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EL MAR DEL PALEOCENO

No me fue difícil abrirme camino, los árboles crecían en bases separadas con mucha tierra en medio. La gruesa y uniforme bóveda arbórea de hojas y ramas excluía la luz del sol, aunque eso no parecía impedir el crecimiento en el suelo.

La bóveda arbórea estaba repleta de vida. Epífitas —orquídeas y enredaderas— colgaban de la corteza de los árboles y las lianas caían de las ramas. Había gran cantidad de aves y colonias de criaturas que vivían en las ramas: monos y otros primates (pensé al primer vistazo). Había una criatura parecida a una marta, de unas ocho pulgadas de largo, de articulaciones flexibles y una cola rica y esponjosa, que emitía un sonido ronco. Otro animal trepador era bastante grande —quizá de una yarda de largo—, con garras y cola prensil. No huyó al verme; en su lugar, se agarró a la parte baja de una rama y me miró calculador.

Seguí caminando. La fauna local desconocía al hombre, pero estaba claro que había desarrollado fuertes instintos de autopreservación gracias a la presencia del Diatryma de Nebogipfel y, sin duda, otros depredadores, y no se dejarían cazar con facilidad.

A medida que mis ojos se acostumbraban al fondo boscoso, encontré el camuflaje y el engaño por todas partes. Una hoja podrida, por ejemplo, estaba pegada al tronco de un árbol, o al menos eso pensé, hasta que al aproximarme la «hoja» desarrolló patas de insecto y la criatura saltó. Allá, en un saliente de rocas, vi lo que parecía un montón de gotas de agua que brillaban como joyas bajo la luz filtrada. Pero cuando me incliné para examinarlas, vi que eran una nidada de escarabajos con caparazones transparentes. No me sorprendí demasiado cuando una mancha de guano en un tronco, blanco sobre negro, desarrolló patas de araña.

Después de media milla, los árboles se hicieron más escasos; atravesé un borde de palmeras y salí a la luz del sol, y una arena joven y áspera me raspó las botas. Me encontré en una playa. Más allá de la línea de arena blanca había una extensión de agua brillante, tan ancha que no podía ver su orilla opuesta. El sol estaba bajo en el cielo, pero brillaba con intensidad; podía sentir su calor sobre el cuello y la cabeza.

En la distancia —a un lado, sobre la larga playa— vi una familia de pájaros Diatryma. Los dos adultos se pavoneaban, envolviendo los cuellos alrededor del otro, mientras las tres crías se tambaleaban por los alrededores, saltando y ululando, o se sentaban en el agua para humedecerse las plumas. Todo el conjunto, con su plumaje negro, sus torpes estructuras y alas minúsculas, parecía cómico, pero los vigilé con cuidado mientras permanecía allí, ya que incluso el más pequeño de los jóvenes tenía tres o cuatro pies de alto y era muy musculoso.

Me dirigí al borde del agua; mojé los dedos y probé el líquido. El agua era salada: agua de mar.

Me pareció que el sol se había hundido todavía más tras el bosque; debía de descender por el oeste. Por tanto había caminado una media milla hacia el este a partir de la posición del coche del tiempo, por lo que estaba —imaginé— en algún lugar cerca de la intersección de Knightsbridge y Sloane Street. ¡Y, en el Paleoceno, estaba al borde del mar! Miraba un océano que cubría aparentemente todo Londres hasta la punta este de Hyde Park. Quizá, supuse, aquel mar era una extensión del Mar del Norte o del Canal, que había penetrado en Londres. Si tenía razón, habíamos tenido mucha suerte. Si el nivel de los mares se hubiese incrementado un poco más, Nebogipfel y yo hubiéramos aparecido en las profundidades de un océano, y no en la costa.

Me quité las botas y los calcetines, los até al cinturón por los cordones, y entré un poco en el mar. El líquido se cerraba frío alrededor de mis tobillos; tuve la tentación de mojar la cara en él, pero me resistí, por miedo a la interacción de la sal con mis heridas. Encontré una depresión en la arena que podría formar un charco durante la marea baja. Allí hundí las manos y conseguí inmediatamente una colección de criaturas: bivalvos, gasterópodos y lo que parecían ostras. Daba la impresión de que había pocas especies pero muchos individuos en aquel fértil mar.

