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LA BOMBA

En un instante, desapareció la luz amable del sol del Paleoceno.

Un resplandor púrpura inundó el aire por encima del agua. Un sonido inmenso rompió sobre nuestras cabezas: había comenzado como el sonido de una gran explosión, pero acompañado por un rugido y por los ruidos de choques y roturas. Todo quedaba aplacado por las pulgadas de agua que tenía encima, pero aun así era tan fuerte que tuve que cubrirme los oídos con las manos; grité, y las burbujas escaparon de mi boca y me rozaron la cara.

El fragor inicial se apagó, pero el rugido continuó. Pronto agoté el aire, y tuve que sacar la cabeza fuera del agua. Respiré hondo, y me quité el agua de los ojos.

El ruido era muy fuerte. La luz que venía del bosque era demasiado intensa, pero mis ojos conservaban la impresión de una gran bola de fuego carmesí que parecía girar, en medio del bosque, como algo vivo. Los árboles habían quedado convertidos en astillas alrededor de aquel fuego, y fragmentos enormes de dipterocarpo se elevaban en el aire con la misma facilidad que las cerillas. Vi animales que corrían, huyendo del terror de la tormenta: una familia Diatryma, con las plumas revueltas y chamuscadas, huyó hacia el agua; allí también venía un Pristichampus, un hermoso adulto, golpeando la arena con los pies.

Ahora parecía que la bola de fuego atacaba a la misma tierra, como si penetrase en ella. Del corazón del bosque destruido, volaban por los aires soplos de vapor incandescente y fragmentos de roca; todos estaban claramente saturados de carolinio, ya que cada uno era el centro de una energía arrasadora y candente, por lo que era como contemplar el nacimiento de una familia de meteoritos.

Un fuego inmenso y compacto comenzó en el corazón del bosque, en respuesta al toque divino de destrucción del carolinio; las llamas saltaron cientos de pies, formando entre ellas un cono de luz ondulante alrededor del centro del impacto. Una nube de cenizas y humo, acompañada de fragmentos, comenzó a formarse como una nube de tormenta sobre las llamaradas. Y atravesando la nube como un puño de luz había un pilar de vapor supercaliente, que surgía del cráter producido por la bomba de carolinio, un pilar iluminado en rojo desde abajo como si fuese un volcán en miniatura.

Nebogipfel y yo sólo podíamos refugiarnos en el agua, sumergiéndonos todo lo posible y, en los momentos en que teníamos que salir, poner los brazos sobre la cabeza por temor a la lluvia de fragmentos ardientes.

Finalmente, horas después, Nebogipfel decidió que ya era seguro volver a tierra.

Estaba agotado y sentía los brazos muy pesados. Me dolían las quemaduras dé cuello y cabeza y tenía una sed espantosa; pero aun así tuve que llevar al Morlock durante casi todo el camino a la orilla, porque sus pocas fuerzas le habían abandonado mucho antes de que acabase nuestro sufrimiento.

La playa no se parecía en nada al lugar agradable en que había recogido bivalvos con Hilary Bond unas horas antes. La arena estaba llena de fragmentos del bosque —la mayoría trozos de ramas y troncos, muchos todavía ardían— y varios arroyos enlodados se abrían paso por la superficie agujereada. El calor que venía del bosque era todavía insoportable —todavía ardía la mayor parte de él— y el resplandor alto y rojizo de la columna de carolinio brillaba en las aguas agitadas. Tropecé con un cadáver quemado, creo que era una cría de Diatryma, y encontré un trozo de arena razonablemente limpia. Limpié la cubierta de cenizas que se había depositado allí, y dejé al Morlock en tierra.

Encontré un riachuelo y cogí un poco de agua con la mano. El líquido estaba lleno de lodo y marcado con hollín —supuse que el agua se había contaminado por los fragmentos quemados de árboles y animales—, pero mi sed era tan grande que no me quedó más remedio que beberla.

—Vaya —dije y mi voz quedó reducida a un gemido por el humo y el cansancio—, esto sí que está bien. El hombre ha estado presente en el Paleoceno durante menos de un año… ¡y ya hemos hecho esto!

Nebogipfel se movía. Intentó meter el brazo debajo del cuerpo, pero apenas podía levantar la cara de la arena. Había perdido la máscara, y los delicados y grandes párpados de sus ojos estaban llenos de arena. Me sentí tocado por una extraña ternura. Una vez más, aquel Morlock desgraciado había tenido que sufrir la devastación de la guerra entre los humanos —entre miembros de mi propia especie degenerada— y había sufrido las consecuencias.

Can el mismo cuidado como si levantase a un niño, lo cogí del suelo, le di la vuelta, y lo senté derecho; las piernas le colgaban como trozos de cuerda.

—Ten paciencia, hombre —le dije—. Ahora estás a salvo.

Su rostro ciego se volvió hacia mí, su ojo bueno dejaba caer lágrimas inmensas. Murmuró unas sílabas líquidas.

