10

LA APARICIÓN

Era un mediodía brillante y despejado, y yo había pasado la mañana poniendo mis pequeñas habilidades de enfermero al servicio del doctor gurkha. Sentí alivio cuando acepté la invitación de Hilary Bond de dar otro de nuestros paseos por la playa.

Atravesamos rápidamente el bosque —a esas alturas, los soldados habían limpiado varios caminos que radiaban del campamento central— y, cuando llegamos a la playa, me quité las botas y los calcetines, los tiré al borde del bosque y me metí en el agua. Hilary Bond también se quitó su calzado, un poco más decorosamente, y lo colocó en la arena junto con sus armas. Se levantó las perneras del pantalón —pude ver que su pierna izquierda era algo deforme, la piel estaba contraída por una vieja quemadura— y se metió en la espuma tras de mí.

Me quité la camisa (éramos muy informales en aquel campamento del antiguo bosque) y hundí la cabeza y el torso en el agua transparente, a pesar de que se me mojaban los pantalones. Aspiré hondo, disfrutando de todo: del calor del sol en la cara, del roce del agua, de la suavidad de la arena entre los dedos, del aroma de la sal y el ozono.

—Veo que te gusta venir aquí —dijo Hilary con una sonrisa tolerante.

—Sí, mucho. —Le conté que estaba ayudando al doctor—. ¿Sabes?, estoy dispuesto a ayudar. Pero a las diez de hoy mi cabeza estaba tan llena de cloroformo, éter y antisépticos, ¡además de olores más terrenales!, que…

Ella levantó las manos.

—Entiendo.

Salimos del agua y me sequé con la camisa. Hilary cogió la pistola, pero dejamos las botas en la playa, y paseamos por la orilla del mar. Después de una docena de yardas vi las marcas que indican la presencia de Corbiculas, los numerosos bivalvos que habitaban la playa. Nos echamos en el suelo; le enseñé a coger aquellas criaturas. En pocos minutos teníamos un buen montón; y los bivalvos se secaban al sol a nuestro lado.

AL coger los bivalvos con la fascinación de un niño, la cara de Hilary, con el pelo aplastado por el agua, se iluminaba de placer por aquel logro simple. Estábamos solos en la playa —podíamos haber sido los dos únicos humanos en el mundo del Paleoceno— y podía sentir los pinchazos del sudor en la cabeza, y la arena me raspaba la espinilla. Todo estaba impregnado del calor animal de la mujer a mi lado; como si los mundos múltiples se hubiesen concentrado en un solo momento de intensidad, en el aquí y ahora.

Quería comunicarle algo de eso a Hilary.

—¿Sabes…?

Pero se enderezó y volvió la cara hacia el mar.

—Escucha…

Miré a mi alrededor desorientado, el borde del bosque, el mar, el ciclo vacío. El único sonido era el roce de la brisa en las copas de los árboles, y el murmullo de las olas.

—¿Que escuche qué?

Su expresión se había vuelto dura y llena de sospecha. —El rostro de un soldado, inteligente y temeroso.

Un monomotor —dijo concentrada—. Es un Daimler-Benz DB, doce cilindros. Creo… —Se puso en pie de un salto e hizo sombra con la mano.

Entonces yo también lo oí; mis viejos oídos iban retrasados. Era un rasgueo distante —como un insecto enorme y lejano— que venía del mar.

—Mira —dijo Hilary señalando—. Allá. ¿Lo ves?

Seguí el brazo de Hilary y recibí en recompensa una visión de algo: una distorsión que colgaba sobre el mar, hacia el este. Era un trozo de alteridad, una espiral no mayor que la luna llena, una refracción brillante manchada de verde.

Luego tuve la impresión de algo sólido en medio, que se congelaba y giraba; y luego vi una forma oscura y dura, como una cruz, que bajaba del cielo, desde el este, desde la dirección que correspondía a una Alemania todavía por nacer. El ruido aumentó.

