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LA FUERZA EXPEDICIONARIA DEL TIEMPO

Gibson y Bond me explicaron el propósito de la Fuerza Expedicionaria del Tiempo.

Gracias al desarrollo de pilas de fisión de carolinio, los británicos y americanos habían conseguido producir plattnerita en cantidades razonables poco después de mi partida. ¡Los ingenieros ya no tenían que depender de las pequeñas muestras encontradas en mi laboratorio!

Todavía se temía que guerreros del tiempo alemanes preparasen algún ataque por sorpresa al pasado inglés y, además, se sabía por los restos del Imperial College que Nebogipfel y yo debíamos de haber viajado decenas de millones de años en el pasado. Por tanto, se construyó con rapidez una flota de Juggernauts capaces de viajar en el tiempo, y se les equipó con instrumentos que podían detectar la presencia sutil de plattnerita (entendí que por el origen radiactivo de la sustancia). Ahora aquella fuerza expedicionaria iba al pasado en saltos de cinco millones de años o más.

¡Su misión era rada menos que proteger la historia de Gran Bretaña de ataques anacrónicos del enemigo!

Cuando se hacía una parada, se realizaba un gran esfuerzo por estudiar el periodo; y por tanto los soldados habían recibido entrenamiento apresurado para ser científicos aficionados: climatólogos, ornitólogos y así. Los muchachos realizaban un estudio rápido pero efectivo de la flora, fauna, clima y geología del periodo, y la mayor parte del diario de Gibson lo empleaba en resumir esas observaciones. Vi que los soldados, todos hombres y mujeres comunes, habían aceptado la tarea con buen humor y sonrisas, como lo hace ese tipo de gente y —me parecía claro— demostraban un saludable interés por la naturaleza del extraño valle del Támesis del Paleoceno que nos rodeaba.

Pero centinelas nocturnos patrullaban el perímetro del campamento, y soldados con prismáticos pasaban el día mirando el aire y el mar. Cuando se ocupaban de esas actividades, los soldados no demostraban el humor y la curiosidad amable que caracterizaba sus actividades científicas: en su lugar, el temor y la determinación eran evidentes en los rostros y en las líneas de los ojos.

Después de todo, aquella fuerza estaba allí no para estudiar las flores, sino para buscar alemanes: enemigos humanos que viajaban en el tiempo, en medio de las maravillas del pasado.

Orgulloso como estaba de mis logros para sobrevivir en aquella época extraña, abandoné con gran alivio el traje de pieles y me vestí con el traje tropical ligero y confortable de aquellos soldados que viajaban en el tiempo. Me afeité, me lavé —¡con agua tibia, limpia y jabonosa!— y me lancé a una comida de carne de soja enlatada. Y de noche, me tumbé seguro y en paz en un jergón dé tela con una mosquitera, y con la estructura poderosa de los Juggernauts a mi alrededor.

Nebogipfel no se estableció en el campamento. Aunque el que Gibson nos descubriese provocó celebración —ya que el propósito principal de la expedición había sido el encontrarnos—, el Morlock pronto se convirtió en el objeto de patente fascinación de los soldados. Por lo tanto, el Morlock volvió a nuestro campamento original a orillas del mar.

No me opuse, porque sabía que estaba deseoso de continuar con la construcción de su aparato del tiempo; incluso cogió prestadas herramientas de la Fuerza Expedicionaria. Como recordaba su encuentro con el Pristichampus, insistí en que no estuviese solo, sino que lo acompañase yo o un soldado armado.

En lo que a mí respecta, después de un día o dos me aburrí de descansar en aquel campamento tan ajetreado —no soy un hombre ocioso por naturaleza— y pedí participar en las actividades de los soldados. Pronto demostré mi valía compartiendo mis conocimientos dolorosamente adquiridos sobre la fauna y flora locales, y sobre la geografía de los alrededores. Había muchos enfermos en el campamento —los soldados no estaban más preparados que yo para las infecciones de la época— y eché una mano ayudando al solitario doctor del campamento, un joven perpetuamente cansado que pertenecía al Noveno de Rifles Gurkha.

