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CORAZÓN Y CUERPO

Nunca pudimos recuperar las gafas de Nebogipfel después de la tormenta, y resultó ser un gran handicap para él. Pero no se quejó. Como antes, se restringió a la sombra durante el día, y si se veía obligado a salir a la luz del atardecer o de la mañana, llevaba un sombrero de ala ancha y, sobre los ojos, una máscara con ranuras que le había hecho con la piel de un animal para permitirle ver algo.

La tormenta me causó un impacto mental además de físico, porque había comenzado a sentirme como si hubiese estado protegido de calamidades como aquélla. Consideré que debíamos llevar una vida más segura. Después de pensarlo, decidí que un refugio con base sólida y colocado sobre pilotes —eso es, por encima del camino de futuros monzones— era a lo que debíamos aspirar. Pero no podía confiar en las hojas caídas como material de construcción, ya que por naturaleza tienen forma irregular y a veces están podridas. Necesitaba troncos de árboles, y para eso necesitaba un hacha.

Por tanto, pasé algún tiempo como geólogo aficionado, buscando una formación rocosa adecuada. Finalmente encontré, en una capa de gravas en el área de Hampstead Heath, trozos redondos de pedernal y sílex. Pensé que debían de haber sido llevados allí por un río desaparecido.

Volví con esos tesoros al campamento con tanto cuidado como si fuese oro, o más, porque ese peso en oro no hubiese tenido ningún valor para mí.

Me dediqué a tallar el pedernal en la playa. Necesité muchos experimentos y malgasté mucho pedernal, hasta que encontré la forma de partir los nódulos en simpatía con los planos de la piedra, para formar bordes grandes y afilados. Mis manos eran torpes e inexpertas. Me había maravillado antes de las delicadas puntas de flecha y hachas de piedra que se exhibían en cajas de vidrio en los museos, pero sólo cuando intenté construir una comprendí el nivel de intuición ingenieril que habían tenido nuestros antecesores en la Edad de Piedra.

AL final construí una hoja que me pareció satisfactoria. La fijé a un trozo de madera, atándola con un trozo de piel de animal, y salí contento al bosque.

Volví menos de quince minutos después con los trozos de mi hacha en las manos; se había partido al segundo golpe, ¡sin apenas haber rozado la corteza del árbol!

Sin embargo, con unos cuantos experimentos más lo hice bien, y pronto me abrí paso a hachazos a través de un bosque de árboles jóvenes y rectos.

Para el campamento permanente nos quedaríamos en la playa, pero me aseguré de que estuviésemos por encima de la línea de marea, y lejos de inundaciones del arroyo. Me llevó algo de tiempo excavar agujeros lo suficientemente profundos para los cimientos; pero logré levantar una estructura cuadrada de postes verticales, fijados con seguridad, y con una plataforma de madera a una yarda del suelo. El suelo estaba lejos de ser horizontal, y planeaba adquirir los conocimientos de una mejor fabricación de tablas algún día; pero cuando me tendí aquella noche en el suelo me pareció sólido y seguro, y cierta medida de seguridad me la daba el estar por encima de los peligros. ¡Casi deseaba que cayese otra tormenta sobre nuestras cabezas para probar el nuevo diseño! Nebogipfel llevó los restos del coche del tiempo a la plataforma por medio de una pequeña escalera que le hice, y continuó allí su tenaz construcción.

Un día, al pasar por el bosque, fui consciente de un par de ojos brillantes que me observaban desde una rama baja.

Reduje el paso, cuidándome de no hacer ningún movimiento brusco, y cogí el arco que llevaba a la espalda.

La criatura tenía unas cuatro pulgadas de largo, y era como un lémur en miniatura. Tenía cara y cola de roedor, con incisivos bastante evidentes delante, patas con garras y ojos sospechosos. O era tan inteligente que pensaba que podría engañarme con su inmovilidad o tan estúpido que no me veía como un peligro.

Sólo fue un momento el colocar la flecha en la cuerda y disparar.

Mis habilidades cazadoras habían mejorado mucho con la práctica, y mis dardos y trampas tenían un éxito moderado; pero mucho menos con el arco y las flechas. La construcción de flechas era fácil, pero nunca pude encontrar madera de flexibilidad adecuada para un arco. Y normalmente, para cuando había conseguido preparar el arco, la mayoría de los blancos, divertidos por mis preparativos, habían huido en busca de refugio.

¡No aquel pequeño animal! Me miraba con poco más que oscura curiosidad mientras mi flecha torcida atravesaba el aire hacia él. Por una vez apunté bien, y la cabeza de pedernal clavó su cuerpo al tronco del árbol.

Volví a Nebogipfel orgulloso de mi pieza, porque los mamíferos nos eran útiles: no sólo como fuentes de alimento, sino también por su piel, dientes, grasa y huesos. Nebogipfel estudió aquel cadáver de roedor a través de su máscara.

—Quizá debería cazar más de éstos —dije—. Parece que la criaturita era incapaz de entender el peligro, hasta el final. ¡Pobre bestia!

—¿Sabes lo que es?

—Dime.

—Creo que es un Purgatorius.

