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LAS SECUELAS DE LA BOMBA

La mañana comenzó fresca y clara. Desperté antes que Stubbins. Nebogipfel seguía inconsciente. Caminé hacia la playa y la orilla del mar. El sol se levantaba ante mí sobre el océano; su calor ya se dejaba sentir. Oía los ruidos de la fauna del bosque, ya ocupada con sus pequeñas preocupaciones; y una forma oscura —pensé que era una raya— se deslizó por las aguas a unas pocas yardas de la costa.

En aquellos primeros momentos del nuevo día, parecía que el mundo del Paleoceno permanecía vigoroso e ileso como antes de la llegada de Gibson y su expedición. Pero el pilar de fuego púrpura todavía salía de la herida en el corazón del bosque, elevándose miles de pies e incluso más. Trozos en llamas —trozos de roca fundida— volaban al lado del pilar en arcos parabólicos. Y sobre todo aquello todavía permanecía una nube en forma de paraguas de polvo y vapor, con los bordes rotos por efecto del viento.

Desayunamos agua y frutos. Nebogipfel, abatido, débil y con la voz convertida en un quejido, nos aconsejó a Stubbins y a mí que no volviésemos al campamento destruido. Por lo que sabíamos, nos dijo, los tres podíamos ser los únicos en el Paleoceno, y debíamos pensar en sobrevivir en el futuro. Nebogipfel defendía que debíamos emigrar más lejos —varias millas, nos dijo— y establecer un campamento en un lugar mejor, a salvo de las emisiones radiactivas del carolinio.

Pero vi en los ojos de Stubbins, y en lo más profundo de mi propia alma, que aquel plan nos era imposible a ambos.

—Yo vuelvo —dijo finalmente Stubbins, con una brusquedad que superaba su amabilidad natural—. Oigo lo que dice, señor, pero el hecho es que podría haber personas enfermas y moribundas allí. No puedo abandonarlas. —Se volvió hacia mí, y su cara honesta y sincera se arrugó por la preocupación—. No estaría bien, ¿verdad que no, señor?

—No, Stubbins —dije—. No estaría nada bien.

Y así fue, con el día todavía en sus comienzos, como Stubbins y yo caminamos por la playa en dirección al campamento. Stubbins todavía vestía el equipo de jungla, que había pasado el día anterior sin problemas; yo, por supuesto, llevaba sólo lo que quedaba de los pantalones que llevaba en el momento del bombardeo. Incluso había perdido las botas, y no me sentía bien equipado. No teníamos suministros médicos, exceptuando las vendas y ungüentos que Stubbins llevaba para su propio uso. Habíamos recogido frutos de las palmeras, sacado la leche y llenado las cáscaras con agua fresca. Stubbins y yo llevábamos cinco o seis cáscaras al cuello atadas con trozos de liana. Pensábamos que con eso podíamos dar algún alivio a las víctimas del bombardeo que encontrásemos.

Había un ruido permanente producido por la detonación lenta y continua de la bomba: un sonido anónimo, como el temblor de una cascada. Nebogipfel nos había hecho prometer que nos mantendríamos a más de una milla del centro; y para cuando llegamos a la parte de la playa que, por lo que suponíamos, estaba a una milla del centro, el sol ya estaba en lo alto del cielo. Ya nos encontrábamos bajo la sombra de la nube ponzoñosa; y el brillo púrpura era tan intenso que proyectaba ante mí una sombra en la playa.

Nos lavamos los pies en el mar. Dejé descansar las rodillas doloridas, y disfruté del sol en la cara. Irónicamente, seguía siendo un día hermoso, con el cielo despejado y el mar bañado en luz. Observé que la acción de la marea había reparado los daños producidos en la playa por los humanos el día antes: los bivalvos volvían a esconderse en la arena, y vi una tortuga correteando, tan cerca que casi podíamos tocarla.

Me sentía muy viejo e inmensamente cansado: muy fuera de lugar allí, en el amanecer del mundo.

Dejamos la playa y nos metimos en el bosque. Penetramos en la oscuridad con temor. Nuestro plan era adentrarnos en el bosque alrededor del campamento, siguiendo un círculo de seguridad de una milla de radio. La geometría escolar nos indicaba que tendríamos que recorrer seis millas antes de volver a llegar al santuario de la playa; pero sabía que sería difícil, si no imposible, trazar un arco preciso, y suponía que la travesía completa sería mucho mayor, y que nos llevaría algunas horas.

Estábamos lo bastante cerca del centro de la explosión para ver muchos árboles caídos y rotos —árboles destruidos en un momento— y nos vimos obligados a sortear los troncos y las copas quemados. E incluso cuando los efectos de la explosión eran menos evidentes vimos las cicatrices de la tormenta de fuego, que convertía grupos enteros de dipterocarpos en montones de troncos desnudos y quemados, como un inmenso paquete de cerillas. La corteza de los árboles estaba dañada; y la luz llegaba hasta el suelo y era más intensa de lo habitual. Pero aun así, el bosque seguía siendo un lugar de sombras; y el brillo púrpura de aquella letal explosión continua daba un tono enfermizo a los restos de árboles y fauna.

No era sorprendente que los animales y pájaros supervivientes —incluso los insectos— hubiesen huido del bosque herido. Caminábamos en una quietud extraña que sólo rompían nuestros propios pasos y la respiración continua y caliente del pozo de fuego de la bomba.

