Un día, Hilary Bond anunció que faltaba una semana para el aniversario del bombardeo y que se prepararía una fiesta para celebrar la fundación de la villa.
Los colonos se entusiasmaron con ese plan, y pronto los preparativos estuvieron muy avanzadas. Se decoró el salón con lianas e inmensas guirnaldas recogidas en el bosque, y se hicieron preparativos para matar y cocinar uno de los preciados Diatryma de la colonia.
Yo, por mi parte, busqué embudos y trozos de tubos y, en la intimidad del cobertizo, comencé algunos experimentos propios. Los colonos sentían curiosidad, y me vi obligado a dormir en el cobertizo para mantener el secreto de mi aparato improvisado. Había decidido que ya era hora de hacer un buen uso de mis conocimientos científicos, ¡aunque fuese por una vez!
El día de la fiesta llegó. Nos reunimos en el salón bajo la luz brillante de la mañana, y todos parecían emocionados por la ocasión. Una vez más se limpiaron y vistieron los restos de los uniformes, y los pequeños se vistieron con los nuevos tejidos que Nebogipfel había inventado con un tipo de algodón local, teñidos de rojo brillante y púrpura con tintes vegetales. Recorría el grupo de gente buscando a mis amigos más íntimos y de pronto hubo un ruido de ramas rotas, y un bramido profundo y chirriante.
Se oyeron gritos.
—Pristichampus… ¡es un Pristichampus! Cuidado…
Y ciertamente el bramido era el característico de aquel inmenso cocodrilo de tierra. La gente corría, y yo busqué un arma, maldiciéndome por estar tan poco preparado.
Entonces otra voz, más amable y familiar flotó en el aire.
—¡Hola! No tengáis miedo… ¡mirad!
El pánico se calmó, y se oyeron risas.
El Pristichampus —un macho orgulloso— entró majestuoso en el espacio frente al salón. Nos echamos atrás para dejarle sitio, y sus grandes patas con pezuñas dejaron marcas en el arena… ¡y sobre la espalda, con una gran sonrisa y el pelo rubio flameando bajo la luz del sol, estaba Stubbins!
Me acerqué al cocodrilo. La piel escamosa olía a carne podrida, y uno dejos fríos ojos estaba clavado en mí, siguiéndome al moverme. Stubbins me sonrió de nuevo; sostenía en las manos riendas hechas con lianas trenzadas atadas alrededor de la cabeza del Pristichampus.
—Stubbins —dije—, esto sí que es un logro.
—Sí, bien, hemos usados los Diatryma para tirar de un arado, pero esta criatura es mucho más ágil. Incluso podríamos viajar durante millas… es mejor que un caballo…
—Aun así, ten cuidado —le aconsejé—. Stubbins, si más tarde te unes a mí…
—¿Sí?
—Puede que tenga una sorpresa para ti.
Stubbins tiró de la cabeza del Pristichampus. Le costó trabajo, pero se las arregló para que la bestia diese la vuelta. La gran criatura salió del claro y volvió al bosque; los músculos de las piernas funcionaban como pistones.
Nebogipfel se unió a mí, con la cabeza casi perdida bajo un gran sombrero de ala ancha.
—Es un gran logro —le dije—. Pero, ¿ves?, apenas puede controlarlo…
—Ganará —dijo Nebogipfel—. Los humanos siempre lo hacen. —Se acercó más a mí y su pellejo blanco brilló bajo la luz del sol de la mañana—. Escúchame.
Me sorprendió ese súbito susurro incongruente.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—He terminado mi construcción.
¿Qué construcción?
—Me voy mañana. Si quieres unirte a mí, serás bienvenido.
Se volvió y, sin hacer el más mínimo ruido, se adentró en el bosque; en un momento el blanco de su espalda se perdió entre la oscuridad de los árboles.
Yo me quedé allí de pie, con el sol dándome en el cuello, siguiendo con la mirada al enigmático Morlock; era como si el día hubiese quedado transformado; mi mente estaba en perfecta confusión, porque lo que quería decir estaba claro.
Una mano pesada se posó en mi espalda.
—Bien —dijo Stubbins—, ¿cuál es ese gran secreto tuyo?
Me volví a él, pero durante algunos segundos me fue difícil centrarme en su cara.
—Ven conmigo —dije al final, con todo el vigor y buen humor que pude reunir.
