Supuse que Gibson no estaba solo. Se puso el rifle al hombro, se volvió e hizo una señal hacia la jungla.
Dos soldados salieron de las sombras. El sudor había empapado las camisas de aquellos tipos y, a medida que salían a la luz del día, parecía que sospechaban de nosotros y estaban más incómodos que el teniente coronel. Creo que los dos era hindúes —cipayos, soldados del imperio—; sus ojos brillaban negros y feroces, y los dos llevaban turbante y barba. Llevaban camisas caqui y pantalones cortos; uno cargaba una enorme arma automática a la espalda, y dos bolsas pesadas de cuero, evidentemente con munición para el arma. Las charreteras plateadas brillaban a la luz del Paleoceno; fruncieron el ceño ante el Pristichampus con indisimulada ferocidad.
Gibson nos dijo que él y sus compañeros participaban en una expedición de rastreo; habían recorrido una milla desde su campamento base, que estaba tierra adentro (me sorprendió que Gibson no nos presentase a los dos soldados. Esa pequeña descortesía —debido a la diferencia de rango— me parecía por completo absurda, ¡allá en una playa del Paleoceno con sólo un puñado de humanos en el mundo!).
Volví a agradecer a Gibson que rescatase al Morlock, y le invité a desayunar en el refugio.
—Está por la playa —dije, señalando; Gibson se puso la mano sobre los ojos para ver.
—Bien, parece… ah… parece una construcción sólida.
—¿Sólida? Yo diría que sí —contesté, y comencé un largo e incoherente discurso sobre los detalles del refugio inacabado, del que me sentía desmesuradamente orgulloso, y de cómo habíamos sobrevivido en el Paleoceno.
Guy Gibson se puso las manos a la espalda y escuchó con una expresión fija pero amable en la cara. Los cipayos me miraban sorprendidos y recelosos, con la manos siempre cerca de las armas.
Después de unos minutos sentí, algo tarde, la desatención de Gibson. Dejé que mi cháchara terminara.
Gibson le echó un vistazo a la playa.
—Creo que les ha ido muy bien. Sorprendentemente. Supongo que unas pocas semanas de Robinson Crusoe me hubiesen vuelto loco por la soledad. Quiero decir, ¡faltan cincuenta millones de años para que abran los bares!
Me reí del chiste —que no supe responder— y me sentí algo avergonzado por mi orgullo exagerado ante mis triunfos mediocres frente aquella visión de activa competencia.
—Pero mire —siguió Gibson con amabilidad—, ¿no cree que es mejor que vengan con nosotros a la Fuerza Expedicionaria? Después de todo, hemos venido aquí a buscarles. Tenemos provisiones decentes, y herramientas modernas —miró a Nebogipfel, y añadió, algo más dubitativo—, y puede que el doctor pueda hacer algo por el pobre hombre. ¿Necesitan algo de ahí? Podemos volver más tarde.
No necesitábamos nada —¡no tenía que volver a recorrer esos cientos de yardas de playa nunca más!—, pero sabía que con la llegada de Gibson y su gente mi breve idilio había terminado. Miré el rostro franco y práctico de Gibson y supe que jamás encontraría palabras para expresarle lo que había perdido.
Con los cipayos como guías, y con el Morlock apoyándose en mi brazo, nos encaminamos al interior de la jungla.
Lejos de la costa el aire era caliente y pegajoso. Nos movíamos en fila con los cipayos al frente y a la espalda, y Gibson, el Morlock y yo entre ellos; llevé al pobre Morlock en brazos durante casi todo el viaje. Los cipayos seguían mirándonos recelosos, aunque después de un rato apartaron las manos de las pistoleras. Durante todo el tiempo que caminamos juntos no nos dijeron ni una sola palabra a Nebogipfel o a mí.
La expedición de Gibson venía de 1944, seis años después de nuestra huida, durante el asalto alemán a la Bóveda de Londres.
—¿La guerra sigue?
—Me temo que sí —dijo y parecía muy triste—. Por supuesto, respondimos al brutal ataque sobre Londres. Les devolvimos mil por uno.
—¿Participó en esas acciones?