Después de mi primer día no vi mucho a Gibson, que se esforzaba en los diminutos detalles de la operación diaria de la Fuerza Expedicionaria, y —para mi enfado— en una gran carga de burocracia, formularios e informes que debía llevar al día, ¡y todo para beneficio de un Whitehall que no existiría durante cincuenta millones de años! Me formé la idea de que Gibson se sentía inquieto e impaciente por el viaje en el tiempo. Creo que habría sido más feliz si hubiese podido continuar sus misiones de bombardeo sobre Alemania, que me describía con increíble claridad. Hilary Bond tenía mucho tiempo libre —sus actividades eran más importantes en los momentos en que los grandes acorazados atravesaban los siglos— y ejercía de anfitriona de Nebogipfel y mía.

Un día caminábamos los dos por el borde del bosque, cerca de la costa. Bond se abrió paso a través de la espesa vegetación. Cojeaba, pero tenía el paso elegante y seguro. Me describió los progresos de la guerra desde 1938.

—Había imaginado que la destrucción de las Bóvedas representaría el fin de todo —dije—. No entiendo… quiero decir: ¿por qué luchan ahora?

—¿Quieres decir que debía haber sido el final de la guerra? Oh, no. Supongo que ha sido el final de la vida de ciudad por un tiempo. La población ha sido muy castigada. Pero tenemos los búnkers. Desde ahí se hace la guerra ahora, y allí están las fábricas de municiones y lo demás. No creo que sea un siglo para las ciudades.

Recordé la barbarie que había visto en el campo fuera de la Bóveda de Londres, e intenté imaginar la vida en un refugio permanente: conjuré una imagen de niños de ojos vacíos que corrían por túneles oscuros, y una población reducida por el miedo al servilismo y el salvajismo.

—¿Y para qué es la guerra? —pregunté—. Los frentes… el asalto de Europa…

Bond se encogió de hombros.

—Bien, se oyen muchas cosas sobre grandes avances aquí y allá: Un último Esfuerzo, ese tipo de cosas. —Bajó la voz—. Pero, y no creo que importe demasiado si discutimos esto aquí, los aeronautas ven algo de Europa, aunque sea de noche y a la luz de las bombas, y corren rumores. Y no creo que las trincheras se hayan movido desde 1935. Estamos atrapados, eso es.

—No puedo imaginar por qué luchar ahora. Los países están acabados, industrial y económicamente. Con seguridad, ninguno representa una amenaza para el resto; y ninguno tiene ya nada que valga la pena coger.

—Quizá sea cierto —dijo—. Creo que a Gran Bretaña sólo le queda lo suficiente para reconstruir los campos una vez que acabe la guerra. ¡No conquistaremos durante un tiempo! Y, siendo la situación como es, el punto de vista de Berlín debe de ser muy similar.

—Entonces, ¿por qué seguir?

Porque no podemos permitirnos parar. —Bajo el bronceado que había conseguido en el Paleoceno podía ver rastros de la antigua palidez de Bond—. Hay informes… rumores, pero algunos muy fundados, de desarrollos tecnológicos alemanes…

—¿Desarrollos tecnológicos? Quieres decir armas.

Nos alejamos del bosque y fuimos hasta la costa. El aire estaba caliente, y dejamos que el agua nos corriese por las botas.

Conjuré la Europa de 1944: las ciudades derruidas y, desde Holanda hasta los Alpes, millones de hombres y mujeres intentaban causarse daños irreparables unos a otros… En aquella paz tropical, todo parecía absurdo… ¡un sueño febril!

—¿Pero qué puede inventarse —dije protestando— que pueda provocar aún más daño del ya causado?

—Se habla de bombas. Un nuevo tipo… más poderoso que nada visto hasta ahora… hablan de bombas que contienen carolinio. —Recordé las especulaciones de Wallis sobre ese tema en 1938—. Y por supuesto está la Guerra de Desplazamiento Cronológico.

»No podemos dejar de luchar si eso significa dejar que los alemanes tengan el monopolio de tales armas. —Su voz tenía un deje de calmada desesperación—. Lo entiendes, ¿no? Por eso hemos corrido tanto por construir pilas atómicas, por conseguir carolinio, por producir más plattnerita… por eso se han invertido tantos recursos en esos Juggernauts para viajar por el tiempo.

—¿Y esos saltos en el tiempo persiguiendo a los alemanes? ¿Para hacérselo a ellos antes de que, ellos os lo hagan a vosotros?

Alzó el mentón y me miró desafiante.