Unos minutos más tarde, Stubbins —y el resto de los colonos— levantaban cáscaras llenas hasta el borde con mi licor casero de leche de frutos.
El resto del día transcurrió en una deliciosa confusión. El licor resultó ser más que popular, ¡aunque por mi parte hubiese preferido haber podido improvisar una pipa llena de tabaco! Había mucho baile con el sonido de canciones inexpertas y manos palmeando que pretendía ser un tipo de música de 1944 que Stubbins llamaba «swing», de la que me hubiese gustado haber oído más. Hice que me cantasen The Land of the Leal, y ejecuté, con mi solemnidad habitual, uno de mis bailes improvisados, que causó gran admiración e hilaridad. El Diatryma se asó en una brocheta —la cocción llevó casi todo el día— y la tarde nos encontró tirados en la arena con platos repletos de suculenta carne.
Una vez que el sol se hundió por debajo de los árboles, la fiesta se apagó rápidamente; ya que la mayoría nos habíamos acostumbrado a una existencia de amanecer a crepúsculo. Dije buenas noches una última vez y me retiré a las ruinas de mi alambique improvisado. Me senté a la entrada del cobertizo bebiendo lo que quedaba del licor, y miré la sombra del bosque adentrarse en el mar del Paleoceno. Formas oscuras corrían por las aguas: rayas, o quizá tiburones.
Pensé en mi conversación con Nebogipfel, e intenté aceptar la decisión que debía tomar.
Después de un rato oí pasos suaves y desiguales en la arena.
Me volví. Era Hilary Bond —apenas podía ver su cara con la última luz del día— y, en cierta forma, no me sorprendió verla.
Sonrió.
—¿Puedo unirme a ti? ¿Te queda algo de ese alcohol ilegal tuyo?
Le indiqué con un gesto que se sentase a mi lado, y le pasé mi cáscara. La bebió con gracia.
—Ha sido un buen día —dijo.
—Gracias a ti.
—No. Gracias a todos nosotros. —Se acercó y me cogió la mano, sin avisar, y el roce de su piel fue una descarga eléctrica—. Quiero agradecerte todo lo que habéis hecho por nosotros. Tú y Nebogipfel.
—No hemos…
—Dudo que hubiésemos sobrevivido los primeros días sin vosotros. —Su voz, suave y baja, era sin embargo segura—. Y ahora, con todo lo que nos has mostrado, y todo lo que Nebogipfel nos ha enseñado… bien, creo que tenemos todas las posibilidades de edificar un nuevo mundo.
Sentí sus dedos largos y delicados en mi palma, y también podía sentir las cicatrices de las quemaduras.
—Gracias por el panegírico. Pero hablas como si nos fuésemos…
—Te vas —dijo—, ¿no?
—¿Conoces los planes de Nebogipfel?
Se encogió de hombros.
—En principio.
—Entonces sabes más que yo. Por ejemplo, si ha construido el coche del tiempo, ¿de dónde ha sacado la plattnerita? Los Juggernauts fueron destruidos.
—De los restos de die Zeitmaschine, por supuesto. —Parecía divertida—. ¿No pensaste en eso? —Hizo una pausa—. Y quieres ir con Nebogipfel, ¿no?
Agité la cabeza.
—No lo sé. Sabes, a veces me siento viejo, cansado, ¡como si ya hubiese visto bastante!
Demostró su despreció ante esa idea.
—Tonterías. Mira: tú lo empezaste… —Movió la mano—. Todo esto. El viaje en el tiempo y todos los cambios que ha producido. —Miró el plácido mar—. Y ahora, éste es el mayor cambio de todos, ¿no? —Movió la cabeza—. Tuve algunos tratos con los estrategas de la DGCron, y siempre me deprimía la pequeñez de las ideas de esos tipos. Ajustar el curso de una batalla aquí, asesinar a una figura de cuarto orden allá… Si tuviese una herramienta como un Vehículo de Desplazamiento Temporal, y si supiese que la historia puede ser alterada, como lo sabemos nosotros, ¿entonces te limitarías, deberías limitarte, a metas tontas como ésas? ¿Por qué limitarte a unas pocas décadas, y juguetear con la juventud de Bismarck o el Káiser, cuando se puede ir a millones de años en el pasado como hemos hecho nosotros? Ahora, nuestros hijos tendrán cincuenta millones de años para reconstruir el mundo… Vamos a rehacer la especie humana, ¿no? —Se volvió hacia mí— Pero tú todavía no has llegado al final de todo esto. ¿Cuál crees que es el cambio definitivo? ¿Se puede ir a la Creación y comenzar de nuevo desde allí? ¿Cuánto se puede cambiar?
