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UN NUEVO ASENTAMIENTO

Cuatro murieron por las quemaduras y otras heridas poco después de ser traídos al campamento. Al menos parecía que habían sufrido poco, y me pregunté si Nebogipfel no habría alterado sus improvisadas drogas para reducir el sufrimiento de aquellos infelices.

Sin embargo, me guardé esas especulaciones.

Cada pérdida cubría con un velo mortuorio nuestra pequeña colonia. Yo me sentía paralizado, como si mi alma estuviese repleta de horrores e incapaz ya de reaccionar. Observaba a los jóvenes soldados, vestidos con los restos ensangrentados de ropas militares, dedicarse a tareas deprimentes; y sabía que aquellas muertes, en medio de la miseria brutal y primitiva en la que ahora intentábamos sobrevivir, les obligaba a enfrentarse nuevamente a su propia mortalidad.

Peor todavía, después de unas pocas semanas un nuevo mal comenzó a asolar nuestras huestes diezmadas. Afectaba a algunos de los ya heridos, y; preocupantemente, a otros que parecían no haber sufrido daños por la explosión. Los síntomas eran desagradables: vómitos, hemorragias por los orificios del cuerpo y pérdida de pelo, uñas e incluso de dientes.

Nebogipfel me llevó a un lado.

—Es como temía —me susurró—. Es una enfermedad producida por la exposición a la radiación del carolinio.

—¿Alguno de nosotros está a salvo… o todos la sufriremos?

—No tenemos forma de tratarla, sólo podemos aliviar algunos de los peores síntomas. En lo que se refiere a la seguridad…

—¿Sí?

Se metió la mano bajo la máscara para frotarse los ojos.

—No hay un nivel seguro de radiactividad —dijo—. Sólo hay niveles de riesgo, de posibilidad. Puede que sobrevivamos todos… o puede que muramos todos.

Lo encontré preocupante. Ver aquellos cuerpos jóvenes, ya castigados por años de guerra, ahora destrozados sobre la arena, por la mano de un ser humano, y sólo con los cuidados inexpertos de un Morlock —un alienígena varado— para tratar sus heridas… me hacía avergonzarme de mi especie, y de mí mismo.

—Una vez, ya sabes —le dije a Nebogipfel—, creo que una parte de mí podía haber defendido que la guerra podía al final ser buena, porque podía romper las costumbres osificadas del viejo orden de las cosas, y traer el cambio al mundo. Y en una ocasión creí en el optimismo innato de la humanidad: que, después de haber presenciado tanta destrucción en una guerra como ésta, un cierto sentido común sincero prevalecería para acabar con todo eso.

Nebogipfel se frotó la cara.

—¿«Sentido común sincero»? —repitió.

—Bien, eso es lo que imaginaba —dije—. Pero no había experimentado la guerra, no de verdad. Una vez que los humanos empiezan a matarse los unos a los otros, ¡pocas cosas los detendrán hasta que los derrote el agotamiento y el desgaste! Ahora veo que la guerra no tiene sentido… ni siquiera en…

Por otro lado, le dije a Nebogipfel, me sorprendía la devoción desinteresada del puñado de supervivientes por la atención y cuidado de los otros. Ahora que nuestra situación había quedado reducida a lo mínimo —el simple dolor humano— las tensiones de clase, raza, credo y rango, que había visto en la Fuerza Expedicionaria antes del bombardeo, se habían disuelto.

¡Así contemplaba, al adoptar el punto de vista desapasionado de un Morlock, el complejo contradictorio de fuerzas y debilidades que yacían en el alma de mi especie! Los humanos son más brutales y también, en cierta forma, más angelicales que lo que me indicaban las poco profundas experiencias de las primeras cuatro décadas de mi vida.

—Es un poco tarde —le concedí—, para aprender lecciones tan profundas sobre la especie con la que he compartido el planeta durante cuarenta y tantos años. Pero así es. Creo ahora que si el hombre obtiene alguna vez la paz y la estabilidad —al menos antes de convertirse en algo nuevo como los Morlocks—, entonces la unidad de la especie tendrá que comenzar en lo más profundo: construyendo sobre los pilares más firmes —la única base posible— el apoyo instintivo del hombre a sus semejantes. —Miré a Nebogipfel—. ¿Ves adónde quiero ir? ¿Crees que tiene sentido lo que digo?

Pero el Morlock ni apoyó ni rechazó esas racionalizaciones. Simplemente me devolvió la mirada: calmada, observadora, analítica.

Perdimos tres almas más por la enfermedad de la radiación.

Otros mostraron algunos síntomas —Hilary Bond, por ejemplo, sufrió una gran pérdida de pelo— pero sobrevivieron; y otros, incluso un hombre que había estado más cerca que nadie de la explosión, no mostraron ningún efecto secundario en absoluto. Pero, me advirtió Nebogipfel, no habíamos acabado todavía con el carolinio; ya que otras enfermedades —cáncer y otros males del cuerpo— podían desarrollarse en nosotros más adelante.

Hilary Bond era el mayor oficial superviviente y, tan pronto como pudo levantarse del camastro, tomó autoritaria y tranquilamente el mando. Una disciplina militar natural comenzó a dirigir nuestro grupo —aunque muy simplificada, considerando que sólo habían sobrevivido trece miembros de la Fuerza Expedicionaria— y creo que los soldados, especialmente los más jóvenes, se tranquilizaban por la recuperación de esa estructura familiar de su mundo. El orden militar no podía durar, por supuesto. Si nuestra colonia florecía, crecía y sobrevivía más allá de esa generación, entonces una cadena de mando según líneas militares no sería ni deseable ni práctica. Pero reflexioné que por ahora era necesaria.