—O para arreglar los daños que produzcan. Ésa es otra forma de verlo, ¿no?

No discutí, aunque Nebogipfel lo hubiese hecho, la inutilidad final de aquella empresa; porque estaba claro que los filósofos de 1944 no habían comprendido la multiplicidad de las historias como lo había hecho yo bajo la guía del Morlock.

—Pero —dije protestando— el pasado es un lugar muy amplio. Vinisteis a buscarnos, ¿pero cómo sabíais que estaríamos aquí? ¿Cómo pudisteis llegar ni a un millón de años de nosotros?

—Teníamos pistas —dijo.

—¿Qué clase de pistas? ¿Quieres decir los restos del Imperial College?

—En parte, pero también arqueológicas.

—¿Arqueológicas?

Me lanzó una mirada extraña.

—Mira, estoy segura de que no quieres oírlo…

¡Eso, por supuesto, no hizo sino incrementar mi curiosidad! Insistí.

—Bien. Ellos, los científicos, conocían el área donde habíais escapado al pasado, en los terrenos del Imperial College, por lo que realizaron una investigación arqueológica intensiva de la zona. Se excavaron pozos…

—Dios del cielo —dije—. ¡Buscaban mis huesos fosilizados!

—Y los de Nebogipfel. El razonamiento era que si se encontraba algo anómalo, huesos o herramientas, podríamos situaros razonablemente bien por la posición en los estratos…

—¿Y los hubo? —Se calló de nuevo y tuve que insistir. Hilary…

—Encontraron un cráneo.

—¿Humano?

—Más o menos. —Vaciló—. Pequeño y algo deformado, situado en un estrato, cincuenta millones de años anterior a cualquier resto humano, y partido de un mordisco por la mitad.

Pequeño y deforme. ¡Comprendí que debía ser el de Nebogipfel! ¿Podría ser el resultado del encuentro con el Pristichampus pero en una historia en la que Gibson no intervino?

¿Yacían mis huesos, rotos y convertidos en piedra, en algún pozo vecino por descubrir?

Sentí un escalofrío a pesar del calor del sol en cabeza y espalda. De pronto, aquel brillante mundo del Paleoceno parecía difuso, una transparencia; a través de la cual brillaba la inmisericorde luz del tiempo.

—Así que detectaron nuestro rastro de plattnerita y nos encontraron —dije—. Pero supongo que os sentisteis defraudados de encontrarme sólo a mí, ¡de nuevo!, y no una horda de prusianos belicosos. Pero ¿no ves que hay una paradoja?

Habéis desarrollado los acorazados del tiempo porque teméis que los alemanes hagan lo mismo. Bien. Pero la situación es simétrica: desde su punto de vista, los alemanes deben de temer que vosotros utilicéis esas máquinas del tiempo primero. Cada bando se comporta en la forma apropiada para provocar la peor reacción de su oponente. Y ambos os dirigís a la peor situación de todas.

—Puede que sea así —dijo Bond—. Pero si los alemanes poseen tecnología de viajes en el tiempo, eso sería una catástrofe para la causa aliada. El papel de esta expedición es cazar viajeros alemanes y evitar cualquier daño que los alemanes puedan infligir a la historia.

Alcé las manos al aire y las aguas del Paleoceno anegaron mis talones.

—Pero… maldita sea, Capitana Bond… ¡faltan cincuenta millones de años hasta el nacimiento de Cristo! ¿Qué sentido puede tener aquí ese breve conflicto entre la Inglaterra y la Alemania del remoto futuro?

—No podemos descansar —dijo con una sonrisa de cansancio—. ¿No lo entiendes? Debemos perseguir a los alemanes, incluso hasta el principio de la creación si es necesario.

—¿Y dónde se parará esta guerra? ¿Consumiréis toda la eternidad antes de acabar? ¿No ves que eso… —señalé con la mano para indicar el terrible futuro de ciudades destruidas y cavernas subterráneas llenas de personas—, todo eso, es imposible? ¿O seguiréis hasta que sólo queden dos hombres, sólo dos, y el último se vuelva contra su vecino para partirle el cráneo con un trozo de escombro? ¿Eh?

Bond se volvió —la luz del mar resaltó las línea de su cara— y no me contestó.

Ese periodo de calma, después del primer encuentro con Gibson, duró cinco días.