Al caminar, miró —aparentemente fue un gesto involuntario— a las cintas de servicio que llevaba en la túnica. No reconocí ninguna —no me interesa lo militar y algunas de aquellas medallas no habían sido inventadas en mi época—, pero supe más tarde que eran la Orden de Servicios Distinguidos y la Cruz y Barra del Aire: grandes honores, especialmente para alguien tan joven. Gibson habló sin dramatismo:
—Vi algo de acción, sí. Unas pocas salidas. Tengo mucha suerte de estar aquí para contarlo. Muchos buenos chicos no fueron tan afortunados.
—¿Y esas salidas fueron efectivas?
—Yo diría que sí. Les destrozamos las Bóvedas, no mucho después de que ellos nos hiciesen el mismo favor.
—¿Y las ciudades de debajo?
Me miró.
—¿Qué cree? Sin la Bóveda, una ciudad está indefensa frente a los ataques aéreos. Puedes lanzar una andanada desde tu ochenta y ocho…
—¿«Ochenta y ocho»?
—Los alemanes tienen un cañón antiaéreo de ocho punto ocho centímetros. Muy útil como arma de campo así como contra Juggernauts, aparte de su propósito original: un diseño muy bueno… De cualquier forma, si el piloto del bombardero consigue burlar ese fuego puede lanzar lo que le apetezca sobre la ciudad.
—¿Y el resultado después de seis años de eso es…?
Se encogió de hombros.
—Supongo que ya no quedan muchas ciudades. Al menos, no en Europa.
Estimé que habíamos llegado a las cercanías de South Hampstead. Atravesamos una línea de árboles para llegar a un claro. Era un espacio circular de un cuarto de milla de diámetro, pero no era natural: los tocones del borde demostraban que habían volado el bosque o lo habían cortado. Al aproximarnos pude ver soldados con el torso desnudo que se abrían paso por entre la vegetación con sierras y machetes, para ampliar el espacio. Habían eliminado toda vegetación de la tierra en el claro y la habían endurecido con varias capas de palmas, todo hundido en el barro.
En el centro del claro había cuatro Juggernauts como los que había visto en 1873 y 1938. Las bestias ocupaban inmóviles los lados de un cuadrado de cien pies de ancho, con las portillas abiertas como las bocas de animales sedientos; los mayales antiminas colgaban sueltos e inútiles de los tambores al frente, y los colores verde y marrón de los cascos estaban manchados de guano y hojas caídas. Había otros vehículos y materiales repartidos por el campamento, incluyendo algunos vehículos blindados ligeros y pequeñas piezas de artillería sobre ruedas.
Gibson me dio a entender que aquélla sería la localización de un campo de Juggernauts en 1944.
Los soldados trabajaban por todas partes y, cuando penetré en el claro al lado de Gibson y con Nebogipfel cojeando a mi lado, los soldados dejaron de trabajar como un solo hombre y nos miraron con curiosidad.
Llegamos al patio formado por los cuatro Juggernauts. En el centro había un asta de bandera blanca en la que ondeaba la enseña del Reino Unido, llamativa, caída e incongruente. Había un grupo de tiendas en el patio. Gibson nos invitó a sentarnos en unas sillas de tela al lado de la mayor. Un soldado —delgado, pálido e incómodo bajo el calor— salió de uno de los Juggernauts. Supuse que sería el ordenanza de Gibson, porque el teniente coronel le ordenó traernos algunos refrescos.
Mientras estuvimos allí sentados, el trabajo del campamento siguió a nuestro alrededor; era la actividad de una colmena, como parece que siempre ocurre en las instalaciones militares. La mayoría de los soldados llevaba un equipo completo de jungla con camisa cruzada y pantalones con tobilleras; en la cabeza llevaban sombreros ligeros o sombreros de paja de (me dijo Gibson) diseño australiano. Llevaban sus insignias provisionales cosidas a la camisa o al sombrero, y casi todos portaban armas: bandoleras de cuero para armas de poca munición, bolsas de lona, y así. Todos llevaban las charreteras pesadas que recordaba de 1938. Bajo el calor y la humedad, la mayoría de los soldados estaban desaliñados.
Vi a un tipo con un traje blanco que le cubría de la cabeza a los pies; llevaba guantes gruesos y un casco ligero que le cubría la cabeza, con un visor que le servía para mirar. Trabajaba en el panel abierto de uno de los Juggernauts. Comenté que el pobre tipo debía de estar fundiéndose en el calor con semejante traje; Gibson me explicó que el traje era de asbesto y que servía para protegerle del calor de los motores.