La mayoría de los soldados tenía esposas, padres, amigos —incluso hijos— «en casa», en el siglo veinte. Ahora debían aceptar que ninguno de ellos regresaría a casa, y, a medida que los restos del equipo se deshacían lentamente en la humedad de la jungla, los soldados comenzaron a entender que todo lo que les mantendría en el futuro sería el fruto de su trabajo e ingenio, y el apoyo de unos a otros.

Nebogipfel, todavía preocupado por los peligros de la radiación, insistió en que debíamos establecer un campamento permanente más lejos. Enviamos grupos de exploración, empleando el coche lo mejor posible mientras duró el combustible. Finalmente, nos decidimos por el delta de un ancho río, a unas cinco millas al sudoeste del campamento original de la expedición; supongo que estaba en la vecindad de Surbiton. La tierra que rodeaba nuestro valle fluvial era fértil y estaba irrigada, si decidíamos desarrollar la agricultura en el futuro.

Realizamos la migración en varias fases, ya que había que transportar a la mayoría de los heridos durante todo el camino. A1 principio empleamos el vehículo, pero pronto agotamos el combustible. Nebogipfel insistió en que nos llevásemos el vehículo con nosotros, para que sirviese de mina de goma, vidrio, metal y otros materiales; y para su viaje final empujamos el coche como un carro por la arena, lleno de heridos y con nuestras provisiones y equipo.

Así recorrimos la playa los catorce que habíamos sobrevivido, con las ropas rotas y las heridas mal curadas. Me sorprendió pensar que si un observador desapasionado hubiese visto esa comitiva, ¡apenas podría deducir que aquella miserable banda de supervivientes eran los únicos representantes en aquella época de una especie que podría un día destruir mundos!

El lugar de nuestra nueva colonia estaba lo bastante lejos del primer campamento de la expedición para que el bosque no mostrase señales de daños. Pero todavía no podíamos olvidar el bombardeo; de noche todavía permanecía el brillo púrpura al este —Nebogipfel dijo que sería visible durante muchos años— y, agotado por el trabajo diario, a menudo me sentaba al borde del campamento, lejos de la luz y de las charlas de los demás, para contemplar cómo se elevaban las estrellas por encima de aquel volcán hecho por el hombre.

Al principio el campamento era simple: poco más que una hilera de cobertizos improvisados con ramas caídas y hojas de palma. Pero al asentarnos y una vez que el suministro de agua y comida estuvo garantizado, se estableció un programa de construcción más vigoroso. Se acordó que la primera prioridad era un salón comunal, lo bastante grande para acogernos a todos en caso de tormenta u otro desastre. Los nuevos colonos se aprestaron con ganas a construirlo. Siguieron el esquema preliminar que había desarrollado para mi propio refugio: una plataforma de madera, sostenida sobre pilotes; pero la escala era bastante más ambiciosa.

Limpiamos el campo al lado del río para que Nebogipfel pudiese dirigir el cultivo paciente de lo que un día podían ser plantaciones útiles, criadas a partir de la flora aborigen. Se construyó un primer bote —una tosca canoa— para pescar en el mar.

Capturamos, después de muchos esfuerzos, una pequeña familia de Diatryma, y los encerramos tras una valla. Aunque las bestias se escaparon varias veces, provocando el pánico en la colonia, nos decidimos a mantener y domar a los pájaros, porque era agradable la perspectiva de carne y huevos de una banda de Diatrymas domesticados, e incluso experimentamos con la posibilidad de atar un arado a uno de ellos.

Día a día, los colonos me trataban con una deferencia amable, como correspondía a mi edad —¡les concedí esa duda!— y mi amplia experiencia en el Paleoceno. Por mi parte, me encontré ejerciendo de líder de algunos de nuestros proyectos en los primeros días, gracias a mi amplia experiencia. Pero la inventiva de los jóvenes, ayudada por el entrenamiento de supervivencia en la jungla que habían recibido, les permitió superar rápidamente mi limitada comprensión; y pronto detecté una cierta diversión tolerante en su trato conmigo. Sin embargo, seguí siendo un participante entusiasta en las muchas actividades de la colonia.

Y en lo que respecta a Nebogipfel, siguió siendo, muy naturalmente, un poco un recluso en aquella sociedad de jóvenes humanos.

Una vez resueltos los problemas médicos inmediatos y con más tiempo libre, Nebogipfel se dedicó a pasar largos periodos lejos de la colonia. Visitaba nuestro viejo refugio, que todavía estaba en pie a algunas millas al noroeste por la playa; y realizaba grandes exploraciones por el bosque. No me confió cuáles eran los propósitos de aquellos viajes. Recordé el coche del tiempo que había intentado construir, y sospeché que había vuelto a un proyecto similar; pero sabía que la plattnerita de la Fuerza Expedicionaria había sido destruida en el bombardeo, por lo que no veía el sentido de continuar con ese plan. Sin embargo, no presioné a Nebogipfel sobre sus actividades, sabiendo que, de todos nosotros, él era el que estaba más solo —el más alejado de la compañía de sus semejantes— y por tanto, quizás, el más necesitado de tolerancia.