Al borde de aquel océano, con los borboteos de agua alrededor de tobillos y dedos, y con el sol caliente en el cuello, una gran sensación de paz cayó sobre mí. De niño mis padres me habían llevado de viaje a Lympne y Dungeness, y yo caminaba hasta la orilla del mar —al igual que hoy— e imaginaba que estaba solo en el mundo. Pero ahora, ¡era casi completamente cierto! Era sorprendente pensar que ningún barco navegaba por aquellos mares en ningún lugar del mundo; que no había ciudades humanas tras la jungla que se hallaba a mi espalda; de hecho, los únicos rastros de inteligencia en el planeta éramos yo y el pobre Morlock herido. Pero no era una idea terrible; no después de la horrible oscuridad y caos de 1938, de los que había escapado recientemente.

Me enderecé. El mar era encantador, ¡pero no podía vivir de agua salada! Anoté cuidadosamente el lugar del cual había salido de la jungla —no tenía intención de perder a Nebogipfel en la penumbra arbórea— y caminé descalzo por el borde del agua, alejándome de la familia Diatryma.

Después de más o menos una milla, llegué a un arroyo que salía del bosque y bajaba hacia la playa. Cuando la probé resultó ser agua dulce, fresca y parecía limpia. Me sentí aliviado: ¡al menos no moriríamos hoy! Me eché de rodillas y metí la cabeza y el cuello en el líquido frío. Bebí a grandes tragos y luego me quité la chaqueta y la camisa para lavarme cabeza y cuello. La sangre seca, marrón por estar expuesta al aire, navegó hacia el mar; cuando me puse en pie me sentí mucho mejor.

Ahora me enfrentaba al desafío de llevar aquel tesoro hasta Nebogipfel. Necesitaba una taza u otro contenedor.

Pasé varios minutos al lado del arroyo mirándolo confuso. Todo mi ingenio parecía haberse agotado en mi reciente viaje por el tiempo, y aquel último puzzle era demasiado para mi cerebro cansado.

Al final, cogí las botas del cinturón, las lavé lo mejor que pude y las llené con el agua del arroyo; así la llevé a través del bosque hasta el Morlock. Al lavar la cara herida de Nebogipfel e intentar hacerle beber, me prometí a mí mismo que al día siguiente encontraría algo más apropiado como servicio de mesa que unas viejas botas.

El asalto del Diatryma había deformado la pierna derecha de Nebogipfel; la rodilla parecía aplastada y el pie descansaba en un ángulo poco natural. Empleando un fragmento de la carrocería del coche del tiempo —no tenía cuchillo— intenté rudimentariamente afeitar el pelo de las áreas dañadas. Lavé lo mejor que pude la carne expuesta: al menos las heridas superficiales parecía que se habían cerrado, y no había señales de infección.

En el proceso de mis torpes manipulaciones —no soy médico— el Morlock, todavía inconsciente, gruñía y lloriqueaba de dolor, como un gato.

Una vez que hube limpiado sus heridas, recorrí la pierna con las manos, pero no pude detectar ninguna fractura evidente en la tibia o la pantorrilla. Como ya he dicho antes, el daño principal parecía estar localizado en la rodilla y el tobillo; y lo acepté con desaliento porque, si bien sería capaz de restablecer una tibia rota al tacto, no había forma en que pudiese tratar los daños que Nebogipfel había sufrido. Aun así, rebusqué por entre los restos hasta que encontré dos secciones rectas de la estructura. Usé el cuchillo improvisado con la chaqueta —no me parecía que la prenda fuese a serme muy útil en aquel clima— y fabriqué vendas que lavé.

Entonces, con todo mi coraje, enderecé la pierna y el pie del Morlock. Até la pierna a los entablillados, y luego, para asegurarme, a su vez a la otra pierna sana.

Los gritos del Morlock, repetidos por los árboles, eran un sonido horrible.

Agotado, esa noche cené ostras —crudas, porque no tenía fuerzas para encender fuego— y me apoyé contra un tronco, cerca del Morlock, y con la llave de Moses en mis manos.