—Dios mío —dijo Hilary Bond—. Es un Messerschmitt, un Águila; parece un BF 109F…

Messerschmitt… Eso es alemán —dije, algo estúpido.

Me miró.

—Por supuesto que es alemán. ¿No lo entiendes?

—¿Qué?

—Es un avión alemán. Es die Zeitmaschine, que viene a cazarnos.

Al acercarse a la costa, la nave viró en el aire, como una gaviota en vuelo, y comenzó a volar en paralelo a la orilla. Con gran ruido, y tan rápido que Hilary y yo tuvimos que girar en la arena para seguir su vuelo, pasó por encima de nuestras cabezas, ni a cien pies del suelo.

La máquina tenía unos treinta pies de largo, y quizás un poco más de ala a ala. La hélice giraba en la parte delantera difuminada por la velocidad. La parte inferior de la nave estaba pintada de un azul grisáceo, y la parte superior llevaba manchas marrones y verdes. Las cruces estridentes del fuselaje y las alas señalaban claramente el país de origen de la nave, y había más símbolos militaristas en la superficie pintada: una cabeza de águila, una espada en alto y más. La parte inferior era suave, exceptuando la carga: una masa metálica en forma de gota de unos seis pies de largo, pintada de azul.

Durante unos momentos Bond y yo nos quedamos allí, tan sorprendidos por aquella súbita aparición como si fuese un milagro.

El joven dentro de mí —la sombra del pobre y desaparecido Moses— se emocionó al ver aquella máquina elegante. ¡Qué aventura para el piloto! ¡Qué imagen tan gloriosa! Y qué coraje extraordinario se debía de precisar para elevar aquella máquina en el aire ennegrecido por el humo de la Alemania de 1944 —elevarla tanto que el paisaje del corazón de Europa se reducía a un mapa, un mantel cubierto de arena, mar y bosques, y pequeñas gentes— y luego cerrar el interruptor que la lanzaba en el tiempo. Imaginaba que el Sol debía saltar sobre la nave como un meteoro, mientras que bajo el casco, el paisaje, convertido en plástico por el tiempo, fluía y se deformada…

Entonces, las alas brillantes viraron de nuevo y el ruido de la hélice se precipitó sobre nosotros. La nave se elevó y se alejó sobre el bosque en dirección a la Fuerza Expedicionaria.

Hilary corrió por la playa, y su cojera dejó cráteres desiguales en la arena.

—¿Adónde vas?

Llegó hasta las botas y comenzó a ponérselas, ignorando los calcetines.

—Al campamento, por supuesto.

—Pero… —Me quedé mirando nuestro pequeño y patético montón de bivalvos—. Pero no puedes ir más rápido que el Messerschmitt. ¿Qué harás?

Cogió su pistola y se puso derecha. Como respuesta, me miró, con expresión vacía. Luego se volvió y se abrió camino por entre las palmeras que bordeaban la jungla, y desapareció bajo las sombras de los dipterocarpos.

El ruido del Messerschmitt se desvaneció entre los árboles. Me quedé solo en la playa, con los bivalvos y las olas.

Parecía todo tan irreal: ¿la guerra importada a aquel idilio del Paleoceno? No sentía miedo, simplemente me sentía trastornado.

Luché contra la inmovilidad, y me preparé para seguir a Bond en el bosque.

Ni siquiera había llegado hasta las botas cuando una voz pequeña y líquida llegó flotando sobre la arena hasta mí:

—¡No…! Vete al agua… ¡No…!

Era Nebogipfel: el Morlock venía cojeando hacia mí, cavando pequeños pozos con la muleta. Vi que le colgaba un trozo suelto de la máscara.