No todos los soldados eran hombres —creo que dos quintos del centenar de personas eran mujeres— y la mayoría tenía heridas de algún tipo, quemaduras y demás, e incluso, aquí y allá, algún miembro protésico. Comprendí que el terrible desgaste de la juventud de Europa había continuado desde 1938, hasta requerir los servicios de los heridos y de la mujeres.
Gibson se quitó las botas y se masajeó los pies lanzándome una sonrisa lastimera. Nebogipfel bebió un vaso de agua, mientras el ordenanza nos sirvió a Gibson y a mí una taza del tradicional té inglés; ¡té, en el Paleoceno!
—Han construido una colonia —le dije a Gibson.
—Supongo que sí. Es sólo instrucción. —Dejó las botas en el suelo y sorbió el té—. Por supuesto, pertenecemos a un montón de cuerpos. Supongo que se ha dado cuenta.
—No —dije con franqueza.
—Bueno, la mayoría pertenece al ejército de tierra. —Señaló a un soldado que llevaba una insignia caqui en el hombro—. Pero algunos pertenecemos, como él y yo, a la RAF.
—¿RAF?
—La Real Fuerza Aérea. Los hombres de traje gris han comprendido finalmente que somos los más capacitados para conducir estos monstruos de hierro, ya sabe. —Un soldado de tierra pasó al lado, miró con ojos desorbitados a Nebogipfel y Gibson le dedicó una sonrisa fácil—. Por supuesto, no nos importa llevar a esos caminantes terrestres. Mejor que dejar que lo hagáis vosotros mismos, ¿no, Stubbins?
Stubbins —flaco, de pelo rojo, con una cara amplia y amigable— devolvió la sonrisa, casi con timidez, pero claramente encantado por la atención de Gibson: todo eso sin contar que debía de ser un pie más alto que el diminuto Gibson, y algunos años mayor. Reconocí en los modales relajados de Gibson la marca de un líder natural.
—Ya llevamos aquí una semana —me dijo Gibson—. Supongo que es sorprendente que no nos encontrásemos antes.
—No esperábamos visita —le dije seco—. Si lo hubiésemos hecho, supongo que habríamos encendido fuegos o preparado alguna otra forma de señalar nuestra presencia.
Me guiñó un ojo.
—Nosotros también hemos estado muy ocupados. Tuvimos un trabajo del demonio los primeros dos días. Tenemos un buen equipo, los científicos nos dejaron bien claro que, en una perspectiva muy amplia, el clima de la querida y vieja Inglaterra es muy variable, por lo que nos vinimos preparados para todo, desde abrigos hasta pantalones cortos. Aun así, no esperábamos estas condiciones tan tropicales: no aquí, ¡el medio de Londres! Las ropas parece que se caen a trozos, se pudren literalmente en nuestras espaldas, y los enganches de metal se corroen, las botas no se agarran a este barro, ¡incluso mis calcetines han encogido! Y el resto se lo comen las ratas. —Frunció el ceño—. Al menos, creo que son las ratas.
—De hecho, es probable que no —contesté—. ¿Los Juggernauts? Clase Kitchener, ¿no?
Gibson alzó una ceja, claramente sorprendido por mi alarde de conocimiento.
—En realidad, apenas podemos mover los Juggernauts: las malditas patas de elefante se hunden en este barro interminable…
Una voz clara y familiar habló a mi espalda:
—Me temo que está usted un poco atrasado, señor. La clase Kitchener, incluyendo el viejo Raglan, fue desechada hace años.
Me giré en la silla. Se aproximaba una figura vestida con el uniforme de los Juggernauts. Caminaba con una cojera pronunciaba, y tenía la mano extendida para saludar. Cogí la mano; era pequeña pero fuerte.
—Capitana Hilary Bond —dije con una sonrisa.
Me miró de pies a cabeza, deteniéndose en la barba y en las ropas de pieles.
—Está usted un poco más desastrado, pero sigue siendo inconfundible. ¿Sorprendido de verme?
—Después de unas dosis de viajes en el tiempo, ¡nada me sorprende demasiado, Hilary!