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DE CÓMO VIVÍAMOS

Monté el campamento a orillas del mar del Paleoceno, cerca del arroyo de agua fresca que había descubierto. Decidí que estaríamos mejor y más a salvo de ataques allí, y no en medio del bosque. Construí una protección del sol para Nebogipfel empleando trozos del coche del tiempo con prendas de ropa extendidas entre ellos.

Llevé allí a Nebogipfel en brazos. Pesaba tan poco como un niño y sólo estaba consciente a medias; me miraba, indefenso, con las gafas destrozadas, ¡y me era difícil recordar que representaba a una especie que había cruzado el espacio y domesticado el Sol!

El fuego fue mi siguiente prioridad. La madera disponible —ramas caídas y cosas así— estaba húmeda y mohosa, y la llevé a la playa para que se secase. Podía encender una llama con relativa facilidad utilizando hojas caídas y la chispa de una roca contra un trozo de metal del coche del tiempo. Al principio realizaba el ritual de encender nuevamente el fuego cada mañana, pero pronto descubrí el sin duda viejo truco de mantener los carbones ardiendo en la hoguera durante el día, con lo que era simple encender el fuego cuando era necesario.

La convalecencia de Nebogipfel transcurrió con lentitud. La inconsciencia forzada, para un miembro de una especie que no duerme, es grave y perturbadora, y después de haberse restablecido pasó varios días sentado a la sombra, pasivo y sin ganas de hablar. Pero se mostró capaz de comer las ostras y bivalvos que cogía del mar, aunque muy renuentemente. Con el tiempo pude variar la dieta con carne de tortuga cocida, ya que esa criatura era muy abundante a todo lo largo de la costa. Después de un poco de práctica, conseguí bajar frutos de las palmeras de la costa lanzando trozos de metal y rocas contra las ramas. Los frutos resultaron muy útiles: su leche y carne variaban la dieta; y las cáscaras vacías servían de contenedores para muchos propósitos; e incluso la fibra marrón que colgaba de la cáscara podía ser tejida. Sin embargo los trabajos tan delicados no me son fáciles, y nunca pude ir más allá de fabricarme una gorra, de ala muy grande como la de un culi.

Sin embargo, a pesar de la munificencia del mar y las palmeras, nuestra dieta era monótona. Miraba con envidia las suculentas criaturas que saltaban, lejos de mi alcance, por la ramas de los árboles.

Exploré la costa. Muchos tipos de criaturas habitaban el mundo oceánico. Observé una sombra grande con forma de diamante que supuse sería una raya; y en dos ocasiones aletas sobresaliendo del agua al menos un pie, que sólo podían pertenecer a enormes tiburones.

Entreví una forma ondulada, que atravesaba la superficie del agua, a una media milla de la tierra. Distinguí una mandíbula ancha y abierta repleta de dientes crueles, con carne blanca de fondo. La bestia tendría unos cinco pies de largo y nadaba por medio de ondulaciones de su cuerpo sinuoso. Se lo conté a Nebogipfel, quien —utilizando una vez más ese conjunto enciclopédico de datos que guardaba en su cráneo— la identificó como un Champsosaurus: una vieja criatura, relacionada con el cocodrilo, y de hecho un superviviente de la época de los dinosaurios, una época ya olvidada en el Paleoceno.

Nebogipfel me dijo que en ese periodo los mamíferos acuáticos de mi siglo —la ballenas, los manatíes y similares— estaban en medio de su adaptación evolutiva al mar y todavía vivían como enormes y lentos animales terrestres. Mantuve los ojos abiertos en busca de una ballena terrestre que tomase el sol, porque estaba seguro de poder cazar un animal tan lento como ése, pero nunca vi una.

Cuando le quité el entablillado a Nebogipfel, pude ver que la carne había sanado. Sin embargo, Nebogipfel probó la articulación y dijo que no se había arreglado correctamente. No era una sorpresa, pero ninguno de los dos podía pensar en una forma de mejorar la situación. Sin embargo, después de un tiempo, Nebogipfel pudo caminar, en cierta forma, con la ayuda de una muleta hecha con una rama, y se dedicó a cojear por el campamento como un lagarto seco.

Pero su ojo —que había destrozado con mi ataque en el taller— no se recuperó, y siguió sin vista, para mi profundo arrepentimiento y vergüenza.

Al ser un Morlock, el pobre Nebogipfel no estaba muy confortable bajo la luz diurna del sol. Por lo que se acostumbró a dormir de día, dentro del refugio que había construido, y se movía durante las horas de oscuridad. Yo seguí a la luz del día, por lo que cada uno pasaba la mayor parte de sus horas de trabajo solo. Nos encontrábamos y hablábamos en el amanecer y al anochecer, aunque debo admitir que después de unas pocas semanas de aire puro, calor y trabajo físico intenso, estaba muy cansando a la hora de la puesta de sol.