—¿Qué? ¿No ves lo que pasa? Die Zeitmaschine

—El agua. —Colgaba de la muleta tan fláccido como un muñeco, y sus jadeos le rompían el pecho. Sus jadeos eran tan intensos que las sílabas eran apenas audibles—. El agua… debemos meternos en el…

—Éste no es momento de nadar, ¡hombre! —bramé indignado—. No ves que…

—No lo entiendes —dijo jadeando—. Tú. No… Ven…

Me volví, sorprendido; y miré el bosque. Ahora podía ver la forma elusiva de die Zeitmaschine al volar sobre las copas de los árboles, con la pintura verde y azul formando una mancha destacable contra el follaje. La velocidad era extraordinaria, y el ruido lejano era como el zumbido furibundo de un insecto.

Luego oí el staccato de la artillería y el silbido de las bombas.

—Contraatacan —le dije a Nebogipfel, atrapado en el embrujo de la guerra—. ¿No lo ves? La máquina voladora debe de haber detectado a la Fuerza Expedicionaria, pero disparan sus armas…

El mar —dijo Nebogipfel. Se agarró a mi brazo con dedos tan débiles como los de un niño, y era un gesto de tal urgencia y súplica que tuve que apartar los ojos de la batalla aérea. La máscara sólo dejaba ver ranuras de sus ojos, y su boca era una línea doblada hacia abajo—. Es el único refugio cercano. Puede ser suficiente…

—¿Refugio? La batalla está a dos millas. ¿Cómo podrían dañarnos si nos quedamos en esta playa vacía?

—Pero la bomba… la bomba que llevaba el alemán; ¿no la viste…? —El pelo le colgaba desmadejado del cráneo—. Las bombas de esta historia no son muy avanzadas, poco más que un montón de carolinio puro… Pero son eficientes a pesar de eso.

»¡No hay nada que puedas hacer por la expedición! Ahora no… debemos esperar a que termine la batalla. —Me miró fijamente—. ¿No lo entiendes? Ven —dijo y volvió a agarrarme el brazo. Había arrojado la muleta, por lo que se apoyaba en mí.

Como un niño, dejé que me guiase al agua.

Pronto llegamos a una profundidad de cuatro pies o más. El Morlock estaba cubierto hasta los hombros; me invitó a hundirme más, por lo que yo también quedé inmerso en el agua.

Sobre la jungla, el Messerschmitt ladeó y volvió de nuevo, volando como un pájaro depredador de metal y petróleo; la artillería disparaba a die Zeitmaschine y las balas se convertían en nubes de humo, que se deslizaban por el aire del Paleoceno.

Debo admitir que me emocionaba aquel encuentro aéreo —el primero que había visto—. Mi mente se llenaba de imágenes de los conflictos que debían de llenar los aires de Europa en 1944: vi hombres que cabalgaban los vientos y que mataban y caían como los ángeles de Milton. Aquélla era la apoteosis de la guerra, pensé: ¿qué era la brutal miseria de las trincheras comparada con aquel triunfo noble, con aquel precipitado descenso a la gloria o la muerte?

El Messerschmitt hizo una espiral para evitar los proyectiles, casi con tranquilidad, y comenzó a elevarse. En lo más alto pareció flotar, sólo durante un momento, a cientos de pies por encima de la tierra.

Entonces vi que la bomba —el letal contenedor de metal pintado de azul— se separaba de su padre, con delicadeza, y comenzaba a caer.

Una bomba surgió del bosque y abrió un agujero en un ala de la máquina voladora. Hubo una erupción de llamas, y die Zeitmaschine entró en barrena envuelta en humo.

Lancé un silbido.

—¡Buen tiro! Nebogipfel, ¿lo viste?

Pero el Morlock había entrado más en el agua, y me agarró la cabeza con la mano.

—Abajo —dijo—. Métete en el agua.

Mi última imagen de la batalla fue el trazo de humo que marcaba el camino del Messerschmitt caído y, antes, una estrella brillante, casi demasiado brillante para mirarla, que era la bomba.

Hundí la cabeza en el mar.