisaje, domina la geografía humana.

—Está claro que los colonos han sobrevivido —le dije a Nebogipfel—. Se han convertido en una raza de nuevos humanos, y rehacen su mundo.

—Sí. —Se ajustó la máscara—. Pero recuerda que viajamos a varios siglos por segundo; estamos en medio de una ciudad que ha existido durante miles de años. Dudo que quede demasiado del Primer Londres que vimos fundar.

Miré a mi alrededor lleno de curiosidad. En esos momentos, la pequeña banda de exiliados debía de estar tan lejos de aquellos nuevos humanos como los sumerios de, digamos, 1891. ¿Quedarían recuerdos, en toda aquella amplia y bulliciosa civilización, de los frágiles orígenes de la especie humana en aquel periodo remoto?

Percibí un cambio en el cielo: la luz adoptó un parpadeo verdoso. Pronto comprendí que era la Luna, que todavía navegaba alrededor de la Tierra, fundiéndose alrededor de su ciclo con demasiada rapidez, pero el rostro de la paciente acompañante estaba manchado de verde y azul, los colores de la Tierra y de la vida.

¡Una Luna como la Tierra y habitada! Estaba claro que la nueva humanidad había viajado al mundo hermano en máquinas espaciales, para transformarlo y colonizarlo. ¡Quizás existía ahora una raza de hombres lunares, tan altos y larguiruchos como los Morlocks de baja gravedad que había encontrado en el año 657.208! Por supuesto, no podía distinguir ningún detalle por el giro completo de un mes de la Luna por el cielo acelerado; y lo lamenté mucho, porque me hubiese encantado haber tenido un telescopio para ver las aguas de aquellos nuevos océanos golpear aquellos cráteres profundos y antiguos, y los bosques que se extendían por el polvo de los grandes mares. ¿Cómo sería estar en aquellas praderas rocosas, separado del lazo de la Tierra? Con cada paso en aquella gravedad menguada saldrías volando por el aire frío, con el Sol feroz e inmóvil sobre la cabeza; sería como un paisaje onírico, pensé, con todo ese brillo, y plantas menos parecidas a la flora terrestre que las cosas que había imaginado entre las rocas del fondo del mar… Bien, aquéllas eran vistas que jamás contemplaría. Con esfuerzo, dejé de hacer supuestos sobre la Luna, y centré mi atención en la situación.

Ahora había movimiento en el cielo occidental, en lo más bajo del horizonte: luces breves se encendían, lanzadas frente al cielo, y colocadas en su lugar, donde permanecían durante largos milenios, antes de apagarse y ser remplazadas por otras. Pronto hubo una multitud de aquellas chispas, y se fundieron en un puente, que cruzaba el cielo de horizonte a horizonte; en su mejor momento, conté varias docenas de luces en aquella ciudad del cielo.

Se las señalé a Nebogipfel.

—¿Son estrellas?

—No —dijo ecuánime—. La Tierra todavía gira, y las verdaderas estrellas deben ser demasiado oscuras para ser visibles. Las luces que vemos cuelgan en una posición fija sobre la Tierra…

—¿Entonces qué son? ¿Lunas artificiales?

—Quizá. Ciertamente son los hombres quienes las han colocado ahí. Los objetos puede que sean artificiales, construidos con materiales tomados de la Tierra, o de la Luna, ya que su pozo gravitatorio es menor. O puede que sean objetos naturales llevados a ese lugar alrededor de la Tierra por medio de cohetes: quizá cometas o asteroides capturados.

¡Contemplé aquellas luces alborotadas con la misma fascinación con que cualquier cavernícola hubiese mirado la luz de un cometa que pasase por encima de su cabeza!

—¿Cuál será el propósito de tales estaciones espaciales?

—Ese satélite es como una torre, fija sobre la Tierra, de veinte mil millas de alto…

Sonreí.

—¡Qué vista! Se podría uno sentar en ella y admirar la evolución del clima sobre un hemisferio.

»O la estación podría servir para transmitir mensajes telegráficos de un continente a otro. O, más radical, uno podría imaginar la transferencia de grandes industrias, manufactura pesada, o la generación de energía, a la seguridad relativa de la órbita alta.

Abrió las manos.

—Puedes observar por ti mismo la degradación del aire y el agua a nuestro alrededor. La Tierra tiene una capacidad limitada para absorber los productos de desecho de la industria, y con el desarrollo suficiente, el planeta podría hacerse inhabitable.

»Sin embargo, en órbita, los límites al crecimientos son virtualmente infinitos: piensa en la Esfera construida por mi propia especie.

La temperatura siguió subiendo, y el aire se hacía más irrespirable. El coche del tiempo improvisado por Nebogipfel era funcional, pero estaba pobremente equilibrado, y se agitaba y movía; me agarré sufriendo al banco, ya que la combinación de calor y movimiento y el vértigo normal del viaje en el tiempo me producían náuseas.