En algunos lugares la madera caída estaba todavía tan caliente como para producir vapor e incluso emitir un brillo rojizo, y pronto los pies se me llenaron de quemaduras y ampollas. Me até hierbas a las plantas de los pies para protegerlas, y recordé que había hecho lo mismo para salir del bosque que había quemado en el año 802.701. Varias veces nos encontramos el cadáver de algún pobre animal que había quedado atrapado en un desastre más allá de su comprensión; a pesar del fuego, el proceso de putrefacción del bosque trabajaba vigorosamente, y tuvimos que soportar la peste de la podredumbre y la muerte mientras caminábamos. En una ocasión pisé los restos licuados de alguna pequeña criatura —creo que era un Planetetherium— y el pobre Stubbins tuvo que esperarme mientras yo, disgustado, raspaba los restos del animal de la planta del pie.

Después de una hora más o menos, llegamos hasta una forma inmóvil y encorvada en el suelo del bosque. El olor era tan intenso que me vi obligado a ponerme lo que quedaba del pañuelo sobre la nariz. El cuerpo estaba tan quemado que al principio pensé que era el cadáver de una bestia —una cría de Diatryma quizá—, pero luego oí la exclamación de Stubbins. Fui a su lado; allí vi, al final de un miembro ennegrecido extendido por el suelo, la mano de una mujer. La mano, por algún sorprendente accidente, no había sido dañada por el fuego; los dedos estaban doblados, como si durmiese, y un pequeño anillo de oro brillaba en el anular.

El pobre Stubbins se metió entre los árboles y le oí vomitar. Me sentí tonto, impotente y desolado al estar en medio de aquel bosque destruido con las cáscaras llenas de agua colgándome del cuello.

—¿Qué hacemos si todo es así, señor? —me preguntó Stubbins—. Ya sabe, así. —No podía mirar al cadáver, o señalarlo—. ¿Qué hacemos si no encontramos a nadie con vida? ¿Qué hacemos si todos han muerto, quemados de esta forma?

Le puse una mano en el hombro, y busqué unas fuerzas que no sentía.

—Si es así, volveremos a la playa y buscaremos la forma de sobrevivir —dije—. Lo haremos lo mejor que podamos; eso es lo que haremos, Stubbins. Pero no debe rendirse… apenas hemos empezado a buscar.

La blancura de sus ojos resaltaba en el rostro ennegrecido por las cenizas como el de un deshollinador.

—No —dijo—. Tiene razón. No debemos rendirnos. Lo haremos lo mejor que podamos; ¿qué otra cosa podemos hacer? Pero…

—¿Sí?

—Oh… nada —dijo; y comenzó a preparar su equipo, listo para seguir.

¡No tenía que acabar la frase para que entendiese lo que quería decir! Si todos habían muerto exceptuándonos a nosotros dos y al Morlock, entonces, Stubbins lo sabía, nos sentaríamos en nuestro refugio de la playa, hasta que muriésemos. Y luego la marea cubriría nuestros huesos y eso sería todo; tendríamos suerte de dejar restos fósiles, para ser descubiertos por familias curiosas que cavasen en sus jardines en Hampstead o Kew, cincuenta millones de años en el futuro.

Era una perspectiva terrible y fútil; ¿y qué —querría saber Stubbins— era lo mejor que podíamos hacer?

En medio de un silencio ominoso, abandonamos el cuerpo quemado de la chica y continuamos.

No teníamos forma de medir el paso del tiempo en el bosque y el día era largo en medio de aquella horrorosa destrucción; porque incluso el sol parecía haber renunciado a su travesía diaria por el cielo, y las sombras de los tocones de los árboles no parecían ni acortarse ni alargarse por el suelo. Pero en realidad debía de ser una hora más tarde cuando oímos un crujido impresionante que se nos acercaba desde el interior del bosque. Al principio no podíamos precisar la fuente del ruido —los ojos de Stubbins, abiertos y temerosos, eran tan blancos como el marfil en la penumbra— y esperamos conteniendo la respiración.

Una forma se acercó, surgiendo de las sombras quemadas, cojeando y tropezando con los tocones; era una figura ligera, claramente afligida, pero, sin duda, claramente humana.

Con el corazón en un puño, me eché a correr, sin que me preocupase la vegetación quemada a mis pies. Stubbins corrió a mi lado.

Era una mujer, pero con el rostro y la parte superior del cuerpo quemados, y tan negros que no podía reconocerla. Se echó en nuestros brazos con un suspiro, como de alivio.

Stubbins sentó a la mujer en el suelo con la espalda contra un tronco. Musitó torpes palabras cariñosas mientras realizaba la operación:

—No se preocupe… todo saldrá bien, yo la cuidaré… —decía con voz ahogada.

Ella todavía llevaba los restos chamuscados de la camisa cruzada y los pantalones caqui, pero el conjunto estaba negro y roto; sus brazos estaban muy quemados, especialmente la parte interior del antebrazo. Tenía la cara chamuscada —debía de haber mirado la explosión—, pero había, lo vi ahora, bandas de carne intacta en la boca y los ojos, que estaban ilesas. Supuse que se había colocado los brazos sobre la cara cuando se había producido la explosión, dañando los antebrazos pero protegiéndose parte del rostro.

Abrió los ojos: eran de un azul intenso. La boca se abrió, y salió un rumor de insecto; me incliné más para escuchar, evitando mi repulsión y el horror que me producían la nariz y las orejas destrozadas.

—Agua. Por amor de Dios… agua

Era Hilary Bond.