Enfermé.
No podía ni levantarme del tosco jergón de palmas y hojas secas que me había hecho. Nebogipfel se vio obligado a cuidarme, tarea que realizó sin demasiada habilidad, pero con paciencia y persistencia.
Una vez, en lo más oscuro de la noche, estaba en un estado medio inconsciente y los dedos del Morlock palpaban mi cara y cuello. Imaginé que volvía a estar atrapado en la Esfinge Blanca y que los Morlocks se arremolinaban a mi alrededor para destruirme. Grité, y Nebogipfel se echó atrás; pero no antes de que levantase la mano y le golpease en el pecho. Aunque débil, conservaba fuerzas suficientes para derribar al Morlock.
Después me deslicé en la inconsciencia.
Cuando desperté de nuevo, Nebogipfel volvía a estar a mi lado, intentado pacientemente que tragase un poco de sopa de marisco.
Con el tiempo, recobré el sentido, y me encontré apoyado en el jergón. Estaba solo en el pequeño refugio. El sol estaba bajo, pero todavía podía sentir el calor del día. Nebogipfel me había dejado un poco de agua cerca; la bebí.
La luz fue apagándose, y la calurosa tarde oscura del trópico cubrió nuestro techo. La puesta de sol era magnífica, debido, según me había contado Nebogipfel, al exceso de cenizas depositado en la atmósfera por los volcanes del oeste de Escocia. El vulcanismo provocaría algún día la formación del océano Atlántico; la lava fluía hasta el Ártico, Escocia e Irlanda, y la zona de clima cálido en que nos encontrábamos se extendía hasta el norte de Groenlandia.
En el Paleoceno, Gran Bretaña ya era una isla, pero comparada con su configuración del siglo diecinueve, su punta noroeste se extendía a una gran altitud.
El mar de Irlanda estaba todavía por formarse, por lo que Gran Bretaña e Irlanda formaban una única masa; pero el sudeste de Inglaterra estaba sumergido en el mar a cuya orilla vivíamos. El mar del Paleoceno era una extensión del mar del Norte; si hubiésemos fabricado un bote, podríamos haber navegado por el Canal de la Mancha hasta el corazón de Francia por la Cuenca de Aquitania, una masa de agua que a su vez se unía al mar de Tetis, un gran océano que bañaba los países mediterráneos.
Con la llegada de la noche, el Morlock salió de las sombras de la jungla. Se estiró —flexionando los músculos más como un gato que como un hombre— y se masajeó la pierna herida. Luego invirtió varios minutos en peinarse el pelo de la cara, pecho y espalda con los dedos.
AL final se acercó a mí cojeando; la luz púrpura de la puesta de sol se reflejaba en sus gafas rotas. Me trajo más agua, y con la boca húmeda le dije:
—¿Cuánto tiempo?
—Tres días.
Tuve que evitar un escalofrío al oír su extraña voz líquida. Podrían pensar que a esas alturas ya me habría acostumbrado al Morlock; pero después de pasar tres días acostado indefenso, ¡fue un shock recordar que estaba aislado en un mundo hostil sólo con la compañía de un extraño del futuro lejano!
Nebogipfel me hizo algo de sopa. Cuando terminé de comer, el sol ya no estaba, y la única luz provenía de una rodaja de luna que colgaba del cielo. Nebogipfel se había quitado las gafas, y podía ver sus enormes ojos rojo grisáceo flotando por la oscuridad del refugio como la sombra traslúcida de la luna.
—¿Lo que quiero saber es —dije— qué me hizo enfermar?
—No estoy seguro.
—¿No estás seguro?
Me sorprendió aquella inusual admisión de limitaciones, ya que la amplitud y profundidad de conocimientos de Nebogipfel era extraordinaria. Yo imaginaba la mente de un hombre del siglo diecinueve como algo análogo a un viejo taller: lleno de información, pero almacenada de forma fragmentaria, en libros abiertos, trozos de notas y dibujos dispersos sobre una superficie plana. Frente a ese desorden, en comparación, la mente de un Morlock —gracias a las avanzadas técnicas educativas del año 657.208— estaba ordenada como el contenido de una buena enciclopedia, con los libros de la experiencia y el aprendizaje catalogados y guardados. Todo eso incrementaba el nivel práctico de inteligencia y conocimientos hasta un punto ni siquiera soñado por un hombre de mi época.
—Aun así —dijo—, no debe sorprendernos tu enfermedad. De hecho, me sorprende que no cayeses enfermo antes.
—¿Qué quieres decir?
Se volvió hacia mí.
—Eres un hombre de tu tiempo.
De pronto, entendí lo que quería decir.
Los gérmenes de las enfermedades se habían cobrado su parte de la humanidad desde el principio. De hecho, reducían a los antecesores prehumanos del hombre incluso en esa época antigua. Pero debido a esa criba horrible hemos desarrollado un cierto poder de resistencia. Nuestro cuerpo lucha contra todos los gérmenes y es inmune a algunos.
Imaginé todas aquellas generaciones humanas que todavía aguardaban en aquella remota época, aquellas almas humanas que parpadearían en la oscuridad como chispas, ¡antes de desaparecer para siempre! Pero aquellas pequeñas luchas no serían en vano, porque —con la muerte de miles de millones— el hombre ganaría su derecho sobre la Tierra.
Era diferente para el Morlock. En el siglo de Nebogipfel, ya quedaba poco de la forma arquetípica humana. Todo en el cuerpo Morlock —los huesos, la carne, los pulmones, el hígado— había sido alterado por máquinas para permitir, según Nebogipfel, el equilibrio perfecto entre longevidad y calidad de vida. Nebogipfel podía quedar herido, como ya había visto, pero —según él— su cuerpo tenía tantas probabilidades de infectarse como una armadura. Y de hecho, no había visto señales de infección en la herida de su pierna, o de su ojo. Recordé que el mundo original de Elois y Morlocks había desarrollado una solución diferente, ya que no había visto enfermedades o infecciones allí, y poca podredumbre, por lo que había supuesto que era un mundo limpio de bacterias dañinas.
Yo, sin embargo, no tenía esa protección.
Después de mi primer roce con la enfermedad, Nebogipfel dedicó sus esfuerzos a aspectos más útiles de nuestra supervivencia. Me envío en busca de suplementos para la dieta, incluyendo cocos, tubérculos, frutas y hongos comestibles, que fueron añadidos a nuestra dieta básica de marisco y carne de esos animales y pájaros lo bastante estúpidos para dejarse atrapar con piedras y palos. Nebogipfel intentó fabricar medicinas simples: cataplasmas, tés de hierbas y cosas similares.
Mi enfermedad me sumió en una tristeza profunda y larga, porque era un peligro del viaje en el tiempo en que no había pensado antes. Temblé, y me rodeé el cuerpo con los brazos. La fuerza y la inteligencia podían derrotar a un Diatryma, y a otros masivos habitantes del Paleoceno, pero no me defendían del ataque de los monstruos invisibles llevados por el aire, el agua y la carne.