Los chillidos de Nebogipfel me despertaron. Una voz de Morlock, gritando, es como un borboteo: misterioso, pero escalofriante.
Me senté en la fría oscuridad; y por un momento imaginé que había vuelto a mi cama en Petersham Road, pero los olores y texturas de la noche del Paleoceno me arrollaron.
Me arrastré fuera del jergón y salté del suelo del refugio a la arena. Era una noche sin luna; y las últimas estrellas se apagaban en el cielo a medida que llegaba el sol. El mar se mecía plácido y la pared del bosque estaba oscura y quieta.
En medio de aquella fría tranquilidad azul, el Morlock cojeaba hacia mí en la playa. Había perdido la muleta y, me parecía, apenas podía tenerse erguido, y menos aún correr. Tenía el pelo revuelto, y había perdido la máscara; incluso mientras corría tenía que levantar las manos para cubrirse los ojos sensibles.
Y tras él, persiguiéndolo…
Tenía unos diez pies de largo y era en su forma general similar a un cocodrilo; pero las patas eran largas y flexibles, lo que le daba un aspecto alto como de caballo, completamente diferente al andar de un cocodrilo de mi época; estaba claro que aquella bestia se había adaptado a correr y cazar. Sus ojos rasgados estaban fijos en el Morlock, y cuando abrió la boca vi hileras de dientes como sierras.
¡La aparición estaba a una yarda de Nebogipfel!
Grité y corrí por el llano, moviendo los brazos, pero sabía que todo había acabado para Nebogipfel. Lloré por el Morlock perdido, pero —y me da vergüenza admitirlo— mi primer pensamiento fue para mí, porque con su muerte me quedaría solo en medio del Paleoceno…
Y fue en aquel momento, con sorprendente claridad, cuando se oyó el disparo de un rifle en el margen del bosque.
La primera bala falló, creo; pero fue suficiente para que la enorme cabeza se volviese, y para detener el avance de las poderosas piernas.
El Morlock cayó y quedó tendido en la arena; pero levantó los hombros y se arrastró sobre la barriga.
Hubo un segundo disparo y un tercero. El cocodrilo retrocedía a medida que las balas golpeaban su cuerpo. Encaró el bosque desafiante, abrió la boca y emitió un rugido que sonó como un trueno entre los árboles. Luego se lanzó sobre las largas y decididas piernas contra la fuente de aquellos impactos inesperados.
Un hombre —bajo, compacto, vestido con un uniforme— surgió del bosque. Levantó una vez más el rifle, apuntó al cocodrilo y mantuvo el tipo ante la aproximación de la bestia.
Llegué hasta Nebogipfel y lo ayudé a levantarse; temblaba. Nos quedamos de pie sobre la arena, juntos, y esperamos a que terminara el drama.
El cocodrilo no estaba ni a diez yardas del hombre cuando el rifle sonó de nuevo. El cocodrilo tropezó —vi que le salía sangre de la boca— pero se levantó sin apenas perder impulso. El rifle gritó, y una bala tras otra se hundieron en el inmenso cuerpo.
Al fin, a menos de diez pies del hombre, la bestia cayó con la mandíbula abierta; y el hombre —¡tan duro como puedan imaginarlo!— se hizo a un lado para dejarlo caer.
Encontré la máscara de Nebogipfel, y el Morlock y yo seguimos el camino del cocodrilo por la playa. Sus garras habían marcado la arena, y los últimos pasos estaban señalados por sangre, saliva y mucosidad. De cerca, el cocodrilo era aún más aterrador que de lejos; los ojos y la mandíbula estaban abiertos, los últimos ecos de vida hacían que se moviesen los músculos de las patas, y los pies removían la arena.
El Morlock estudió el cuerpo aún caliente.
—Pristichampus —dijo en voz baja.
Nuestro salvador puso el pie sobre el cuerpo de la bestia. De unos veinticinco años: tenía la mandíbula recta y mirada firme. A pesar de haber rozado la muerte, parecía muy relajado; nos saludó con una sonrisa amable. Su uniforme estaba formado por pantalones marrones, botas pesadas y una chaqueta marrón; tenía una gorra azul en la cabeza. El visitante podría venir de cualquier época, o, suponía, de cualquier variante de la historia; pero no me sorprendió cuando el joven habló en un inglés directo y neutro.
—Horrible, ¿no? Un tipo duro; sin embargo… ¿Vio que tuve que dispararle a la boca antes de que cayese? E incluso así siguió avanzando. Hay que admitirlo, ¡fue una buena caza!
Ante sus modales relajados de oficial me sentí torpe, lerdo con mis pieles y barba. Alargué la mano.
—Señor, creo que le debo la vida de mi compañero.
Me cogió la mano y la agitó.
—No hay de qué. —Su sonrisa se ensanchó—. El señor…, supongo. —Había dicho mi nombre.
—¿Y usted es?
—Oh, lo siento. Mi nombre es Gibson. Teniente coronel Guy Gibson. Me alegro de haberlos encontrado.