Recordé a Gödel y sus sueños de un Mundo Final.
—No sé hasta dónde se puede llegar —dije con sinceridad—. Ni siquiera puedo imaginarlo.
Veía su rostro enorme frente a mí, y sus ojos eran dos pozos de oscuridad en el crepúsculo.
—Entonces —dijo—, debes ir a descubrirlo. ¿No? —Se acercó más y sentí que mi mano se cerraba alrededor de la suya, y su aliento cálido contra mi mejilla.
Sentí una rigidez, una reticencia que parecía dispuesta a superar aunque fuese haciendo uso de la voluntad. Le toqué el brazo, encontré carne quemada, y tembló, como si mis dedos fuesen de hielo. Pero luego cerró la mano alrededor de la mía y la apretó contra su brazo.
—Perdóname —dijo—. No es fácil para mí estar cerca de alguien.
—¿Por qué? ¿Por las responsabilidades de tu rango?
—No —dijo, y el tono de voz me hizo sentirme tanto y torpe—. Por la guerra. ¿Entiendes? Por todos los que ya no están… A veces es difícil dormir. Sufres ahora, no entonces, y eso es lo trágico para los que sobreviven. Sientes que no puedes olvidar y que está mal que sigas viviendo. Si rompes con los que hemos muerto / No dormiremos, aunque crezcan las amapolas / En el campo de Flanders…
Me acerqué más y ella se recostó en mí, una criatura frágil y herida.
En el último momento susurré:
—¿Por qué, Hilary? ¿Por qué ahora?
—La diversidad genética —dijo; su respiración se hacía menos profunda—. Diversidad genética…
Y pronto viajamos —no al fin de los tiempos— sino a los límites de nuestra humanidad, al lado del mar primigenio.
Cuando desperté, todavía era de noche y Hilary se había ido.
Llegué a nuestro viejo campamento a plena luz del día. Nebogipfel apenas me miró cuando entré; evidentemente estaba tan poco sorprendido por mi decisión como lo había estado Hilary.
El coche del tiempo estaba completo. Era una caja de cinco pies cuadrados, y a su alrededor vi fragmentos de un metal que me era desconocido: trozos, supuse, del Messerschmitt, recuperados por el Morlock. Había un banco, hecho con madera de dipterocarpo, y un pequeño panel de control —un conjunto primitivo de botones e interruptores— que incluía el botón azul que Nebogipfel había recuperado del primer coche del tiempo.
—Tengo algo de ropa para ti —dijo Nebogipfel. Sacó botas, una camisa y pantalones, todo en un razonable estado—. No creo que los colonos las echen de menos.
—Gracias. —Yo llevaba pantalones cortos hechos con piel de animales; me vestí con rapidez.
—¿Adónde quieres ir?
Me encogí de hombros.
—A casa. 1891.
Hizo una mueca.
—Está perdido en la multiplicidad.
—Lo sé. —Entré en la estructura—. Viajemos hacia delante, a ver qué encontramos.
Miré por última vez el mar del Paleoceno. Pensé en Stubbins y en el Diatryma domesticado, y en la luz del mar en la mañana. Y supe que allí había estado muy cerca de la felicidad, una satisfacción que me había eludido toda la vida. Pero Hilary tenía razón: no era suficiente.
Todavía sentía deseos del hogar; era una llamada que me llegaba por el río del tiempo, tan fuerte, pensaba, como el instinto que obliga a un salmón a volver a su lugar de nacimiento. Pero sabía, como había dicho Nebogipfel, que mi 1891, aquel mundo cómodo de Richmond Hill, se había perdido en la multiplicidad truncada.
Bien: si no podía volver a casa, decidí, seguiría adelante. ¡Seguiría la ruta de los cambios hasta que no pudiese continuar más adelante!
Nebogipfel me miró.
—¿Estás listo?
Pensé en Hilary. Pero no soy un hombre que tarde en despedirse.
—Estoy listo.
Nebogipfel subió también, primero con la pierna herida. Sin ceremonia, se acercó al panel y pulsó el interruptor azul.