Las palmeras tenían frondas grandes, y decidí coger algunas para utilizarlas en la construcción de un refugio mejor. Pero todos mis esfuerzos por arrojar objetos a los árboles no lograron hacer caer las palmas, y no tenía forma de cortar las palmeras. Por lo tanto, me vi obligado a quitarme los pantalones y trepar por los árboles como un mono. Una vez arriba, sólo tuve que arrancar las ramas y tirarlas al suelo. Las subidas eran agotadoras. Al aire puro del mar y a la luz del sol, tenía mejor salud y estaba más robusto; pero no soy joven, y pronto encontré los límites de mi habilidad atlética.

Con las palmas construí un refugio más sustancial, de ramas caídas cubiertas con palmas. Hice un gran sombrero de palmas para Nebogipfel. Cuando se sentaba a la sombra con aquello atado a la barbilla, desnudo por completo, parecía absurdo.

En lo que a mí respecta, siempre he tenido la piel pálida, y después de los primeros días sufría mucho por mi exposición al sol, y aprendí a ser precavido. La piel se me caía de la espalda, de los brazos y de la nariz. Me dejé crecer la barba para protegerme la cara, pero los labios se me hincharon, y lo peor fue la intensa quemadura en la calva. Me acostumbré a lavarme las quemaduras y a llevar el sombrero y lo que quedaba de la camisa durante todo el día.

Un día, después de un mes de aquello, mientras me afeitaba (empleaba trozos del coche del tiempo como cuchilla y espejo), comprendí, de pronto, lo mucho que había cambiado. Mis dientes y ojos brillaban blancos en una cara marrón, mi estómago estaba tan plano como en mis días de universidad y caminaba con un sombrero de palmas, pantalones cortos y descalzo, con total naturalidad.

Me volví hacia Nebogipfel.

—¡Mírame! Mis amigos apenas me reconocerían. Me estoy convirtiendo en un aborigen.

Su cara sin barbilla no demostró ninguna expresión.

—Tú eres un aborigen. Esto es Inglaterra, ¿recuerdas?

Nebogipfel insistió en recuperar los restos del coche del tiempo del bosque. Podía ver su lógica, porque en los días siguientes necesitaríamos todos los trozos de material, especialmente los metales. Así que recuperamos el coche, y reunimos los trozos en un montón sobre la arena. Cuando las necesidades más urgentes de nuestra supervivencia estuvieron resueltas, Nebogipfel se dedicó a pasar mucho tiempo con los restos. Al principio no me interesé demasiado, ya que suponía que construía un anexo al refugio, o un arma de caza.

Sin embargo, una mañana, después de que se durmiese, estudié su proyecto. Había reconstruido la estructura del coche del tiempo; había rehecho el suelo, y construido una jaula de barras a su alrededor, todo atado con trozos de cable recuperados de la columna de dirección. Incluso había encontrado el interruptor azul que cerraba el circuito de plattnerita.

Hablé con él cuando se despertó.

—Intentas construir una nueva Máquina del Tiempo, ¿no?

Hundió los dientes en una fruta.

—No. Reconstruyo una.

—Tu intención está clara. Has reconstruido la estructura del circuito de plattnerita.

—Como dices, está claro.

—¡Pero es inútil hombre! —Me miré las manos encallecidas y sangrantes, y me descubrí resentido por su tarea, mientras yo luchaba por mantenernos con vida—. No tenemos plattnerita. La agotamos por completo, y no tenemos forma de fabricar más.

—Si construimos una Máquina del Tiempo —dijo—, podríamos escapar de esta época. Pero si no la construimos, seguro que no podremos escapar de aquí.

Gruñí.

—Nebogipfel, creo que deberías aceptar los hechos. Estamos atrapados, en lo más profundo del tiempo. Nunca encontraremos plattnerita aquí, no es una sustancia natural. No podemos fabricarla, ¡y nadie nos traerá una muestra, porque nadie sabe que estamos a diez millones de años!

Como respuesta, lamió la pulpa de la fruta.

—¡Pah! —Frustrado y enfadado, caminé por el refugio—. Emplearías mejor tu ingenio y esfuerzo fabricándome una pistola, para poder cazar algún mono.

—No son monos —dijo—. Las especies más comunes aquí son Miacis y Chriacus

—Bien, lo que sean… ¡Oh!

Furioso, me marché.

Por supuesto, mis argumentos no hicieron ningún efecto, y Nebogipfel siguió con su paciente reconstrucción. No me ayudó en ninguna forma en mi intento de mantenernos con vida, y después de un tiempo acepté la presencia de la rudimentaria máquina, brillante, complicada y exquisitamente inútil, en la playa del Paleoceno.

Decidí que todos necesitamos esperanza, darle un propósito y estructura a nuestras vidas, y aquella máquina, tan incapaz de volar como un Diatryma, era la última esperanza de Nebogipfel.