—¿Y eso significa…?

—Es un primate: el primero conocido. —Parecía divertido.

Lancé un juramento.

—Pensé que ya habíamos discutido esto. ¡Pero incluso en el Paleoceno no puedes evitar encontrarte con los parientes! —Estudié el pequeño cadáver—. ¡Así que éste es el antepasado del mono, del hombre y del Morlock! Así que ésta es la insignificante semilla de la que crecerá un árbol que ocupará más mundos que éste… Me pregunto cuántos hombres, naciones y especies habrían nacido de este modesto animalillo si no lo hubiese matado. ¡Quizás he destruido una vez más mi propio pasado!

—Ni tú ni yo podemos evitar interaccionar con la historia —dijo Nebogipfel—. Cada vez que respiramos, cada árbol que cortas, cada animal que matas, crea un mundo nuevo en la multiplicidad de mundos. Eso es todo. No se puede evitar.

Después de eso, no pude tocar la carne de la pobre criatura. La llevé al bosque y la enterré.

Un día decidí seguir el arroyo de agua hasta su fuente, en el interior.

Salí al amanecer. Lejos de la costa el olor a sal y ozono desapareció, para ser remplazado por el húmedo y cálido del bosque de dipterocarpos, y por el perfume poderoso de las flores. El camino era difícil por la espesa vegetación del suelo. Había aún más humedad, y mi gorra de fibra de fruto de palmera pronto se mojó del todo; los sonidos a mi alrededor, el roce de la vegetación y los interminables trinos y crujidos del bosque, se hicieron más intensos en el aire pesado.

A mediodía había recorrido dos o tres millas, y había llegado hasta Brentford. Allí encontré un lago ancho y poco profundo, del que salía nuestro arroyo y otros, y al lago lo alimentaba otra serie de arroyos y ríos. Los árboles crecían cerca alrededor de aquel cuerpo de agua, y las plantas trepadoras colgaban de sus troncos y ramas bajas, incluyendo algunas que reconocí como calabazas y esponjas vegetales. El agua estaba tibia y era salobre, y me preocupaba beberla, pero el lago estaba repleto de vida. La superficie estaba cubierta de grupos de enormes nenúfares, en forma de tapas y de unos seis pies de ancho, que me recordaban las plantas que había visto una vez en Turner’s Waterlily House en el Royal Botanic Gardens en Kew (¡era irónico que el emplazamiento futuro de Kew estuviese a apenas una milla de allí!). Las azucenas parecían lo suficientemente fuertes para soportar mi peso, pero no comprobé esa hipótesis.

Sólo necesité unos minutos para improvisar una caña de pescar. Sonreí al imaginar la envidia de algunos de mis amigos pescadores —el viejo Filby, por ejemplo— ante mi descubrimiento de aquel oasis virgen.

Encendí un fuego y esa noche cené pescado asado y tubérculos.

Un poco antes del amanecer me despertó un extraño ulular. Me senté y miré a mi alrededor. El fuego ya se había apagado. El sol todavía no había salido; el cielo tenía ese tinte azul ultraterreno que prefigura un nuevo día. No hacía viento, y no se movía ni una hoja; una niebla pesada flotaba inmóvil sobre la superficie del agua.

Entonces distinguí un grupo de pájaros, a cien yardas de mí al otro lado del lago. Tenían plumas marrones y las patas largas como las de un flamenco. Caminaban sobre las aguas del borde del lago, o se quedaban sobre una pierna como esculturas exquisitas. Tenían la cabeza con la forma de un pato moderno, hundían el pico en la superficie y lo agitaban en el agua, evidentemente buscando comida.

La niebla se levantó un poco, y se reveló algo más del lago; vi que había una gran bandada de aquellas criaturas (que Nebogipfel identificó más tarde como Presbyornis), miles de ellas en una gran colonia. Se movían como fantasmas a través de una niebla vaporosa.

Me dije que aquel lugar no era más exótico que el cruce de Gunnersbury Avenue con Chiswick High Road, ¡pero es difícil imaginar una visión más alejada de Inglaterra!

A medida que pasaban los días en aquel paisaje sofocante y vital, mis recuerdos de la Inglaterra de 1891 me parecían más distantes y remotos. Encontré una gran satisfacción en la construcción, la caza y la recolección; y el baño de sol y la frescura del mar se combinaban para darme una sensación de salud, fuerza y experiencias inmediatas que había perdido desde la infancia. Ya no necesitaba el pensamiento, decidí; sólo había dos mentes conscientes en toda aquella panoplia del Paleoceno, y no veía de qué me serviría la mía a partir de aquel momento, sino para mantenerme vivo un poco más.

Era el momento de que el Corazón y el Cuerpo diesen su opinión. Y a medida que pasaban los días, mayor era mi sensación de la grandeza del mundo, de la inmensidad del tiempo, y de mi pequeñez y la de mis preocupaciones ante los múltiples panoramas de la historia. Yo ya no era importante, ni siquiera para mí mismo; y aquello fue una pequeña liberación del alma.

Después de un tiempo, incluso la muerte de Moses dejó de clamar en mi mente.