—¿Qué? —Me incliné para oír—. ¿Qué dices?

Cambió al inglés.

… no estamos a salvo…

—¿Qué?

—No estamos a salvo aquí, en absoluto…

—Pero ¿por qué? El fuego no puede alcanzarnos.

—El fuego no… las radiaciones… Incluso cuando se apague… durante semanas, o meses, todavía habrá partículas radiactivas… las radiaciones penetran en la piel… No es un lugar seguro.

Agarré su cara con las manos; y en aquel momento —quemado y sediento hasta lo indecible— sentí ganas de abandonarlo, sentarme en aquella playa destruida, sin que me importasen los fuegos, las bombas y las partículas radiactivas: sentarme y aguardar a que la oscuridad final se cerrase a mi alrededor. Pero con mis últimas fuerzas dije:

—Entonces nos iremos de aquí, y trataré de encontrar un lugar para descansar.

Ignoré el dolor de mi piel cuarteada de hombros y cara, deslicé las manos debajo de su cuerpo y lo levanté.

Era muy tarde, y la luz se iba del cielo. Después de algo así como una milla, estábamos lo bastante lejos para que el cielo estuviese limpio de humo, pero el pilar púrpura sobre el cráter de carolinio iluminaba el cielo oscurecido, casi tanto como las lámparas que encendían la Bóveda de Londres.

Me sorprendió un Pristichampus joven que salió del bosque. La boca amarillenta estaba completamente abierta en un intento de enfriarse, y vi que arrastraba una de las patas; parecía ciego y aterrorizado.

El Pristichampus pasó a nuestro lado y huyó, gritando de forma sobrenatural.

Podía sentir una vez más la arena limpia bajo los pies y podía oler la sal del mar, un vapor que comenzó el trabajo de limpiar la peste a cenizas y humo de mi cabeza. El océano permanecía plácido e inamovible, la superficie parecía aceitosa a la luz del carolinio, a pesar de la estupidez de la humanidad; le di las gracias a aquella masa paciente, porque el mar me había acogido salvando mi vida mientras mis compañeros se masacraban mutuamente.

Ese ensueño quedó roto por una llamada lejana.

Hoooola

Venía de la playa. A algo así como un cuarto de milla de mí distinguí una figura ondulante que se me acercaba.

Durante un momento me quedé quieto, incapaz de moverme; supongo que había asumido, en un rincón morboso de mi alma, que todos los miembros de la Fuerza Expedicionaria habían muerto en la explosión atómica, y que Nebogipfel y yo estábamos solos en el tiempo.

El otro tipo era un soldado que había estado lo suficientemente lejos de la acción para seguir ileso, porque vestía el uniforme estándar de verde jungla, camisa cruzada, sombrero y pantalones con tobilleras. Llevaba una ametralladora ligera, con bolsas de munición. Era alto, esquelético, y pelirrojo; y me parecía familiar. No tenía ni idea de cuál podía ser mi aspecto: un caos terrible, supongo, con el pelo y la cara quemados, ojos en blanco, desnudo a excepción de los pantalones, y con la carga inhumana de un Morlock en brazos.

El soldado se echó atrás el sombrero.

—Éste es un buen lío, ¿no, señor? —Tenía el acento teutónico del noreste de Inglaterra.

Recordé quién era.

—Stubbins, ¿no?

—Exacto, señor. —Se volvió y señaló la playa—. Estaba cartografiando esa zona. Estaba a unas seis o siete millas cuando vi al alemán venir desde el agua. Tan pronto vi que la gran columna de llamas se elevaba… bueno, sabía lo que era. —Miró hacia el campamento dubitativo.

Cambié el peso intentado ocultar mi cansancio.

—Pero no debe regresar al campamento todavía. El fuego todavía arde… y Nebogipfel dice algo sobre emisiones radiactivas.

—¿Quién?

En respuesta, levanté un poco al Morlock.

—Oh, él. —Stubbins se rascó la parte de atrás de la cabeza.

—No podrá ayudar en nada, Stubbins… todavía no.

Suspiró.

—Bien, señor, ¿entonces qué hacemos?

—Creo que deberíamos seguir en la playa un poco más, y buscar refugio para esta noche. Creo que estaremos a salvo, no creo que después de esto ningún animal de Paleoceno sea tan estúpido para atacar a un hombre esta noche, pero quizá deberíamos encender un fuego. ¿Tiene cerillas, Stubbins?

—Oh, sí, señor. —Se palpó el bolsillo del pecho, y las cajas sonaron—. No se preocupe por eso.

—No lo haré.

Retomé el paso seguro por la playa, pero los brazos me dolían excesivamente, y me parecía que me temblaban las piernas. Stubbins notó mi incomodidad y con amabilidad silenciosa se colgó la ametralladora a la espalda y levantó al Morlock. Era fuerte y no parecía incomodarle llevar a Nebogipfel.

Caminamos hasta encontrar un lugar apropiado en el borde del bosque y allí establecimos el campamento para la noche.